Nuevas formas de morir
Puros números, puras cifras que no se entienden. No sólo porque el método de conteo cambia todos los días (¿qué método toca mañana?, preguntó Paulsen en twitter, lanzando un chiste amargo). ¿Quiénes fueron las miles de personas fallecidas por culpa del famoso virus? ¿Cómo vivían? ¿Dónde? ¿Qué hicieron con su vida? ¿Qué adhesiones tuvieron? ¿Qué vicios? Para eso están las estadísticas, para borrarlas majadera y sistemáticamente. Sólo sabemos que pertenecían a ese grupo humano (al “grupo Covid”) que incluye en su mayoría a los vulnerables: los viejos, los pobres y los que tienen enfermedades de base. Como sucede con toda catástrofe: tremenda novedad. Pero sabemos también que, como el virus nunca se volvió “buena persona” (ni tampoco el ex ministro que acuñó la célebre frase), si al bicho le da la gana puede eliminar a cualquiera que se cruce en su camino. Aunque seas rico, y joven, y sano. Y si no eres del grupo predilecto, pero tampoco calzas con la excepción, no te preocupes: igual eres candidato.
Por mientras que intentas entender todo este embrollo, la gente se está muriendo sin nombre ni cara: nada sabemos sobre ellos. Ninguna imagen. En mi cabeza de cuarentena tengo imágenes de panes amasados y otras hazañas culinarias. Tengo imágenes –vagas, porque la tele falta– de los matinales. Pantallazos de noticias. Y cifras, y cifras. Y es que si no supimos antes quienes eran esos otros invisibles, pues menos lo sabremos ahora, sin funerales.
A quién no le pasó alguna vez ir a un funeral y recién ahí enterarse de quién era el muerto. En el rito de despedida los seres queridos leían cartas donde nos enterábamos de que el finado vivía en el Santiago centro, que le gustaba la piscola, que era mal genio, que no se perdía los partidos del Colo Colo y que escuchaba a Raphael. En esos ritos funerarios llorábamos, nos abrazábamos y algunos –debo decir que evité siempre ese gesto– se acercaban al muerto, cuyo ataúd dejaba su cara visible bajo un vidrio. A esos funerales no sólo llegaba la familia y los más cercanos. Si se trataba de alguien que hubiese tenido mucho roce con gente distinta, llegaban personas que no se conocían entre ellas: amantes, hijos huachos, socios efímeros, que se saludaban con cierta sospecha, como diciendo ¿y éste de adónde salió? Pero gracias al muerto todos terminaban compartiendo la escena de despedida, algunos se hacían amigos borrachos en un bar hasta altas horas, tras haberse confesado lo inconfesable. Hasta hubo amores que se gestaron en funerales.
Mucha gente tuvo que morirse para hacerse conocidos. Uno de esos fue Pedro Lemebel, por poner un ejemplo. Fue en el rito de su partida, en la estela de su huida, donde leí su historia. Allí se me apareció la imagen completa: post mortem. En las conversaciones, en los comentarios, en la pelea por quién llevaba el cajón, en las cosas que sucedieron después. Ahí campeaba su figura. Podían leerse allí también los días previos a su muerte. Las visitas a la casa, las comidas póstumas, las salidas al hospital, las convalecencias, los momentos en que uno y otro estuvo, cuando Alguien lo llevó de urgencia, Alguien preparó un pescado, Alguien le tomó la fiebre, Alguien lo acostó en la cama. Con Alguien habló antes de morir.
Ahora todo esto se disuelve en los informes diarios que nos entregan, día tras día, por la insistente cadena nacional. Nada sabemos sobre las personas, ni menos sobre sus experiencias previas a la muerte: no hay testigos. Tal vez le dijo algo a un enfermero, no lo sabemos. Y si murió en su casa, tal vez intentó una llamada telefónica.
En tiempos de aislamiento, se agoniza y se muere solo. Y como el show debe continuar, ya se están masificando los funerales on line. Ya varias personas han contado que se les murió un familiar estando en otra ciudad. Pudieron asistir 10 personas, como máximo, y se emitió una misa del funeral por Zoom, para el resto. “Es extrañísimo. Es como ver una película. Ves un entierro, todos con mascarilla, y reconoces a algunas personas que están ahí, a otras no. Todas mantienen la distancia social, no hablan, no se abrazan, están de pie, así, separadas”, contaba una amiga a quien se le murió la abuela.
Los funerales por Zoom, los entierros tardíos (porque el cadáver, tras ser encontrado, antes pasó por el Instituto Médico Legal) y las despedidas virtuales han sustituido a los abrazos, los intercambios de anécdotas, los cuerpos, las vigilias , las declamaciones y los carretes tristes. La desoladora alternativa es el duelo on-line.
En medio de esta muerte anunciada, somos más conscientes del dolor que acarrea la pérdida de alguien querido, pero menos capaces de ayudar a superarlo: parece que este ritual on-line no es suficiente. Entre tanto, las funerarias se ponen al día. Si uno busca en Google, se encuentra con una serie de ofertas funerarias que garantizan máxima protección: retirar el cuerpo herméticamente sellado, prometen trasladarlo completamente solo, sin nadie. Y las más sofisticadas permiten que se suba un perfil del muerto a la web. Así es por ejemplo la funeraria del Hogar de Cristo, que además de un servicio estándar, ofrece un pack Especial y otro Súper Especial, que incluye misa y obituario.
También han salido videojuegos para el luto post apocalíptico. Sí. Hay uno que se llama Animal Crossing:New Horizons, donde el creador hizo una tumba virtual para visitarla en honor a sus abuelos.
Nuevas formas de morir.