Stange en el espacio público divide, y está bien que así sea
El general director de Carabineros, Mario Rozas, intentó bautizar a la Academia de Ciencias Policiales en honor al general Rodolfo Stange, miembro de la Junta Militar de la dictadura y que, además, actuó como encubridor del secuestro y asesinato de Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada el año 1985. Por cierto, la responsabilidad de Stange es bastante más que eso, ya que bajo su mando funcionarios de carabineros continuaban cometiendo violaciones a los derechos humanos.
Si a Stange lo procesaron, lo acusaron judicialmente, lo sentenciaron o no –argumento esgrimido por sus defensores–, ya no viene mucho al caso, porque lo que se juega aquí no es la verdad jurídica, construida casi en secreto entre las cuatro paredes de los tribunales, gracias a que convenientemente los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura quedaron en el sistema antiguo, de carácter escrito (¿se imaginan el impacto social que tendría ver a los represores frente a los jueces como vimos a Pradenas?). Lo que importa ahora es establecer estándares de convivencia democrática amparados y basados en el respeto por los derechos humanos, que contribuyan a las garantías de no repetición. Así, la imagen de Stange en el espacio público divide, y está bien que así sea.
Algunos, como el director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), lamentan la división que produce la figura del ex general, como si la unidad de la sociedad chilena fuera un fin en sí mismo, o una meta simbólica –como lo era la reconciliación–, que esperan que se produzca sin cumplir las tareas previas que se deben llevar adelante. Una de esas tareas es ejercer una hegemonía cultural orientada a integrar los derechos humanos como valores en y para la sociedad chilena.
Los gobiernos de la postdictadura se han negado sistemáticamente a construir y ejercer esa hegemonía, aplicando una suerte de relativismo valórico en este aspecto fundamental, que se diría es hasta un relativismo jurídico porque, si se defienden los derechos humanos de unos, por otra parte se vulneran los de otros, como ocurre en el Wallmapu.
Si había algo que podían ofrecer los gobiernos integrados por personas que resistieron la dictadura, o que dicen identificarse con la ética de los derechos humanos, era una alternativa de cambio cultural orientada al reconocimiento, respeto y seguridad de un conjunto de garantías que comienzan por los derechos humanos. En esto, sin duda, mucho más ha hecho la ciudadanía organizada, que lucha y promueve derechos fundamentales junto a derechos sociales, culturales y ambientales, a través de un sinnúmero de organizaciones y colectivos a lo largo del país. Sin embargo, la tarea es ardua y demasiado grande para que el efecto de esa acción impacte a la sociedad en su conjunto.
Incluso la creación del INDH ya no da abasto, porque no se une a una política pública de derechos humanos, y a una política pública de memoria al servicio de la anterior, ambas por cierto inexistentes (como ejemplo, revísese en qué situación se encuentra el Plan Nacional de Derechos Humanos presentado por Michelle Bachelet recién dos meses antes de finalizar su último mandato en 2017).
La división que provoca la figura de Stange, y de muchos otros represores, colaboradores y cómplices de la dictadura, sean civiles o uniformados, es la mejor señal de que los llamados a unidad y reconciliación son vacuos cuando no ha habido un esfuerzo por sintonizarnos en el mismo horizonte valórico. Un piso común y compartido donde desplegar las diferencias, sin llegar al aniquilamiento.
En los últimos años, y en especial en los últimos meses (a partir de situaciones específicas como las violaciones a los derechos humanos de miles de manifestantes, la huelga de hambre del machi Celestino Córdova, la situación de migrantes, entre otras), hemos constatado que no sólo hay ignorancia e indiferencia hacia los derechos humanos, sino que un sector de la sociedad directamente los rechaza y no trepida en negarlos, amparado en la libertad de expresión, el pluralismo y la tolerancia democrática. Contra esos grupos y su hegemonía, que en muchos casos se sostiene en medios de comunicación y grupos de poder empresarial e influencia política, ya no sirve acudir sólo a la persuasión. Se trata de generaciones que siguen formándose en el odio y la falsedad histórica, rindiendo homenaje a victimarios y consagrando la escala invertida de valores que promovían los criminales.
Que haya que arrinconar la imagen de los represores a punta de tribunales, como ocurrió hace poco con los retratos del Manuel Contreras en dependencias del Ejército, sólo expresa la desidia del Estado al dejar que sean las propias víctimas las que luchen por el ¡Nunca Más!, cuando esos homenajes nunca debieron permitirse por parte de los ministerios a los que se supone están sujetas las FF.AA. y de Orden.
El intento del general Rozas es una de las tantas expresiones de negacionismo que estamos viviendo y que manifiestan el largo camino que queda por recorrer para acercarnos a las garantías de no repetición, que no se fundan principalmente en la unidad y la reconciliación.