¿Una nueva normalidad?

¿Una nueva normalidad?

Por: Carlos Durán Migliardi | 22.04.2020
Mientras el gobierno y un sector importante del mundo político lamentaban nostálgicamente la pérdida de aquella anhelada normalidad, y ad portas de un proceso constituyente cuyo hito plebiscitario fue desplazado, la pandemia vino a instalar una cuota no menor de incertidumbre a la deriva de este proceso disruptivo iniciado el 18 de octubre. Como si el tiempo de la protesta y la impugnación se hubieran detenido, la agenda noticiosa, política y social giró a la amenaza del COVID-19, una amenaza cuyas dimensiones y efectos para la realidad chilena aún están por verse, pero que sin duda producirán una alteración radical de la agenda de preocupaciones sociales de aquí a un buen tiempo.

"No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema”. Desde el 18 de octubre, esta frase fue muchas veces repetida y pintada en las paredes de muchas ciudades de Chile. Expresaba de modo sintético un diagnóstico que, a lo largo de las jornadas de protesta social, se iba convirtiendo casi en una cuestión de sentido común: la “normalidad” de las últimas tres décadas chilenas se había construido sobre la base de la naturalización de la mercantilización y privatización de la vida como único futuro posible.

En efecto, las múltiples manifestaciones de protesta social vividas durante estos últimos meses en Chile se dirigieron en contradicción con la valoración de una normalidad que, para las millones de personas que salieron a las calles, era precisamente lo que había que superar: la  normalidad de un país fundado en la premisa de la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas; de un Chile cuyo PIB crecía con la velocidad de la distancia entre sus élites y las mayorías; la normalidad de la connivencia entre el dinero y la política y la persistencia de la privatización de derechos sociales y su conversión en bienes administrados privadamente. Esa normalidad, anunciaba la consigna, no podía volver a ser naturalizada y ser concebida como el único mundo posible.

Mientras el gobierno y un sector importante del mundo político lamentaban nostálgicamente la pérdida de aquella anhelada normalidad, y ad portas de un proceso constituyente cuyo hito plebiscitario fue desplazado, la pandemia vino a instalar una cuota no menor de incertidumbre a la deriva de este proceso disruptivo iniciado el 18 de octubre. Como si el tiempo de la protesta y la impugnación se hubieran detenido, la agenda noticiosa, política y social giró a la amenaza del COVID-19, una amenaza cuyas dimensiones y efectos para la realidad chilena aún están por verse, pero que sin duda producirán una alteración radical de la agenda de preocupaciones sociales de aquí a un buen tiempo.

Frente a este escenario, resulta llamativa la forma en que el gobierno se ha visto seducido por la esperanza de una suspensión del ciclo abierto en octubre. Como si esta suspensión radical de la normalidad ocasionada por el virus viniera a poner fin a la a-normalidad de la protesta y la rebelión, volviendo a poner las cosas en su lugar.

Ya lo dijo un Senador oficialista: “Eso de que había que hacer Chile de nuevo, cayó por su propio peso con la pandemia y creo que eso da una fuerza institucional muy poderosa”. Y es que, al igual como otro parlamentario que celebraba la pintura sigilosamente aplicada sobre el busto del General Baquedano, la a-normalidad generada por el coronavirus vino a reflotar la idea de que “Aquí no se tiene que cambiar nada”, tal y como sentenciaba el mismo Senador.

Es así como, volviendo una y otra vez a su desgastada retórica de la urgencia y la eficiencia e intentando por enésima vez construir la idea de un “enemigo implacable y poderoso que no le teme a nada ni a nadie”, la administración piñerista ha buscado por todos los medios posibles convertir la pandemia en su -¡vaya paradoja!- tabla política de salvación. Resignificando la imagen de la “primera línea” y celebrando la “normalización” del entorno metropolitano como si de una limpieza viral se tratara, se ha ido buscando construir la idea del retorno a una “nueva normalidad” aséptica y ordenada.

Quizás encandilado por la tentación de volver a sus buenos y viejos tiempos, el gobierno se ha apresurado en marcar el camino de una “nueva normalidad” que, sospechosamente, se parece mucho a la utopía de un lugar en el cual las jerarquías, las localizaciones y las distribuciones ordenadas evitan el desorden y la disrupción. Una nueva normalidad en la que la amenaza del Coronavirus lograría producir, por fin, la disolución de la energía rebelde y la voluntad constituyente activada hace seis meses.

Efectivamente, las cosas no volverán a ser las mismas, pero el nuevo Chile que emergerá de esta crisis aun es una incógnita. Mientras la “nueva normalidad” ofrecida por el oficialismo tenga mucho de la “vieja normalidad” previa al 18-O, resulta difícil anticipar que las expectativas de la administración piñerista puedan cumplirse. Porque una cosa es cierta: la vieja normalidad previa al 18 de octubre sigue siendo el problema.