La Plaza es nuestra: Dignidad, donde se borran las fronteras sociales
El 25 de octubre en la noche me sentí como un personaje de Ian McEwan en Los perros negros. En la novela dos personajes caminan conversando entre la multitud para ver in situ caer el muro de Berlín. La multitud y sus descripciones en detalle invaden la atmósfera del relato, entran y salen del diálogo, que aumenta a medida que avanzan en el gentío.
Todo empezó temprano en los locales de votación
Yo hace un año que vivo en Santiago y me tocó votar en el barrio Matta. El paso de Algarrobo a Santiago suponía un contraste. Una diferencia. Por lo que me costó en un principio augurar que estaba frente a un fenómeno que se extendería por cuadras y cuadras de votantes guardando la distancia, en espera del paulatino avance de su turno.
Mientras hacía la fila empecé a preguntarme, ¿qué hacen todos estos chicos y chicas que no había visto antes? Pues bien, ahí estaban con sus “raros peinados”, tatuajes, piercing, en silencio, sobrios, pero debajo de la manga portaban el golpe inesperado de la tendencia electoral. Hicieron la fila en completo silencio, fueron los que se decidieron por primera vez a salir y dar vuelta el tablero. Ojo, no se trata sólo de una fila de chicos esperando votar, se trata del fenómeno de miles de jóvenes que están desde el inicio del estallido, generando una demanda nunca antes vista. ¿Y cuál es la demanda en concreto? El cambio al modelo, ni más ni menos.
No me imagino a los de nuestra edad (cuarentones o cuarentonas), teniendo ese objetivo y sostenerlo. Los muchachos de hoy no vivieron 17 años de dictadura, no conocieron los aparatos represivos de la violencia de Estado en la larga noche pinochetista, y quizás por eso, su valentía es inquebrantable. Esos muchachos y muchachas fueron los que invadieron la Plaza de la Dignidad el 25 de octubre, mucho antes de que se dieran los resultados de la votación.
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En la Plaza ellos eran el plato fuerte de la muchedumbre, después organizaciones sociales, grupos de amigos y amigas, movimientos y colectivos culturales, fiesta. Digo fiesta, y quiero recalcarlo. Porque eso es lo que se vivió. Los que se reunieron ese día a celebrar, tenían la seguridad de que iban a ganador mucho antes de saber los resultados. En la Plaza había certeza que esa noche sería celebración.
Toda fiesta que se precie de tal debe tener música, el elemento que hace que los cuerpos ocupen el espacio con el ritmo de su alegría. La Radio Dignidad es el hito, un departamento de un edificio en que sobresale un parlante de no sé cuántos watts que logra abarcar al menos la mitad de la amplitud del radio de la Plaza. Teniendo como platos fuertes: Anita Tijoux, Los Prisioneros y Víctor Jara.
Banderas, lienzos, fuegos artificiales
Petardos que son verdaderas descargas sonoras, añadían a la Plaza, que se iba llenando a medida que las horas transcurrían, los condimentos del triunfo. La encarnación del Apruebo y la morfología de su epicentro.
Otra cosa interesante, cuando uno está en medio de todo aquello, es constatar la aparición de una columna de chicos con escudos y lentes con una formación marcial que prácticamente detienen el tiempo, todo lo que hasta ese momento era euforia, se suspende en el aire, se paraliza, porque la primera línea surca ese espacio abriéndose paso, como si se tratara de las aguas del mar muerto. Con esto quiero decir que hay un respeto casi religioso ante esos chicos, que si bien por ahí han sido calificados como carne de cañón, al verlos caminar en su formación estricta, con la mirada vuelta hacia su interior, da la sensación que estamos ante gladiadores. La valentía se respeta en la Plaza de la Dignidad, no es un juego. Aunque algunos crean que se trata de una energía descontrolada que roza el vandalismo, lo que ahí hay es inteligencia, estrategia, pasión y esperanza.
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La Plaza de la Dignidad es un escenario en que la disolución de las clases sociales se hace realidad. Está la académica de la Cato con su pañuelo y su pancarta y está también el flaco de la esquina de la pobla con su escudo, conviviendo. Y se complementan y cantan juntos, y bailan, y luchan por lo mismo. La segregación de clases, con toda su multifactorialidad salta por los aires, en Dignidad se hace añicos.
El Apruebo demuestra que hay toda una generación que encontró su símil del plebiscito del 88 y que se sienten ajenos a la consigna que estuvo de moda en los 90 con ese “no estoy ni ahí” acuñado por el Chino Ríos, y que incluso llegó a ser número uno del mundo no estando ni ahí con quien se le pusiera por delante. Pero sabemos también el daño del “no estar ni ahí”. El daño consiste en dejarle el país a la elite para que gobierne y haga de este un traje a la medida. Las consecuencias de aquello la estamos pagando hasta el día de hoy.
La Plaza de la Dignidad fue y será por mucho tiempo un escenario simbólico
Las inscripciones en las murallas, las huellas de los enfrentamientos callejeros, son cicatrices o medallas de una confrontación a uno de los sistemas socioeconómicos más crueles y desiguales del mundo. En ese lugar se libra el gallito contra el Estado. El monumento a Baquedano reúne todo eso, simplifica la batalla cultural que se está librando en el fetiche del objeto. Por eso el gobierno se empeña en pintarlo una y otra vez, volviéndolo a sus colores originales, como si con ese bastión que hay que defender, se estuviera disciplinando el gesto y la gesta popular.
Queda claro después del apabullante triunfo del Apruebo que Chile no está polarizado y dividido a la mitad. El 20% de personas del Rechazo, que viven en comunas de privilegio, en otro país, sienten que nada debería cambiar. Les es funcional el sistema tal cual está hasta ahora, porque gracias a ese modelo viven con los estándares de los países más desarrollados del mundo.
Llegó el momento de la sinceridad. El 20% no es el 50% y con eso se están diciendo muchas cosas. Por ejemplo, terminar de una vez con los 2/3 que vetan todas las reformas para pasar a un sistema de mayoría simple. Esperamos que ese 80% se plasme en las fuerzas de la discusión constitucional. En la que tal parece, hay que volver a romper, en la lucha por delimitar la sobrerepresentación de la elite, que insiste una y otra vez en mantener sus privilegios.