El abuso infantil y el hacinamiento
El dolor ocasionado tanto en niños como en niñas, al ser abusados, no tiene diferencias en el daño, sin embargo, quiero detenerme en ellas, las menores de edad.
Las mujeres arrastramos siglos de ser consideradas un objeto de uso y de administración del poder masculino. La cultura universal le ha destinado al cuerpo femenino una función desde que apareció sobre la faz de la tierra, su existencia se consagra a la reproducción de la especie, bajo el mandato masculino. Él es quien generó las leyes y las reglas, trazó y determinó las instrucciones destinadas a ellas, sin jamás preguntarles. Es así como todas las sociedades desarrollaron la idea del poder “natural” que el hombre debía ejercer sobre la hija, la madre, la esposa. Una condición incrustada en el ADN de la especie humana. Aceptada por las mismas mujeres, perpetuada por ellas en una subestimación de sí mismas que comenzaba desde su nacimiento, continuaba en una educación de sumisión y terminaba en matrimonios, donde se pasaba del dominio paterno al marital. Carecían de todos los derechos, ni siquiera eran ciudadanas y su opinión no era válida legalmente ni podía decidir sobre sus hijos. Vivía o moría, según lo dictaba la sociedad patriarcal.
Esto existió hasta el siglo pasado, no estamos hablando de la Edad Media. En Chile, hace menos de cien años, el adulterio femenino era condenado con cárcel y el hombre no era responsable; al contrario, era la mujer la culpable que ese hombre haya tenido que buscar en otra parte, bastaba argumentar que ella no cumplió con los deberes conyugales.
Y si nos apuramos, en el país vecino, Argentina, hace pocos meses un fiscal dejó libre a un grupo de violadores con sólo cambiar una frase y la violación pasó a ser un “desahogo sexual”.
La mujer violada pasó de víctima a culpable. También es posible anular el delito, haciendo referencia a su capacidad de resistencia, ya que si ella “puso las piernas en V” es porque no se defendió bien, o sea, consintió.
La jerga legal al servicio del dominio masculino. Y sucede hoy, en pleno siglo XXI.
¿Qué pasa entonces en el hacinamiento, cuándo el victimario es el tío, el hermano, el padre? Cuando las condiciones de vida permiten desde el abuso hasta la violación. Hay rabia acumulada y esa niñita está ahí, al alcance de la mano. Duermen en la misma cama, poco cuesta manosearla o acercar su cuerpo pequeño y refregarse. Total, la pequeña se queda calladita, no dice nada.
La niñita está aterrada, porque si de algo está segura es que ella tiene la culpa. El hombre es grande y le dice que no se preocupe, es tan linda que no puede aguantar tocarla, y que es un secreto de ambos; ella no puede contarle a nadie, porque la van a retar, se van a enojar mucho, hasta le pueden pegar.
Crecerá con algo oculto, que se agrandará en su interior como una bola de nieve o de tierra podrida. A más edad, mayor será su conciencia corporal y vivirá con la certeza interna de que su cuerpo fue el causante de esa sensación de asco que siente de sí misma. Ese cuerpo le incomoda, no le pertenece, ya fue invadido por otro y apreciarlo como parte de sí misma es reconocer su responsabilidad en ese hecho repulsivo. Crece fragmentada, con su vida dividida en un antes y un después. Si nunca logra reunir las piezas en un todo amable y querible, la inseguridad y la mala autoestima la acompañaran por siempre.
El daño del abuso en una niña, deja huellas que definen su vida. Una violación la puede llevar al suicidio porque le resulta insoportable vivir cada día; algo está roto en ella y la muerte puede acallar lo que su entorno ha sido incapaz de sanar.
El año pasado miles de mujeres salimos a gritar contra el patriarcado violador, y descubrimos que, en un grupo de cinco, al menos tres levantaban la mano confesando un abuso. Amigas de toda la vida habían escondido muy adentro ese secreto maldito. ¡Un regimiento de mujeres dañadas! No es raro, entonces, que ellas sean la mayor cifra de depresiones que acusa la salud pública y que sean las principales consumidoras de sicotrópicos, para mantenerse sedadas y poder seguir adelante, perpetuando el silencio.
Las llamadas de violencia doméstica aumentaron con la pandemia… ¡Cuántas de nuestras niñas están siendo abusadas! No es una pregunta, es una angustia que aprieta el pecho, porque estamos pendientes de muchas cosas, la salud, morir o vivir. ¿Estamos conscientes de nuestras pequeñas?
Ya hemos fallado, no ha habido cuidado y protección a tiempo, ni siquiera en los centros destinados a eso. Al contrario, al igual que en colegios religiosos, se han convertido en antros de depravación y vergüenza. Las menores en Chile continúan abandonadas a su suerte, desde el momento en que lograr justicia es una lucha brutal y humillante, porque el delito es silencioso e invisible, difícil de probar y, sobre todo, vergonzoso.
El sistema continúa desprotegiendo a la menor, que después de una violación llega a un centro público de salud pidiendo un aborto, con el respaldo de una ley. Sin embargo, aparece el médico que alude a la “objeción de conciencia”, jugando al compra-huevo, vaya a la otra esquina a mendigar sus derechos, porque aquí mi comunidad no lo permite.
Que mañana se las arregle sola para explicar esa paternidad donde el abuelo también es el padre. Yo voy a misa tranquilo, el culpable no soy yo. Puede darlo en adopción. Aunque la menor todavía juega al luche y a la pinta, igual está capacitada para asumir el papel de un receptáculo maternal, de una fabricante de niños, como hace siglos, cuando nos usaban para reproducir la especie.
En plena pandemia, no olvidemos que puede haber una generación de menores quebrantadas que necesitarán de nosotrxs y que deberemos hurgar en sus silencios, ayudarlas a sanar.