“¿Y yo, puedo votar?”: sobre la participación de niñxs y adolescentes en el proceso constituyente
El domingo pasado fue un día histórico y una victoria para la ciudadanía. El plebiscito levantado por el pueblo, e impulsado por las y los estudiantes secundarios durante la revuelta, dejó en evidencia que hoy se reconoce que el modelo económico impuesto por la dictadura no hace más que beneficiar a unos pocos a costa de precarizar la vida del resto.
La revuelta del 18 de octubre inicia con la primera estudiante que saltó el torniquete del metro, pero ya desde el año 2006, con la histórica revolución pingüina que emerge en respuesta a la educación de mercado, es que los y las secundarias nos hacen ver lo necesarias y potentes que son las movilizaciones para alcanzar los cambios estructurales que necesitamos.
A pesar de su evidente protagonismo, convicción y fuerza, las niñas, niños y adolescentes han sido un grupo históricamente excluido de los procesos de transformación política en nuestro país. Lo anterior viene acompañado, sin duda, de una visión adultocéntrica, en la que niñas, niños y adolescentes son objetos de tutela, sin capacidad y autonomía para decidir sobre lo que es mejor para sí.
El adultocentrismo es un sistema de relación social asimétrico y opresivo, tanto así que incluso la relación que la vida adulta establece con las infancias y adolescencias es de propiedad privada, en la que, por ejemplo, sólo por tener la condición de padre o madre de una persona menor de 18 años, se le atribuye el derecho incuestionable a decidir sobre todos los aspectos de la vida de esa persona, sin necesariamente considerar su opinión o participación en esas decisiones.
Esta forma de violencia y opresión también la hemos vivido históricamente las mujeres bajo el sistema de dominación patriarcal, la que ha logrado visibilizarse sólo gracias a la lucha social feminista. Así como suele utilizarse el clásico “no seas niñita” para ofender, también es común utilizar el “no seas infantil” con el mismo fin. La condición de infancia se intersecta además con la condición de género, la que potencia aún más la violencia patriarcal y adultocéntrica.
Durante mi labor como apoderada de mesa el día 25 de octubre, pude observar situaciones en las que personas iban a votar en compañía de sus hijos o hijas. Daré cuenta de una, entre tantas otras. Una mujer se dirige a la mesa en compañía de una niña de aproximadamente siete años. El vocal le explica a la mujer la forma en que debe doblar la papeleta y el procedimiento posterior. En medio de esta explicación, la niña interrumpe con una voz fuerte: “Mamá, ¿y yo, puedo votar?”. El vocal continúa explicando a la mujer, y ella continúa atenta a la explicación, como si la pregunta de la niña fuese invisible y no hubiese significado nada.
El fragmento expuesto permite abrir una reflexión en torno a la inquietud manifiesta de niñeces y adolescencias de ser parte activa de los procesos sociopolíticos que vivimos como país y sociedad. No se trata simplemente de una niña queriendo imitar el acto de sufragio de su mamá. Se trata de que niñas, niñes y niños son parte de la sociedad, y por tanto perciben, sienten y/o comprenden el impacto y las huellas que las transformaciones sociales inter y transgeneracionales introducen en sus espacios familiares, escolares, barriales, entre otros, a la vez que aportan en la construcción sociocultural de los mismos.
La participación ciudadana es un derecho humano, y el derecho de participación, por cierto, está estipulado en la Convención de los Derechos del Niño que Chile ratificó en 1990. Por lo tanto, comprender que niñas, niños y adolescentes son sujetos de derechos, implica reconocer dicho derecho y considerarles en todos los aspectos y asuntos que les afectan, ya sea en los ámbitos familiares, domésticos, escolares, comunitarios y políticos.
Las niñas, niños y adolescentes participan, de hecho, en un sinnúmero de instancias de la vida social y política; por ejemplo, en consejos de curso de sus escuelas, en la toma de decisiones dentro de sus grupos de amistad, desde hace un tiempo participan también en consejos consultivos, participan cuando manifiestan sus ideas y opiniones en casa o en cualquier otro espacio y cuando las cuestionan, y de manera más evidente vemos que participan y sostienen las movilizaciones sociales. Sin embargo, es desde el mundo de la adultez que se niega e incluso se oprime su participación, por ser considerada un aspecto propio de la vida adulta, tanto en el espacio público como en el espacio privado, cotidiano y doméstico. Ejemplo de ello es el clásico “los adultos estamos conversando”, en respuesta a una niña, niño o adolescente que manifiesta interés en ser parte de una conversación. Y los ejemplos son innumerables.
En otras palabras, se oprime y vulnera constantemente el derecho de niñas, niños y adolescentes a participar de la vida social y política. Es importante señalar que los derechos humanos son interdependientes, esto quiere decir que la vulneración de un derecho tendrá impacto sobre otros derechos. El derecho a ser oídos, a dar su opinión y a participar en todas las decisiones que les afecten, suele ser invisibilizado por ser considerado de segunda categoría o de menor relevancia. No obstante, esta comprensión errónea de los derechos humanos de niños, niñas y adolescentes tiene efectos dañinos que se ven reflejados directamente en la relación –muchas veces vulneratoria– que establecemos con ellas y ellos.
Como sociedad, tenemos el desafío de repensar la manera en que construimos nuestros lazos sociales y la forma en que queremos vincularnos con todos y todas las que formamos parte. El proceso constituyente es una oportunidad inédita para lograr una transformación social plurinacional, feminista y transgeneracional, que materialice el reconocimiento de los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes, y de lugar a sus voces que han sostenido nuestro largo camino de lucha.
Es urgente, entonces, abrir espacios políticos de participación ciudadana que reconozcan a las niñeces y adolescencias como ciudadanas y ciudadanos sujetos de derechos, pero que además incorporen mecanismos vinculantes que garanticen su legítimo derecho a la participación social. El horizonte hacia la dignidad que dibujamos tiene que ser con ellas y ellos.