Kramer y la oposición
No deja de ser sintomático que la rutina de un humorista haya sido, después de todo, lo más relevante en términos políticos que hizo la oposición durante el verano. Y la razón, por más pueril que parezca, es que el comediante Stefan Kramer tuvo más claridad y compromiso en el libreto de su show de 60 minutos en el Festival de Viña que el "guión" tibio, contradictorio, desestructurado e indeciso que la centro izquierda presentó en esos 60 días. Peor, podría decirse que sí el país fuera la Quinta Vergara, la centro izquierda se quedó en blanco, catatónica, a merced del "monstruo", que le perdonó la vida, no por piedad, sino porque apenas se enteró que pisó el escenario.
¿Qué hizo Kramer que no hizo la oposición? Se arriesgó. Hasta ahora, Kramer había desplegado un humor que desnudaba y exacerbaba los gestos (y defectos) físicos de sus víctimas, los vericuetos lingüísticos, las muletillas, el carácter, el genio y hasta la matriz discursiva de cada poderoso, sin discriminar parcelas políticas, oficio o clase. El blanco podía ser un futbolista de élite criado en una población o un presidente multimillonario tacaño y ambicioso que se cree de clase media. Atacaba duramente a todos los poderosos en su vanidad y pedantería, entendiendo que el ridículo es un arma desestabilizadora para esos egos desmesurados nutridos en la sumisión y la lisonja.
Pero Kramer siempre fue precavido. Podía mofarse de los brazos cortos y los tics de Piñera, por ejemplo, pero no hacer crítica alguna de su gobierno. Era un humor brillante en la deconstrucción de una figura pública, en trizar la cuidada performance aséptica de los "rostros", afeándolos, empequeñeciéndolos y ridiculizándolos hasta convertirlos en seres ordinarios, tan comunes y corrientes como cualquiera. Pero, al mismo tiempo, Kramer era incapaz de cuestionar la conducta ética del personaje. Podía ser molestoso e hiriente, pero nunca venenoso, nunca destructivo. Era un brillante imitador, un espejo perfecto de la imperfección, pero siempre "en buena onda", amistosamente, desde luego para quienes soportaran el menoscabo a su amor propio riéndose de sí mismos. Por eso podía hacer –sin problema- publicidad de una multitienda. Porque su humor podía ser irritante, pero nunca fue subversivo.
En ese sentido, la rutina que hizo en el Festival de Viña no fue muy distinta de las anteriores. Desde luego tuvo una dosis de malicia más disruptiva. Atacó a Piñera, por ejemplo, con muchísima más claridad, incluso acusando su negligencia e incapacidad de dar respuestas a la crisis. Pero no se concentró en destruirlo (ahora que no cuesta nada). En realidad, el cambio de switch fue más íntimo. Literalmente, Kramer se confesó, salió del clóset político. Habló desde sus privilegios, desde sus miedos –el miedo a comprometerse, a exponerse-, no desde su rol como humorista (sobre el que no tiene ninguna obligación más que de hacer reír, por cierto) sino que desde su papel como ciudadano. Y explicó –como si se tratara del testimonio en una terapia grupal- su transformación de ser una persona que se mantenía al margen a convertirse en una especie de activista. ¿De qué causa? De la conciencia, como decía en un cartel que tomó prestado de las manifestaciones. Kramer estaba sensibilizado con el estallido, y tomó partido, marchó, tocó la cacerola, y quiso declamarlo en su libreto humorístico. Kramer entendió que su contribución era escenificar ese descontento, pero ya no como observador, comentarista o testigo sino como un manifestante más. Dejaba atrás esa neutralidad cosmética y cobarde estilo Don Francisco, que es una forma encubierta de subordinación al poder de turno. Hacer este compromiso para Kramer no será gratuito, tendrá un costo, y es un acto de rebelión (a su manera) porque lo hizo en el escenario más difundido, glamoroso y cutre que existe en Chile. Su gesto más atrevido fue pronunciarse a favor de la "primera línea", demostrando la intensidad de ese compromiso, arriesgándose –como ocurrió- a ser estigmatizado por la derecha como un apologista de la violencia.
Esa audacia es la que justamente ha carecido la centro izquierda. Se cuida tanto de cada paso que da, que permanece estática en su culpa y en sus deudas, como si el mero reconocimiento de "estar al debe" fuera su mayor virtud. Por evitar dar señales equívocas, por evitar pagar costos, marcha dubitativa, sin personalidad ni convicción ni compromiso. Prefiere moverse en la ambigüedad y en la omisión, disparando balas de salva desde el congreso, haciendo acusaciones constitucionales a funcionarios de gobierno en ejercicio que naufragan en los pasillos, tuiteando todo el día o respondiendo cartitas a dos centenares de políticos jubilados nostálgicos de la Concertación cuyo peso popular es igual a 0. De hecho, en la tarea más trascendental (y fácil) que era hacer un acuerdo para el plebiscito, fracasaron absolutamente. ¿Era imposible hacer un pacto para un referéndum donde todos votarán exactamente lo mismo, no una, sino dos veces? No se trataba de formar una alianza de gobierno sino simplemente aunar fuerzas para una causa común. Pero no, no tuvieron la voluntad ni la inteligencia para armar un solo bloque, un solo comando, arriesgando –por más ínfima que parezca la posibilidad- de que triunfe el rechazo a una nueva constitución. Parafraseando a Borges, si no los unió el amor, al menos debió unirlos el espanto.
Sin querer desmerecer a Kramer, pero que un comediante tenga más coraje y lucidez haciendo reír que la centro izquierda haciendo política, es desolador. Pero ya pasó el verano, y ahora le toca a la oposición decidir si quieren seguir siendo los bufones tristes de nuestro emperador del 6% o los magos que lo desnudaran en abril. Porque ese pueblo que salió a la calle tras el estallido, quizás no necesite líderes, pero sí necesita un camino para llegar al lugar donde ese Chile que cambió, cambié, y dejé de ser una utopía o se convierta en una frase hecha acuñada para que sigamos igual.