La cabeza decapitada de la filosofía: Una conversación con Pablo Oyarzún
Oyarzún ha escrito libros cruciales, que marcaron un antes y un después en las relaciones entre estética, poética y filosofía. Ha traducido una enorme cantidad de libros y artículos –de Celan a Kafka, de Swift a Benjamin– y ha formado a varias generaciones de filósofas y filósofos que ocupan hoy un lugar central en el campo del pensamiento. Suele recibir los elogios que se le dirigen y los innumerables libros que lo refieren como si estuvieran dedicados a otros, y se da el lujo de definirse a sí mismo como un diletante al interior de un canon que maneja con más sofisticación que nadie.
-Existía esta frase, ¿te acuerdas?, nos tocó, como a todos, una mala época en la que vivir. ¿Cómo ves el asunto?
-No sé, me ha costado mucho decir algo. Siento que estamos en tierra de nadie (por mucho que sepamos más o menos por quiénes está ocupada), sumidos en una total incertidumbre. Es extraño. Aunque igual se genera esta sensación de que habitamos en este instante un lugar desconocido, pero que no es del todo infamiliar tampoco. Y tienes razón: los tiempos que nos tocaron…
-A ti con distintas planicies
-Sí, porque nos tocó primero una época promisoria, los sesenta, recuperarse de la Segunda Guerra era cosa del pasado ya lejano y los procesos sociales vivían una expansión emancipatoria; la dictadura después y, a continuación, ese período tan complejo y ambiguo que es el de una democracia constreñida, muy limitada. Y cuando tras varios amagues de levantamientos y legítimos reclamos de derechos colectivos asomó por fin el estallido social, donde recuperamos una fuerza que preparaba su despliegue para el regreso de vacaciones, nos llega esta pandemia. Se trata de un episodio gigante, monumental, que me tuvo durante todas estas semanas leyendo una cosa y otra sin que tuviera a la vez mucho que escribir. Consideré que era mejor prestar más bien atención, escuchar, tratar de no reaccionar de inmediato, porque cuando reaccionas de inmediato tiendes a hacerlo desde lo que ya sabes, en circunstancias en las que este asunto trata precisamente de lo que no sabemos.
-Y en un contexto así cada una de las teorías que van asomando dan la impresión de oscurecer más el panorama de lo que lo aclaran. ¿Qué te han parecido las declaraciones de filósofos como Agamben, Nancy, Zizek o Han?
-Me incomodaron; comenzaron a hablar como si todo el mundo estuviera esperando que dijeran algo, y creo que se precipitaron un poco. Porque el problema que tenemos hoy es que la actual situación del mundo exige pensar muy en grande. Tenemos un contexto en el que la totalidad se escapa, se desplaza, se mueve, y sobre el que no hay muchas hipótesis que levantar.
-De hecho, hay básicamente dos, cuyos polos recorremos una y otra vez de ida y vuelta: que todo esto es efecto de un plan macabro modelado por grandes poderes abstractos y que esta pandemia es realmente muy seria y debemos quedarnos en casa. Son extremos demasiado abruptos.
-He sentido de todos modos con mucha fuerza que estamos ante el fin de un gran ciclo, que ahora sí, después de tantos anuncios de fines y pos y neos y yo qué sé. Es un ciclo final, de enorme envergadura y cuyas estribaciones no alcanzamos a ver ni vamos a vivir. Un factor crucial que parece no ser ya viable es justamente el del contrato social. Me atrevería a decir que es esto lo que marca ahora el fin de lo moderno. Porque el contrato social me parece que es el gran invento de lo moderno, a pesar de que en realidad lo precede y por lo tanto lo constituye, el invento con el cual lo moderno se inventa a sí mismo económica, política y socialmente. Si le vamos a creer a Hobbes (y no veo por qué no), el contrato surge de una suspensión de las pasiones propias de la máquina deseante que somos, provocada por la pasión del miedo, que permite atender a la razón y su consejo prudencial de hacer las paces e instituir a un soberano que garantice la seguridad de todos de ahí en adelante. Pero entonces la pasión, si se quiere, es más originaria que la razón, lo que significa que lo que está en la base de este contrato social es un elemento no racional, prerracional, mejor dicho. Precisamente en el momento en que ya no fue posible establecer el lazo social mediante principios racionales, ese elemento cumplió sustitutivamente la función apelando a su originariedad: es el éxtasis pasional de la masa, el fascismo. O sea que el fascismo es de alguna manera el primer indicio del fin de lo moderno, ¿no? Lo ha sucedido otro éxtasis, el del mercado global.
-Es cierto, de algún modo Hobbes había empleado la figura del pacto como un instrumento no democrático al servicio de algo que resultaría supuestamente democrático, y esto tuvo que ver con articular el temor, con hacer que en lugar de que nos temiésemos unos a otros lográramos temerle todos y todas a una sola cosa, el leviatán, el Estado, etc. Mientras que ahora, tal como sugieres, estamos viviendo la época de la desarticulación de los miedos. Por eso es tan difícil pensar las perversiones, pues en la medida en que nadie se echa de menos a sí mismo, en el contrato que hace con los otros la neurosis se difumina y las perversiones desaparecen, puesto que en realidad todos podemos ser un poco perversos.
-Sí, hay una descomposición profunda de los mecanismos que te permitían sostener contractualmente los lazos con los otros. Además, este es un golpe muy fuerte al mercado, no en el sentido de lo que menciona Zizek (que de los mencionados es el que mejor me cae, dicho sea de paso, porque se enoja mucho, se enrabia, y eso me divierte), sino en el de un ataque de imprevisibles consecuencias a este órgano hegemónico de socialización.
-Se esbozó alguna vez la tesis de que el liberalismo no se podía permitir una teoría moral sobre la sociedad porque confiaba ese rol a la mano invisible del mercado, pero que a la vez vivía introduciendo formas secretas de integración porque sabía perfectamente bien que el mercado en el fondo no las garantizaba. Esto significa que quizá un catastrofista como Max Weber fue en realidad el primer liberal consecuente.
-Claro, aunque esto no quita que el capitalismo vuelva con una violencia gigantesca a ocupar de nuevo todo el espacio. No hay que olvidar que la puesta en marcha del neoliberalismo en Chile fue remecida por la crisis económica del 82, del 83, y que en esas circunstancias los mismos detractores del Estado se dieron cuenta de que del Estado no podíamos desprendernos completamente. Sucedió eso, ¿no? Pinochet entendió que en una situación de emergencia o de excepción había que recurrir al Estado para recomponer el panorama que estaba descompuesto, es decir, para rescatar al sistema financiero. Y creo que esa es la amenaza que enfrentamos también hoy, porque el Estado está siendo muy fuerte, incluso en este país, por ahora respecto de las personas y las poblaciones, en términos de control, pero sin que podamos descartar que lo sea también respecto del capital, con función de salvataje. No nos consta que no vayan a aparecer facultades excepcionales para rescatar a las grandes empresas.
-De hecho, ya está ocurriendo.
-Sí, pero es un lío, porque a la vez tienes casos intermedios, como el de Brasil, donde a Bolsonaro acaban de darle un pequeño golpe por querer remover al ministro de Salud. No se puede matar a la gente a título de sostener la economía.
-Sí, no queda bien
-(risas). Y esto significa que estamos más que nunca en una situación flotante, extraña. Diana Aurenque, que trabaja de una manera brillante con los anudamientos entre la filosofía y la medicina, escribió un gran documento en torno a cuáles van a ser por ejemplo los criterios éticos a la hora de tomar decisiones tan cruciales como las que debe enfrentar la salud. ¿Con qué criterios se va a decidir quiénes quedan en lista de espera y quiénes no? ¿A quién se le asigna “la última cama” o a quién se retira del último ventilador para salvar a alguien con mejores perspectivas de sobrevida?
-Son temas como estos los que en general han pasado por alto los filósofos a los que te referías, generando a la vez un debate en el que la filosofía se vio por momentos reducida a una especie de opinología.
-Comparto, ha sucedido eso. Y coincido con lo de la opinología, que no es lo mismo que la opinión, que es algo muy noble, sin ir más lejos porque hoy es lo que tenemos frente a la situación en la que vivimos. Evidentemente, no hay episteme. Y contamos con la doxa, con la opinión, que son las formas a las que se apela a la hora de orientarse en el mundo por medio de la experiencia. Eso no me parece mal. Pero a la vez necesitamos de una prudencia, porque no sirve de nada empezar a aplicar cosas que ya me sé: de ese modo voy a terminar por no entender nada. Pienso que a diferencia de la opinión, la opinología tiene la dificultad de estar marcada por el apremio, del tipo parece que es necesario que diga algo así que lo voy a decir. Y ahí es donde yo prefiero volver a los conceptos antiguos, como el del clinamen, que implica una desviación radical del curso histórico.
-¿Esa es tu impresión?
-Sí, la de que estamos frente a la inminencia de una nueva serie causal, o frente a varias nuevas series causales, sin que sepamos cuál va a ser la dominante. Ese momento es muy decisivo, y tiene que ver con lo que dice Lucrecio cuando remite el clinamen a un tiempo indeterminado y un lugar indeterminado. En eso estamos. Y debemos tratar de pensar a partir de eso sin dejarnos llevar por algo que resulta fatal para la filosofía y que es la cuestión de la urgencia. No estoy diciendo que la filosofía no deba hacerse cargo de la urgencia, estoy diciendo que tratar la urgencia significa para la filosofía tomarse un poquito de tiempo. Necesitas de ese tiempo sí o sí para experimentar en términos reales la urgencia.
-A propósito de la urgencia, ¿cómo tratas estos asuntos en el pregrado?, ¿cómo ves a las estudiantes y los estudiantes más jóvenes?
-Estoy feliz con la experiencia del pregrado, al que he vuelto después de tanto tiempo, casi diez años. Me ha hecho muy bien encontrarme con gente tan joven; son personas tremendamente dispuestas, muy abiertas, y yo he tenido el desparpajo de someterlos a cosas que probablemente jamás habían visto, que en algunos casos ni siquiera conocían de nombre. Y sin embargo, ingresan a estos problemas con una enorme facilidad. Paula Arrieta, nuestra jefa de carrera en la Facultad de Artes, me pidió por ahí por octubre un título para mi seminario, yo estaba lleno de cosas e improvisé uno básico pero supuestamente aterrizado: Conceptos para pensar lo que pasa (risas).
-¿Y cuáles son para ti esos conceptos en términos filosóficos?
-No lo sé bien, pero te diría que el de un cierto cruce entre causalidad y contingencia, un cruce radical, absoluto. Así que voy a esos conceptos, que para mí son los únicos que ha inventado realmente la filosofía. Se trata de lo que sucede cuando llegamos a una situación realmente crítica y las teorías, como ha sucedido una y mil veces, no funcionan. Entonces ahí pienso que hay que recurrir a conceptos como el de clinamen, de los epicúreos, la ocasión, propuesto sistemáticamente por primera vez por Al-Gazhali, que es una noción curiosamente teológica, en el sentido de que remite a un dios que interviene en todo momento y que por lo tanto es pura contingencia, y por supuesto: el conato.
-Los tres tienen una cierta carga experimental
-Claro, porque cuando llegas a ese momento en el que la teoría logró en apariencia resolverlo todo, pero le quedó un detalle que no, todo se viene abajo y entras en una situación crítica en la que tienes que inventar algo. Y ahí esos conceptos son claves, porque piensan lo inconceptual. Por un lado hay que tornar inteligible algunas cuestiones, pero por el otro no alcanzas a ser testigo, como no lo estamos siendo ahora, de las conexiones causales entre un hecho y otro, y todo esto tiene algo de fascinante. Es como una cabeza decapitada: una vez que se la decapita, no hay cómo seguir conversando con ella. Me hace acordar a aquella escena de Aguirre, la ira de Dios, donde estaba esa cabeza a la que decapitaban y seguía hablando (risas).
-¿Quién sabe, Pablo? A lo mejor hoy toda la filosofía es eso
-Yo creo (risas).