Nadie conoce una nación hasta que ha estado dentro de sus cárceles
En una democracia hay dos reglas inviolables. La primera: el gobierno surgido de las urnas tiene el monopolio de la fuerza legítima. La segunda: ese poder está limitado por los derechos humanos y garantías ciudadanas que determinan y condicionan su uso. En Chile, luego del 18 de octubre de 2019, la segunda de estas reglas se ha quebrado. La imposición del Estado de Emergencia y la violenta represión desatada violó la regla democrática que limita y condiciona la fuerza coactiva del Estado, lo que ha sido constatado y documentado en informes nacionales e internacionales, como los del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Esta ruptura radica en caracterizar las manifestaciones sociales como una cuestión criminal. Se convirtió a manifestantes en presuntos delincuentes. Mientras el proceso de movilización social expresaba un momento de soberanía y empoderamiento ciudadano, el gobierno lo convirtió en el episodio de violencia institucional masiva más grave sucedido en el Chile post-dictatorial.
Con el paso de los meses, lejos de enmendar, el gobierno inició una ofensiva punitiva sin precedentes que ha llevado a la cárcel a un número muy relevante de manifestantes, en su mayoría jóvenes de procedencia popular. Desde entonces, miles de chilenos se han movilizado para exigir la liberación de quienes consideran presos políticos. Esto levanta la pregunta: ¿hay presos políticos en Chile? El gobierno lo niega rotundamente. El motivo de su encarcelamiento –sostiene– es estrictamente legal, no político. Se señala que no han sido enviados a prisión por sus ideas, sino por delitos previstos en el Código Penal. Este enfoque formal, puramente legal, tiene muchas debilidades. Por una parte, el párrafo 1 del artículo 9 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos afirma: "Todo individuo tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales. Nadie podrá ser sometido a detención o prisión arbitrarias. Nadie podrá ser privado de su libertad, salvo por las causas fijadas por ley y con arreglo al procedimiento establecido en ésta". En ese sentido, todo está en orden en Chile. El problema es que bajo esa óptica no habría presos políticos en ningún lugar. Por principio, ningún Estado acepta tener presos políticos. Siempre se encuentra un artículo del Código Penal que avale su encarcelamiento. Hasta la peor dictadura apela a la ley para encarcelar a disidentes. Nelson Mandela no fue reconocido como tal, ya que el gobierno sudafricano lo encarceló por 27 años por el delito de conspiración para derrocar al gobierno. Gandhi tampoco tuvo este reconocimiento, porque los británicos lo condenaron por sedición. Siempre los presos políticos están en otros países o en otro tiempo.
El momento en que se cambia de criterio se produce cuando se da una ruptura con el régimen que los encarceló, como se documenta abundantemente en la historia chilena. En 1991 se promulgaron las denominadas “leyes Cumplido”, lo que puso fin a la prohibición constitucional de conceder indulto presidencial y libertades provisionales a procesados por delitos “terroristas”. A la vez, la dictadura militar por medio del Decreto Ley 2.191 de 1978 implementó una autoamnistía destinada a los agentes del Estado que cometieron delitos luego de 1973. En el caso español, los presos antifranquistas pudieron ser liberados producto de la Ley de Amnistía de 1977, que se aplicó a los “actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delito y faltas”. En síntesis, la aplicación de leyes de amnistía o indulto pueden obedecer tanto a la voluntad de garantizar la impunidad de crímenes de Estado como también a motivaciones humanitarias en orden a la pacificación de conflictos políticos o sociales, bajo una lógica de la justicia transicional.
En principio, se considera que la prisión política es resultado de la participación en actividades políticas, especialmente si muestran oposición o son críticas a un gobierno. No existe una definición universal aceptada sobre Prisión Política, y por eso el punto suele ser motivo de disputas irresolubles. En ausencia de violencia puede hablarse de presos de conciencia, pero los presos políticos no deben calificar como presos de conciencia para serlo. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa elaboró en 2012 cinco criterios. Considera la motivación política de los actos y la voluntad de las autoridades para proceder a encarcelar, pudiendo no hacerlo. También, cuando el proceso judicial es claramente injusto y con una intencionalidad política significativa. En Chile, la Comisión Valech dio una orientación al señalar que existe “motivación política” cuando la prisión es fruto de la aplicación de “normas jurídicas de mayor rigor en el juzgamiento de los hechos”, o “en virtud de normas especiales, como la Ley de Seguridad Interior del Estado”. No obstante, el debate de fondo siempre será político. Prueba de ello es la diferente vara de medir que utilizan unos y otros en función de quien es quien. Es crucial la opinión que se tenga del preso/a y del régimen que lo encarcela.
Hay razones fundadas que permiten considerar a detenidos/as del estallido social como presos políticos. La principal tiene que ver con la actitud anti-garantista con el que ha actuado el gobierno. Son numerosas las denuncias que verifican el uso político del Derecho Penal, partiendo por el recurso a la Ley de Seguridad del Estado por parte del Ministerio del Interior. Vale la pena recordar que dicha Ley sólo puede ser invocada por el Ministerio del Interior o las intendencias regionales, por lo cual su aplicación siempre obedece a una determinación política. Es llamativa la falta de acogida que tuvo el llamado de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Michelle Bachelet, quien en marzo de 2020 pidió a las autoridades “trabajar rápidamente para reducir la cantidad de personas detenidas” en el inicio de la cuarentena por Covid-19. En la ocasión, solicitó que “toda persona detenida sin fundamento jurídico suficiente, incluyendo prisioneros políticos y detenidos por haber expresado opiniones críticas o disidentes”, sean puestos en libertad para despejar la población en los recintos penitenciarios. Lo que ha ocurrió fue lo contrario: se masificó el uso desproporcionado de la prisión preventiva, aplicada a estas personas detenidas. Esta actitud anti-garantista se evidencia en las denuncias documentadas por la Comisión Chilena de DD.HH., referidas a violaciones del derecho a integridad física, la libertad personal, así como de diversas garantías judiciales de estas personas detenidas, lo que apunta a procesos de discriminación por parte de los poderes del Estado. Se advierte la intencionalidad de aplicar un castigo ejemplarizante que desaliente las movilizaciones de un pueblo que se siente mayoritariamente humillado. No son hechos aislados. Forman parte de una lógica de excepción que se ha ido imponiendo en el último año, y que se puede interpretar bajo la racionalidad del “Derecho Penal del Enemigo”, que asume la tentación de castigar no por lo que se ha hecho, sino por lo que se es. Con ello, el principio democrático que apela a que todas las ideas se pueden defender en escenarios de no violencia se ve debilitado, ya que la existencia de presos/as políticos/as abre la puerta a normalizar y extender medidas de fuerza a otros lugares y contextos. La falta de reacción ciudadana nos devuelve a la advertencia de Bertolt Brecht: primero les tocó a unos, luego a los otros, y finalmente a nosotros mismos, pero ya era tarde.
Ojalá los que miran hacia otro lado, y piensan que esto es sólo un problema de jóvenes pobres a los que se puede olvidar, puedan recordar el juicio que Nelson Mandela instala en la conciencia universal cuando afirma: “Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado en una de sus cárceles. Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”.