El triple shock: Coronavirus, el despertar del pueblo y la depresión mundial
Chile se ve enfrentado a un panorama como nunca se había vivido, por lo menos en 80 años. Estos tres fenómenos, la crisis sanitaria interna, la posible depresión mundial y las justas demandas sociales que han sido postergadas por mucho tiempo, que lo podríamos llamar una crisis sanitaria-social, constituyen un impacto simultáneo que pocas veces ha sido visto en la historia.
A esto se suma un gobierno que, si bien se puede pensar que haya hecho un esfuerzo para contener la crisis sanitaria, ya por muchos meses había mostrado una incapacidad abismante para responder a las demandas sociales. Eso ha acrecentado un ambiente en la ciudadanía que difícilmente se presta para la cooperación necesaria para enfrentar una crisis de esta envergadura. Sobre todo por la percepción de que esta crisis ha sido, por lo menos en parte, exacerbada en Chile precisamente por la falta de responsabilidad de los grupos más privilegiados del país, quienes con sus viajes a latitudes muy distantes han sido directos transmisores del COVID-19, y han mostrado una vez más una gran falta de responsabilidad social al no respetar cuarentenas, usar esta funesta ocasión para vacacionar en lugares aun no contaminados, y obligar a su servidumbre a viajar diariamente hacia el centro mismo de la contaminación viral, que es el “barrio alto”.
Por otra parte, el gobierno, que había tratado de calmar las fuertes demandas por justicia y equidad social de la ciudadanía con medidas cosméticas, sin prácticamente tocar los gigantescos intereses económicos del pequeño grupo de elite, ahora se embarca en un plan mucho más masivo para rescatar a la economía.
Mientras las demandas sociales fueron respondidas con un magro plan económico (dos mil millones de dólares, equivalentes al 0,9 por ciento del Producto Interno Bruto, PIB), la emergencia sanitaria fue tomada más en serio, desplegando un plan de ayuda económica de casi doce mil millones de dólares (alrededor del 6 por ciento del PIB). Aunque es un esfuerzo muy significativo, debe compararse con niveles relativos mucho mayores de alrededor de 10 a 12 por ciento del PIB en países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). España, por ejemplo, ha diseñado un plan equivalente casi al 20% del PIB y el Congreso de EE. UU recientemente ha aprobado un gasto fiscal de mas de 10% del PIB.
Un aspecto que resalta también es la casi nula ayuda a los sectores auto empleados, que son probablemente quienes están sufriendo las peores consecuencias de la crisis sanitario-social. Es en estos sectores donde se concentra una gran parte de la pobreza y, sobre todo la vulnerabilidad social, que precisamente pone su subsistencia más en peligro en una crisis. Una gran parte de la ayuda va a las llamadas PYMES (grupo que incluye muchas empresas que en realidad son de propiedad de las elites y que son bastante más grandes de lo que normalmente se consideran pequeñas) y a los empleados asalariados.
El plan de emergencia actual también tiene un alto grado de ambigüedad sobre el apoyo que realmente les otorgará el Estado a las grandes empresas, que tradicionalmente han sido de los amos de la derecha chilena. Recordemos los ingentes esfuerzos hechos por este Gobierno para regalarle a los grandes empresarios, de manera gratuita e injustificada, casi mil millones de dólares hace menos de un año, con una escandalosa reforma tributaria que se frustró solamente gracias a la revuelta social. Hay, por lo tanto, razones para sospechar que una gran parte de los recursos va a ir -posiblemente disfrazada- a beneficiar, una vez más, a los grandes empresarios en detrimento de la ayuda a los trabajadores y a las que verdaderamente son pequeñas empresas.
¿Cómo se financia todo esto? Tal como el plan social. Este enorme esfuerzo se intenta financiar con mayor endeudamiento público y vía la reducción de los relativamente modestos fondos soberanos del país. Ni siquiera una mínima proporción del financiamiento va a provenir de las cien o doscientas inmensas fortunas personales de ese pequeño grupo privilegiado, que se ha beneficiado de manera increíble por tantos años a costas de explotar sus grandes poderes monopólicos y de extraer gratuitamente las riquezas naturales que pertenecen a todo el país.
Solamente a las empresas privadas del cobre en una década reciente, de 2005 a 2015, se les permitió llevarse gratuitamente 120 mil millones de dólares. Si nuestros gobiernos hubiesen tenido el mínimo coraje para cobrar los royalties que otros países normalmente exigen a las empresas explotadoras de recursos naturales -como, por ejemplo, Noruega que obtuvo en el mismo periodo 800 mil millones de dólares de la explotación petrolera-, hoy día tendríamos fondos soberanos de más de 100 mil millones de dólares comparados con los escuálidos 16 mil millones que poseemos en la actualidad.
Tratar de financiar los enormes gastos fiscales que se necesitan ahora, solo con fondos soberanos y mayor endeudamiento, es peligroso porque nuestra situación financiera como país es más bien débil, sobre todo en vista de la crisis mundial que se avecina, la baja del precio del cobre y el impacto directo de la crisis sanitaria-social sobre la economía. Gracias a la falta de visión y coraje de nuestros gobiernos, esta crisis nos pilla en una condición más bien feble, al dejar irse tantos miles de millones de dólares de manera tan grotesca en los últimos años. Esta forma de financiar estos gastos va a magnificar los costos del capital y la tecnología para el país, y va a aumentar de manera significativa el riesgo país, con los consecuentes daños para la economía chilena. También va a hacer más pronunciada el alza del dólar, lo cual acarreará mayor inflación.
Si a esas cien a doscientas familias súper ricas no se les demanda contribuir por lo menos con una parte significativa del costo financiero de la crisis, las consecuencias para el país van a ser mucho peores, y nuevamente, como siempre en el pasado, va a ser la ciudadanía en su conjunto la que va a tener que pagar ese costo, como ocurrió en las de 1981 a 1983, y en la de 1997. El pago por la carga financiera del rescate de la economía sería pagado de manera injusta en su mayor parte por las personas de estratos sociales medios y bajos, que son quienes menos pueden soportar solventar estos costos, especialmente dada la enorme desigualdad social existente.
Si no se toman medidas tributarias para asegurar que las grandes fortunas contribuyan con una parte justa de la carga financiera de este plan, ellas una vez más, podrán continuar prosperando en medio del empobrecimiento general de la ciudadanía y haciendo así aún más injusto y desigual un país desde ya muy injusto y desigual.