¿Por qué Piñera sigue en La Moneda?
Se ha querido hacer pasar el emblema nacional por un mero simbolismo inocuo, y sin embargo su pregnancia ha de traducirse a cada instante en las relaciones de fuerza que regulan los dispositivos de subjetivación y las técnicas de normalización del orden neoliberal. La hipótesis –por obvia que resulte– es que Piñera sigue siendo el Presidente de la República porque una coraza jurídico-policial se lo permite, evidenciándose con ello la legitimidad que le confiere una legalidad consustancial al uso criminal de la fuerza que el Estado se agencia históricamente, y que ahora nos conmina a reformar.
La energía social desplegada en los últimos meses mediáticamente ha sido clasificada como un “estallido”, fenómeno dialectizable por un acuerdo constitucional, que busca ser apropiado mediante el dispositivo de la representación institucional. Esta anomalía, sin embargo, remite a la excedencia que la intensidad vital pone de manifiesto frente a las categorías del orden que la disminuyen, constriñen y capturan (siguiendo una tesis de Negri) para obtener de la vida orgánica –a la cual pertenece el animal inteligente– la fuente de generación del valor financiero en los procesos de acumulación de capital, ahora extendidos ininterrumpidamente a todas las actividades de la sociedad.
En estas circunstancias es lógico que, cuando menos, la oficina de Piñera hubiese sido ocupada por los manifestantes, expulsándolo de los confines de una sede de gobierno que termina por convertirse en el búnker que refugia a un dictador sin uniforme. Lo que obstaculiza ese ejercicio insurreccional, como sabemos, es el inmenso poderío militar de Carabineros y las Fuerzas Armadas que, en primera y última instancia, develan que, tras la construcción simbólica del orden y sus fetiches, no hay más que imposición, arbitrariedad y castigo.
Que alguien tan sólo intente acercarse a la oficina de ese Presidente para interpelarlo a viva voz (no como hacen los intelectuales cortesanos, parlamentarios domesticados y periodistas obedientes), si hasta un inmigrante peruano fue expulsado del país por tener el coraje de enviarle un correo electrónico a “Su Excelencia”, que se interpretó por la autoridad como una amenaza a la seguridad de él y su familia. Tal es la medida de cordura de este régimen democrático que mata, tortura, mutila, segrega y encarcela en nombre de la paz y el orden público.
Hacer valer la ley es ejercer la fuerza homicida que compone la fisonomía de la razón imperial instituida en la forma Estado. La cuestión de la legitimidad de la que se hace acompañar nos evoca los pasajes del ensayo de Armando Uribe acerca del fantasma de aquella violencia que busca legitimarse en la historia de Chile, comprometiendo un modo de vida que instaura la gestión racial de los cuerpos para disponerlos diferencialmente: la seguridad de unos es a costa del sacrificio de otros.
Haría falta enumerar la violencia estructural, enquistada en la vida cotidiana, para desplazar esa imagen burlona y caricaturesca que proporcionan los consorcios comunicacionales, escenificando desde un encuadre selectivo a grupos de encapuchados lanzando piedras contra los vehículos blindados de la policía o destruyendo semáforos, azuzando el escándalo público y ensayando ahí el pretexto para hacer de la violencia legal el leit motiv del modelo. A fin de cuentas, cierto pensamiento jurídico se precia convenientemente de ingenuo para desviar la mirada cuando se verifica que el derecho no tiene otro fundamento que no sea la violencia, y que de lo contrario termina amordazado en la impotencia de la denuncia moral.
Violencia económica, indudablemente: la de los salarios, las pensiones, el trabajo precarizado y el trabajo doméstico de las mujeres, el transporte público y la vivienda en estado de hacinamiento, los barrios populares acorralados por el narcotráfico y la marginalidad, la devastación de los ecosistemas que compromete la vida de todas las especies que habitan el planeta. En fin. Pero también la violencia impune del lenguaje, la de los medios de comunicación, la de los discursos de la política institucional, que no trepidan en condenar la violencia de las calles para hacerse sujetos de las gramáticas del orden, y silenciar la que compete a las instituciones, al poder judicial, al ejecutivo y al legislativo, la violencia del poder financiero global, de las farmacias, del retail, de la banca, de los supermercados, que dañan la vida de millones de seres humanos.
Es decir, continuum de la violencia sacrificial que hace de toda la normalidad en el capitalismo un campo de batalla, una guerra civil planetaria, como diría Giorgio Agamben. Ciertamente, tomando nota de la tesis de Walter Benjamin, el capital no condena el contenido de la violencia, sino tan sólo su ubicación por fuera del derecho, sistema que asegura la absoluta disponibilidad de los bienes para ser apropiados privativamente: tal es la colusión entre la legalidad y la anomia del mercado que cristaliza y articula la Constitución política de 1980.
Esta parece ser la única explicación plausible para despejar la interrogante de por qué la oficina de Piñera en La Moneda no ha sido ocupada por el pueblo. Pero habría algo más. Ese mismo gobierno que dirige, acusado de violar sistemáticamente los derechos humanos, se ha dispuesto a instalar en el centro de la discusión (sin sonrojarse) la presunta dicotomía entre democracia y violencia. Ahora bien, lo que no deja de ser sorprendente es la incapacidad que la izquierda ha tenido para responder a esa provocación.
Los motivos tal vez son más profundos y puedan remontarse genealógicamente al 11 de septiembre de 1973. La interrupción abrupta del proyecto de la Unidad Popular tendrá repercusiones a nivel mundial. Entre ellas, el efecto de las tesis sobre el “compromiso histórico” reverbera hasta nuestros días, modelando una subjetivación política de la derrota, en esa tentación permanente por los consensos con la Democracia Cristiana, pero que, más allá de los itinerarios históricos que la vieron nacer, viene a dar cuenta de un proceso de subordinación de un amplio sector de la izquierda al aparato estatal (lo único verdaderamente liberal que tiene el sistema político chileno parece ser la izquierda parlamentaria), haciendo de los procedimientos institucionales el lugar privilegiado de la política, hasta negociar “la calle” binariamente como un escenario delictivo o como la escenografía para la presión estética de los movimientos sociales, estimulada por una deriva neopopulista.
Porque aquí el problema no es ya tanto la politicidad indiscutible de la violencia, sino que sobre todo la absurda y ahistórica idealización de la democracia, cuyo desenlace es la verosimilitud elitaria (forjada por el mito de la transición) de su autonomía respecto a las relaciones de fuerza. Ese cruce y esa fricción, es la que exige ser problematizada.