¿Oposición u oposiciones en Chile? (Un balance 2018-2020)
En los últimos meses, sectores de la izquierda han señalado la existencia de diversas “oposiciones”, en disputa y contrapuestas entre sí, justificando con ello la presencia de más de un adversario que incluye a quienes no han formado parte del actual gobierno. Tal supuesto no resulta casual considerando el énfasis que muchas de las organizaciones de izquierda, y movimientos vinculados a ella, han puesto en las identidades en desmedro de cualquier otra consideración de tipo institucional, de desempeño legislativo y de relación con las autoridades.
Suponer que existen diversas “oposiciones” denota una confusión del rol que le compete a los partidos, al equipararlos con la diversidad de intereses, u objetivos particulares, que persiguen los gremios, sindicatos, corporaciones y demás “grupos de presión” emanados desde la sociedad civil. Al hablar de “oposiciones”, ciertas organizaciones descuidan –e incluso desconocen– el principal propósito que le corresponde a toda oposición: monitorear y fiscalizar el desempeño del Ejecutivo, junto con llegar a ser alternativa para alcanzar el gobierno. Además, encubren la posibilidad de resolver el dilema weberiano de actuar en función de la “ética de la convicción” o, por el contrario, en base a la “ética de la responsabilidad”. Prevalece la “ética de la convicción” cuando las y los políticos actúan y toman decisiones según las creencias y adscripciones ideológicas. En cambio, la “ética de la responsabilidad” conlleva saber anticipar las consecuencias de una determinada acción, o decisión, dado que ellas podrían comprometer a las generaciones venideras. Quien manifiesta vocación por la política debe saber combinar ambas éticas, siendo consciente de la dificultad de lograr un justo equilibrio entre ambas y que, en muchas ocasiones, una prevalece por sobre la otra.
Una detenida lectura a la bibliografía comparada sobre las oposiciones, en sistemas presidenciales como parlamentarios, permite refutar los supuestos utilizados para justificar la presencia de distintas “oposiciones”. En efecto, se entiende por oposición –efectiva y activa– a la condición que asume una fuerza política que, al no ser parte del oficialismo, es considerada alternativa real de gobierno en un futuro no muy lejano. Para lograr esa condición, un requisito básico es controlar y fiscalizar, de manera cotidiana, el desempeño del gobierno. Asimismo, es necesario que logre establecer un distanciamiento programático, expresado a través de propuestas alternativas, viables y atractivas para la ciudadanía. Otro requisito es contar con arraigo social y ser capaz de lograr un desenvolvimiento en diversos ámbitos de discusión y disputa política. Es decir, una oposición efectiva es “política y social” al mismo tiempo. La dimensión “política” se reconoce por el hecho de desplegar acciones al interior de las instituciones formales. Fundamental a este respecto son los grados de cohesión entre las facciones que integran un partido, o entre los diferentes partidos que forman parte de una misma coalición. En cambio, la dimensión “social” implica alcanzar grados de identificación por parte de la ciudadanía, junto con establecer vínculos con distintas organizaciones de la sociedad civil.
De manera que no estar en el gobierno, ni formar parte de la coalición oficialista, no le otorga (por defecto) a un partido, o bloque político, la condición de opositor. Si se consideran las dimensiones y atributos mencionados, que la bibliografía especializada a nivel internacional viene presentando desde mediados de los años 60, se advierte una situación deficitaria que afecta a la oposición chilena desde marzo de 2018. Incluso, por sobre las diferencias, actualmente en Chile existen bastantes elementos comunes entre los partidos más “tradicionales” y los llamados “emergentes”, ubicados en la oposición. En primer lugar, la fiscalización y el control hacia el gobierno ha sido bastante difusa. Una clara demostración es la pasividad que asume la totalidad del espectro, desde la Democracia Cristiana (DC) al Frente Amplio (FA), ante una serie de iniciativas llevadas a cabo por el Ejecutivo, destacando: la concesión a privados de parques nacionales que cuentan con abundantes reservas de agua; la perplejidad frente a las medidas represivas implementadas a partir de la noche del 18 de octubre de 2019, con excepción de las críticas formuladas por el Partido Comunista (PC); la displicencia frente a la prolongación del toque de queda; la actitud condescendiente ante decisiones adoptadas por el gobierno frente a la pandemia; y la nula comunicación con la ciudadanía ante escándalos de corrupción en las Fuerzas Armadas y Carabineros.
En segundo lugar, la ausencia de propuestas programáticas es algo que afecta a la totalidad del espectro opositor. Actualmente, muchos confunden contar con propuestas programáticas, a ser debatidas con miras a una posible convergencia, con una sobreideologización que deviene en un verdadero diálogo de sordos. ¿Qué significa que algunos impongan como condición comprometerse a poner “fin al neoliberalismo”? ¿Cuáles son los límites que separan el ser o no ser antineoliberal? La falta de un proyecto alternativo, en la izquierda, se viene dando desde fines de los años 80 sin que hasta ahora existan propuestas concretas, o al menos operacionalizadas, de lo que conlleva una actitud antineoliberal.
La sobreideologización ha implicado que sectores de la DC sigan siendo tan anticomunistas como en tiempos de la Guerra Fría, desechando cualquier posibilidad de entendimientos con el PC. No está de más recordar que la DC y el PC fueron parte de la Nueva Mayoría; o que los comunistas, en el pasado, fueron menos críticos de los gobiernos y de las políticas de los falangistas, en comparación a la destemplada crítica manifestada por estos últimos hacia el PC. Desde otro punto de vista, la sobreideologización hace que sectores del FA insistan en su crítica a la “clase política”, más como un sentimiento generacional que en base a otra cosa. En términos reales, cuesta reconocer la presencia de agrupaciones –de centro-izquierda– integradas por privilegiados que usufructuaron siempre de los recursos del Estado. ¿Acaso no existen dirigentes sociales, sindicales y territoriales vinculados a los partidos de la ex Concertación? ¿No existen en esos partidos personas que realizaron una importante contribución a la lucha en contra de la dictadura? ¿No fueron esos partidos los que, junto al PC, impulsaron la reforma al binominal que resultó clave para que, a partir de las elecciones de 2017, alcanzaran representación parlamentaria (en ocasiones con menos del 2% del apoyo electoral) el FA y otras agrupaciones de izquierda? ¿Acaso no es condición inherente de los partidos, en cualquier lugar y en todo momento, reclutar al personal necesario para asumir funciones en el gobierno y en algunos puestos del Estado? Habría que recordar que el PC fue parte de la Nueva Mayoría y el FA experimentó un éxodo de todas las organizaciones que en su interior se encontraban más a la izquierda, como el Partido Igualdad, Izquierda Libertaria, el Partido Pirata, entre otros, tras los acontecimientos posteriores al “estallido” del 18 de octubre de 2019.
En tercer lugar, más que alternativa para alcanzar el poder queda de manifiesto que algunos sectores de la oposición han considerado riesgoso, dado el complejo escenario del año 2020, proyectable hacia el 2021, intentar llegar al gobierno. Varios han sido los sectores de la oposición que, en reiteradas ocasiones, han tomado iniciativas que han impedido la caída del actual gobierno, o que han desechado convocar a elecciones anticipadas a fin de resolver la crisis actual. No son pocas las voces en la izquierda que consideran que sería mucho más ventajoso, para la fortaleza del sector, un nuevo gobierno de derecha. De cualquier forma, en diferentes ocasiones, sectores de la oposición han puesto en evidencia su falta de “voluntad de poder”. Así, corren el riesgo de llegar a ser “oposición permanente”, como lo fueron por décadas reconocidos partidos a nivel internacional hasta que se produjo su disolución, una vez que los electores advirtieron que existían opciones más efectivas o que simplemente sintonizaban de manera directa con sus demandas.
En cuarto lugar, se advierte una enorme falta de cohesión, expresada en el aumento de partidos y organizaciones con diferentes grados de incidencia en el sistema político y en la sociedad civil. Algunas de las colectividades existen como aspiraciones de sus dirigentes, o se reconocen sólo en las redes sociales, más que como organizaciones propiamente tal. Desde 1953 no se observaba en Chile un nivel de fragmentación tan alto, pero que esta vez afecta únicamente a todo el arco de la centro-izquierda y de la izquierda. A esta fragmentación se añade un hecho inédito en la historia de Chile: partidos que sólo existen en determinados territorios, pero que carecen de capacidad de representación y desenvolvimiento a nivel nacional. La fragmentación hace más dificultoso el diálogo y sobrerrepresenta a los partidos con menos presencia parlamentaria, e insignificantes desde el punto de vista electoral. Buen ejemplo es lo ocurrido en el último tiempo al interior del FA, donde las organizaciones menos representativas –pero más vociferantes– han obligado a apoyar sus decisiones a partidos con más peso, como Revolución Democrática (RD).
En quinto lugar, algo similar se puede decir sobre el arraigo social de los partidos. La débil capacidad de movilización, unido al bajo nivel de identificación, afecta a todos los partidos desde la izquierda a la derecha. Por ende, la oposición queda prácticamente descolocada durante las primeras semanas del “estallido” generado a partir del 18 de octubre de 2019. De otra forma no se entiende que el movimiento de protesta, configurado desde esa fecha, se haya declarado “no ser de izquierda ni de derecha”.
Otras situaciones no dejan de ser contradictorias, e incluso paradojales. De hecho, en el caso de la izquierda se intenta reforzar su identidad al mismo tiempo que se reniega de ella. Así ocurre con la crítica a la “clase política” y con el sentimiento antipartidos, que se utilizan para denunciar supuestos vicios que irían “más allá de la izquierda y la derecha”. También se podría decir lo mismo del intento de apropiación de la consigna “No son 30 pesos, son 30 años”. Quienes la pretenden adoptar estuvieron alguna vez en el gobierno en el transcurso de ese periodo (por ejemplo, el Partido Humanista, entre 1990-1994, el PC y buena parte de RD, entre 2014-2018), lograron ingresar al Congreso Nacional, mediante pactos de omisión; o peor aún, simplemente, provienen de intentos que fracasaron y no prosperaron durante esos mismos años. Así como la DC y el PS fueron responsables de la crisis que afectó a las federaciones estudiantiles en los años 90, eso mismo le compete actualmente al FA. Basta recordar que, desde marzo de 2018 a la fecha, el PC, el FA y los partidos de la ex Concertación han votado en bloque frente a la mayoría de los proyectos y mociones presentadas en el Congreso. Miembros de las organizaciones del FA, como Convergencia Social y RD, y los partidos de la ex Concertación, integraron los equipos técnicos que elaboraron el proyecto de reforma constitucional que hizo posible convocar al plebiscito del 25 de octubre y elegir los representantes a la Convención Constitucional para el próximo mes de abril. Por cierto, también se han producido discrepancias, así como comportamientos díscolos, en los diferentes partidos y bloques de la oposición.
A pesar de las recriminaciones de los partidos de la ex Concertación hacia el PC y el FA, y viceversa, por dejar caer el acuerdo de primarias para elecciones de gobernadores y municipales, en la opinión pública quedó la sensación de que hubo complicidades entre todas estas colectividades. Por un lado, nadie fue capaz de asumir la responsabilidad ni de hacer públicos los antecedentes que hicieron fracasar el acuerdo. Por otro, reafirmó una vez más que, independiente de quien sea, las principales decisiones recaen exclusivamente en las directivas de los partidos. En relación al tema constitucional, los aciertos y desaciertos han venido de diferentes organizaciones, más a la izquierda o más cercanas al centro político. Ideas contrapuestas sobre la noción de propiedad, de libertad, el rol del Estado, la promoción de derechos sociales, se reconoce en todos los partidos (de oposición) sin excepción.
En resumen, el PC, el FA y los partidos de la ex Concertación han actuado en bloque, en diversas ocasiones, asumiendo de ese modo la función de “oposición”. Pero se han transformado en “oposiciones” al efectuar proyecciones de futuro, resaltando las identidades y los antagonismos que existen entre quienes no forman parte del actual gobierno. Pareciera, a simple vista, que no se tienen claras las prioridades para el corto y el mediano plazo. Pero tanto el resultado de la elección del próximo mes de abril, el éxito del reemplazo constitucional, la posibilidad de evitar un nuevo triunfo electoral de la derecha, llegar al gobierno y dar inicio a una nueva etapa de cambios estructurales y promoción de derechos sociales, requiere del apoyo de una amplia mayoría. La única posibilidad de revertir las actuales circunstancias es a través de un acuerdo, o si se prefiere distintos acuerdos, entre quienes son identificados como partidos de oposición. Tal como ocurrió en vísperas de la segunda vuelta de las elecciones de 2017, la imposición de mínimos programáticos se ha transformado en un chantaje y en una simple excusa para evitar cualquier acercamiento.
Varios dirigentes de los diferentes partidos opositores han manifestado que un acuerdo y acercamiento de toda la oposición es imposible. Y “a lo imposible nadie está obligado”, indica una máxima del derecho que se aplica cada vez que una persona debe enfrentar condiciones completamente adversas. Pero “apostar por lo imposible” no sólo resuena como algo utópico en cualquier partido, sino también como una obligación, moral o no, tomando en cuenta que en épocas pasadas la falta de acuerdos derivó en trágicos desenlaces.