Relatos de plagas y epidemias: Bedbugs

Relatos de plagas y epidemias: Bedbugs

Por: Elisa Montesinos | 22.03.2020
Inauguramos la sección de relatos de plagas y epidemias, con un cuento dedicado a los odiosos bedbugs o chinches, que atormentan cotidianamente a los habitantes de ciudades como Nueva York, junto a las ratas y cucarachas, logrando incluso que revistas como The New Yorker o el diario The Guardian les dedicaran páginas y portadas.

Bedbugs

La primera actividad del día consiste en revisar cuidadosamente el colchón. Verificar si en alguna de sus cuatros esquinas se desplaza un monstruo diminuto y rojo, ínfimo como una hormiga, una de las siete plagas que asediaban la ciudad —como si hubiéramos cometido igual número de pecados, decían las beatas del pueblo batiendo sus abanicos obsesivamente después de misa—. Hacía noches venían robándonos el sueño y la sangre —ya habrían querido ellas cometer algún pecado, por insignificante que fuera, y que lo inesperado les arrebatara el sueño, la sangre, el confort, la tranquilidad, el apellido y la casa respetable, pero estaban a salvo; las calamidades se ensañaban con otro tipo de personas. 

Al primero lo descubrí mientras Eladio dormía, algo se desplazaba por su hombro izquierdo, algo que traté de agarrar con los dedos y se deshizo sobre las sábanas dejando una marca sangrienta en la tela verde limón. Personalmente, por no decir cuerpo a cuerpo, habíamos batallado contra dos de las siete pestes. Eladio se libró de ver a las ratas, las cuatro veces se libró, aun la última cuando una hembra gigantesca yacía muerta en la puerta vecina. A las cucarachas que invadieron la cocina era imposible no verlas —a pesar de su ceguera a la hora de vislumbrar trastos que lavar, mugre por barrer, botellas vacías—. Ahora, con una barba de días o semanas, las uñas (o más bien las garras) largas y acumulando mugre, los rizos desgreñados enroscándose como culebras sobre su cabeza, inspeccionaba el colchón; su nuevo vicio, uno que la ansiedad convertía en pasatiempo alucinante y riesgoso. Buscar el punto exacto en el cual habían puesto sus huevos, rastrear a las liendres, mirarlas de cerca con la lupa adquirida en el mercado de las pulgas, quemarlas al sol, aniquilarlas con elementos tóxicos y con nuestras propias manos si era preciso. Nuestras manos que volvían a encontrarse a cada centímetro del colchón infesto con emoción inusitada. Nos deleitábamos en esa acción minuciosa, eliminándolos lentamente y con tanto entusiasmo que bien hubiésemos aprovechado la epidemia de verano para inventar un nuevo oficio: exterminadores. Nos habríamos hecho ricos, de seguro, pero no lo hicimos, debíamos lidiar con otras pequeñeces, cosas más mundanas. Y con nuestros propios deseos reapareciendo en medio de la ropa sucia, escobillas e insecticidas esparcidos por el apartamento. Ya no teníamos cama, la perdimos en la batalla, al igual que gran parte del mobiliario que arrojamos a la calle para que incautos como nosotros volvieran a recogerlo y a instalarlo felices en sus hogares. Otros más abajo en la escala social, que ni siquiera se molestaban en arrojar los muebles; convivían con los bichos, total, decían, solo aparecen en verano, y el único mal que provocan es esta comezón —la misma que habría alterado la monotonía de las beatas del pueblo, alborotado su sangre, recorrido sus cuerpos. 

Los libros estaban guardados en cajas plásticas, la ropa en bolsas: los animalejos y sus huevos morían ante la falta de aire. Hasta en los papeles del manuscrito en que trabajaba había aparecido un punto rojo, como una lenteja o garrapata, pero peor. El manuscrito tuvimos que llevarlo a la lavandería y ponerlo a secar. Tachaduras rojas daban vueltas junto a las letras negras, los errores, las faltas ortográficas, los puntos y las comas. Nuestro hogar era un desastre —habíamos derramado polvos blancos por el suelo y rociado las paredes con aceites naturales, no queríamos ahogarnos por la noche ante los químicos, y ese método era el más inocuo, pero no se podía limpiar en dos semanas. Aun pese al desastre nos las ingeniábamos para acariciarnos en la ventana, mirando a los vecinos; él se ponía por detrás y me embestía, yo seguía hablando como si nada. Los chinches nos habían desplazado de la habitación, nuestra casa se reducía a la sala, ahí comíamos, veíamos televisión, nos rascábamos las ronchas que dejaban los malditos. 

El primer síntoma era la paranoia, de pronto te picaba el cuerpo, tanto que no lograbas dormir ni pensar en nada, solo en los puntitos rojos que veías por todas partes, hasta debajo de tus axilas. A Eladio le dio por hacer limpieza, hasta volver a dejar —por primera vez en toda nuestra convivencia— el piso inmaculadamente blanco, como alguna vez lo fue, predicaba con voz ronca y segura de general en la guerra. Una guerra que por cierto perdíamos. Luego estaban las pesadillas en que eras atacado por males inexplicables, debías deshacerte de tus pertenencias, exiliarte de tu propio hogar. Lo peor era el insomnio, noches enteras vigilante por si aparecía uno nuevo dejando su rastro rojo en la sábana, como un mensaje o una burla especialmente formulada para nosotros desde el reino animal. 

Transitar por las calles como sonámbulos buscando insecticidas, recetas caseras, productos naturales y amistosos hacia el medio ambiente, ALGO que pudiera eliminarlos de tu vista, de tu vida. Tal como los viejos se dedican a describir en detalle los síntomas de su enfermedad, nosotros hablábamos de plagas. Vamos al Bed bugs and beyond, rebautizábamos a la tienda de artículos de baño y dormitorio, ahí de seguro tienen algo eficaz para acabar con ellos, decía él. Y enfilábamos a Manhattan montándonos, como siempre, los dos con un solo pasaje en el tren. No lo voy a negar, también éramos unos parásitos, de otra calaña, pero parásitos al fin. Vivíamos y respirábamos a costa de otros, a veces hasta la pernoctación y la ingesta de calorías diarias nos las procuraban amigos y vecinos compadecidos de nuestra precariedad. Nos instalábamos en sus casas como si siempre hubieran sido nuestras, como si las hubieran diseñado para nosotros. No era que ellos se propusieran hacernos sentir así en hogar ajeno. Cualquier día aparecíamos con maletas y la mejor sonrisa, poníamos las sábanas en la sala y una mesita de noche por si nos daba por leer, y sin que se dieran cuenta ya estábamos al mando de la cocina, imponiendo el menú diario, los ritos culinarios, los ágapes de la jornada. Eladio organizándolo todo con delantal cocinero, deleitándolos con platillos que los hacían olvidar que éramos unos invasores, y así nos íbamos quedando. Hasta que un buen día los verdaderos dueños, aquellos a los que habíamos logrado poner por fin a dormir en la sala, sus pertenencias empacadas a un lado del sofá, huían sin ganas de volver. 

Pasaba el tiempo. Hacíamos nuevos amigos. Que una invitación a cenar, que un partido de fútbol, que un cumpleaños. De pronto se los contábamos: habíamos rentado nuestro apartamento para irnos de vacaciones y perdido el avión por un error de la aerolínea que estaba en quiebra. Ellos lo comprendían, solidarios, pueden quedarse aquí cuánto quieran, cómo se les ocurre que van a molestar, son más que bienvenidos. Al llegar lo primero era apoderarse de la cocina y mantenerlos contentos a punta de recetas exquisitas. Pero ahora estos huéspedes repugnantes quieren pasarse de listos y entendemos a la perfección: haríamos lo mismo en su lugar. Entendemos el mensaje y por eso hemos comenzado a habitar los rincones oscuros, a dormir debajo de la cama y pasar el día entero en el armario; hacemos el amor en el sótano. Nos resignamos a compartir la casa tomada, a dejarlos que acaben con todo, cuadros, sillones, maderas, almohadas. Desde la colchoneta en que pasamos la noche los vemos multiplicarse, salir de los huecos en la pared, avanzar en hileras hasta llegar a nuestra piel —ya se quisieran las beatas a las que vemos en la misa los domingos que los bichos estos acabaran con sus vetustos mobiliarios y provocaran aunque fuera un minúsculo cambio en sus vidas, pero nada; esto no puede ser otra cosa que castigo divino, por eso comemos hasta atorarnos con la hostia y nos untamos de agua bendita para que surta efecto el perdón divino u opere el milagro—. Lo único que se mantiene intacto es la rutina matinal: explorar, a primera hora del día, cada costura del colchón.