Por una construcción inclusiva de los territorios post-pandemia
Las pestes en Europa fueron uno de los fenómenos que impulsaron que las ciudades medievales se convirtieran en ciudades modernas. Junto con los procesos socio-políticos y económicos, un hito en esta dinámica fue la construcción de los sistemas modernos de alcantarillado, que canalizaban y alejaban del contacto de las personas –y de su vista y olfato- los riachuelos de agua contaminada y líquidos de desechos que antes fluían libremente por las calles, siendo caldo de cultivo de las ratas y de las infecciones. Su puesta en operación redujo notablemente la prevalencia de las muertes por pestes, tubercolosis y cólera. El ejemplo de Londres de mediados del s. XIX indica que ingenieros civiles y urbanistas tuvieron en ello un rol tan importante como el de los médicos (Sennett, 2019). La lección es que desde distintas disciplinas y oficios se pueden abordar de mejor manera las emergencias.
Desde el movimiento higienista se impulsaron reformas urbanas con significativas consecuencias sociales (por ejemplo, construcción de viviendas y escuelas con estándares sobre luz, aire, agua), que fueron en beneficio de la salud, pero que como contrapunto, abrieron espacios para la profundización de las medidas de control de la autoridad sobre las personas y sobre los cuerpos, en perjuicio de la libertad (como nos recuerda la Biopolítica de Foucault). En este dilema probablemente influya qué tan igualitaria es la sociedad y qué espacios de deliberación colectiva existen para participar en la definición de esas medidas y darles legitimidad (y en consecuencia, aceptarlas y respetarlas).
Las aglomeraciones, el hacinamiento, las largas jornadas de trabajo y los transportes atestados, tanto antes como hoy, no sólo son terreno fértil para el contagio de virus y enfermedades letales como el COVID-19, sino que para la pérdida integral de calidad de vida; y si esto ocurre en contextos de alta desigualdad social (es decir, muchos sí deben ir en transporte lleno a trabajar largas jornadas, para regresar a vivir hacinados y otros pocos pueden ir en helicóptero a su segunda vivienda en la playa), es una razón más para la fractura social. La desigualdad aguda mata, con pandemias virales lo hace de manera fulminante, pero sin ellas, lo hace poco a poco y todos los días por precarización de la vida y deterioro de los derechos sociales.
En los territorios, las ciudades no son sólo calles, edificios y plazas (el espacio físico), sino que también y esencialmente, personas y comunidades que habitan e interactúan en el espacio, transformándolo con sus prácticas, pero también, muchas veces, simplemente adaptándose a lo que la ciudad “les ofrece”; oferta que es muy inequitativa en Chile y América Latina. Y más allá de las urbes, también hay desigualdad. En las zonas rurales no hay aglomeración, no, pero tampoco hay hospitales de alta complejidad; no hay estaciones abarrotadas, pero hay pocos medios de transporte. Y las ciudades intermedias, que dan vida a una forma de habitar a medio camino entre la urbe y el campo, cuentan con más servicios, pero crecen inorgánicamente y con muchos déficit.
Hoy, la emergencia del COVID-19 no es solamente una catástrofe sanitaria, sino que también puede ser una oportunidad, como otras veces en la historia, para repensar nuestras formas de vida individuales y sociales. Eso va desde el modelo de capitalismo y de democracia que enmarca nuestra existencia cotidiana, hasta la forma en que habitamos nuestros territorios colectivamente. El Proceso Constituyente iniciado en Chile después del 18/O –y en estado de latencia debido a la emergencia sanitaria- ofrece un marco de posibilidad para abordar ese repensar y transformar nuestra sociedad.
Por un lado, en tiempos de pandemia, no puede estar todo el peso puesto en los epidemiólogos y profesionales de la salud; las consecuencias sociales del virus exigen aportes múltiples y un diálogo abierto y colaborativo desde las distintas disciplinas sociales y humanas (y que las autoridades basen sus decisiones en este conjunto de saberes). Por otro, hay que pensar la sociedad y los territorios con sus habitantes; no sólo desde las autoridades y los expertos, sino que con los ciudadanos, pues en ellos está la posibilidad real de los cambios.