“Mamitas Capucha”: Feminismo solidario en la Primera Línea
Angélica (50) dejó de toser después de respirar calmada por la nariz, el aire picante la asfixiaba y le oprimía el pecho. El grupo de “las mamitas” ya se había desperdigado por Ramón Corvalán y a otras simplemente les perdió la pista en medio de los gritos.
Era la primera vez que quedaba en una “encerrona” de carabineros. Logró capear el piquete sin mirar atrás y un hombre la refugió en una casa cerca de calle Rancagua. Cuando al fin logró recobrar el aliento, se acordó que todas las cosas habían quedado atrás y desparramadas: Sándwiches, huevos duros, panes, barras de cereales y varios litros de jugo. El trabajo de todo un día y la plata que juntaron con tanto esfuerzo para alimentar a “sus cabros” en la Plaza de La Dignidad. Respiró hondo, se armó de valor y salió a la calle de nuevo para recuperarlas.
Regresó a la Alameda con las manos en alto y un pequeño niño dominicano –que no superaba los doce años– la siguió, era un Primera Línea. Se acercó a paso lento. Cerca del carro de la feria y las bolsas plásticas estaba un carabinero que la apuntó de frente con su escopeta.
“Si me dispara este tipo, se rompe, se raja no más”, pensó en ese momento. Sentía escalofríos y el sudor corriendo por la espalda. Fueron segundos de terror.
–“¡Ya poh, renuncia a esta institución nefasta! Somos hermanos. No luchís contra tu propio pueblo, déjame recoger las cosas– le gritó.
Un par de transeúntes empezaron a grabar, ella cree que esa fue su salvación. O tal vez haberse encomendado a sus padres fallecidos. El asunto es que el carabinero la miró, bajó la escopeta y ella con el niño recogieron todas las cosas antes de perderse nuevamente por Vicuña Mackenna.
Desde su casa en la Población La Victoria, Angélica cuenta todas las desigualdades que ha visto desde niña y que la movilizaron a ser una “mamita capucha”. En el terruño donde vive golpea fuerte la pobreza, pero también es un lugar donde conocen la solidaridad y resistencia desde la época de la Dictadura. Ella sabe de filas, de esperar meses por exámenes que nunca se pudo tomar en el Hospital Barros Luco y de las listas de espera que se extienden por años.
Un día leyó las noticias sobre las víctimas de trauma ocular, la represión y pensó: “Esto no puede seguir pasando ¿Cómo cresta puedo ayudar?”. Luego le preguntó a una amiga lo mismo. Decidieron salir a la calle y apoyar a la “Primera Línea”. Sabían que allí se necesitaban alimentos, hidratación, lo que fuera. Que en ese grupo de personas hay hombres, mujeres de sus propias poblaciones y adolescentes en situación de calle, también muchos niños del Sename. La comida que llevarían, probablemente, sería la única que recibirían durante el día.
“No puede ser nada tan engorroso de cocinar, chiquillas, empecemos llevando sándwiches no más, seguro hay cabros que no comen”, les dijo a sus vecinas. Así “prendieron” cuatro amigas más.
Angélica comenzó a ir todos los viernes a partir de noviembre. La rutina comenzaba en la mañana echando a hervir 90 huevos, preparar 120 sándwiches: 80 de jamonada y 40 veganos de tomate palta y mayonesa con leche de soya. Baten jugos en bidones de seis litros antes de congelarlos y partir hasta la Plaza de la Dignidad en el auto de un amigo. Las comidas que llevan se financian con su propio dinero, con ventas de colaciones, rifas y la solidaridad de los vecinos.
–Por ejemplo, el miércoles para juntar plata hicimos un “pasacalle” con una murga en la población. Pasamos con un tarro y juntamos dinero para costear tres semanas más de alimentos, también reunimos insumos de médicos–, comenta.
Angélica se pierde en las anécdotas mientras conversa merodeando por el living de su hogar. Mira la hora y se da cuenta de que debe ir a preparar colaciones.
–Nos vemos el viernes– invita. Luego se despide con un apretado abrazo.
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América (41) es amiga de Angélica y está cesante desde octubre, por eso se dedicó de lleno a la preparación de comida. En la Plaza de la Dignidad siente el cariño y la camaradería de sus compañeras “corriendo, peleándola, apoyando a los cabros”. Allí se abren paso entre aplausos cada vez que llegan.
Pero a veces también arrecia el miedo a la persecución policial, a la represión, a recibir el impacto de una bomba lacrimógena “como la Fabiola Campillai” o simplemente irse presa.
–Todo se quita cuando los chiquillos te gritan “Gracias, mamita” o te dan un abrazo o un beso, ahí se paga todo y el miedo comienza a desaparecer. Vamos con comida, cargadas no podemos arrancar o movernos fácilmente, pero el miedo se logra vencer a través de la mirada de esos cabros deshidratados, ese mensaje que dice Nos quitaron tanto, que nos quitaron hasta el miedo, es real–, explica.
Confirma que Angélica, como buena luchadora, fue la primera en ir con las compañeras a entregar ayuda, después invitó a otras chiquillas y así fue creciendo todo. Su amiga es la encargada de hacer las compras; ella también cocina y vocifera los menús.
–En el grupo estas pesás me pusieron “La megáfono”–, cuenta y se ríe.
América aprendió a protegerse, a escrudiñar las esquinas y estar atenta a los movimientos de los piquetes de Carabineros. Pero hoy su preocupación es otra: Cada viernes hay más gente en la Primera Línea y los alimentos no alcanzan.
Seguirá yendo por “los cabros que luchan todo el día”, sabe que no pueden fallar. Explica que también hay mujeres de La Legua y otros lugares que van a dejar almuerzos, pero todo se hace poco.
–Tenemos muchos pares, amigos, personas que nos colaboran de forma desinteresada, es un proceso de gestión. Hay que salir a la calle para darle a conocer a la población que las mamás organizadas podemos hacer cosas, pero las necesidades son muchas–, dice.
A esta organización espontánea se suman otras mujeres que también se autodenominan “Mamás capucha”, encargadas del acopio de insumos de salud, de la comida, incluso de útiles escolares. Sus post en las redes sociales son públicos, no tienen miedo aunque – en sus propias palabras- a todas les preocupa la persecución policial.
“Las mamitas” están organizadas en distintas comunas: Puente Alto, La Florida, Pedro Aguirre Cerda y San Joaquín. “Mamás Capucha, otra forma de lucha”, rezan sus llamados en Facebook e Instagram.
Estos días da vueltas un afiche que dice “Mamás Capucha: Campañas de útiles escolares, para los hijos de las víctimas de trauma ocular”. En otros posteos hacen llamados para armar canastas familiares y recolectar ropa para ir en ayuda de los niños y jóvenes en situación de calle. Otras han sido reprimidas. Un video del día 18 de diciembre muestra como un grupo de mujeres con bolsas con alimentos son gaseadas y golpeadas con escudos por un piquete de carabineros. Se identificaron como “las mamis de La Florida”
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Pilar (28), recuerda que los paramédicos corrieron a encontrarla, mientras dos jóvenes de la Primera Línea la arrastraban hacia los brigadistas. Había recibido el impacto de una lacrimógena en el brazo izquierdo a menos de diez metros de distancia. Después del golpe sintió un ardor indescriptible –que cuatro días después– aún la tiene inmovilizada y a punta de Ibuprofeno.
Muestra la marca, un hematoma rojo y morado se extiende por todo el brazo. El dolor no le ha quitado las ganas de volver a las marchas.
Ella se organiza con algunas mujeres de Puente Alto para ir en ayuda de la Primera Línea. Junta artículos de seguridad y los lleva hasta la Plaza de La Dignidad, se apoyan con otros grupos que llevan agua con bicarbonato o agua con laurel para sobrevivir a las lacrimógenas y gases.
Dice que en pleno estallido social la despidieron de su trabajo como promotora sin motivo, aunque ella sabe que fue por “los saqueos” que ocurrían cerca donde vive. Que fue por prejuicio. En noviembre consiguió un segundo trabajo para alimentar a dos hijos pequeños. La represión en las marchas la motivó a ayudar, al igual que las otras mujeres.
–Me dio impotencia, “nos están matando”, pensé, que saco con venir con un cartel a las marchas si nada cambia, tengo que ayudar de otra forma–, comenta.
En la colaboración a la Primera Línea encontró su lugar, aunque que a veces le da miedo que le pase algo peor. Después de su jornada laboral se va algunos días de la semana –y sobre todo los viernes– hasta La Plaza de La Dignidad.
–Allí veo otras mujeres tan protagonistas como los hombres, batallándola, pirquineando y señoras hasta haciendo barra, allí nadie está de menos– confiesa.
Tiene el recuerdo vívido de las otras “mamitas”, que la siguen inspirando. El día de año nuevo decidió a ir sola a la plaza y nunca esperó encontrar lo que vio: mesas con velas, carne mechada, pollo, carne asada, ensaladas, alfajores y fajitas. Nunca había visto tanta comida junta. Tanta atención. Lloró emocionada.
–Eran abuelas como las de todos, señoras de cincuenta o sesenta años que llevaban comida para allá y para acá, todos sentados juntos, gente de la calle, la Primera Línea y todo tipo de personas, estas señoras se pasaron, muchas deben tener hasta su hijos luchando, “No, yo tengo que hacer lo mismo y seguir en esto”, me dije–, recuerda.
Pilar creció en La Pintana, sabe lo que es vivir con el abandono, los ajustes de cuentas, las balas locas, la pasta base llevándose a los jóvenes de su población. También conoce de cerca lo que es la buena voluntad de la gente. Cuando niña el uniforme se lo regalaba la directora de su escuela, porque si no, nadie lo hacía.
Su rabia creció hace menos de un mes con la tragedia de su mejor amiga.
–Hace tres semanas su mamá murió de cáncer, tenía un tumor en la cabeza y no pudo pagar la octava operación, habíamos costeado las siete intervenciones a puros bingos. La íbamos a ver al hospital, siempre cochino, lleno de gente. Esto no puede seguir así, hay que continuar luchando–, dice antes de despedirse.
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Son pasadas las siete de la tarde del viernes seis de marzo. Por el Parque Bustamente caminan raudos los vendedores de cerveza y fajitas, parejas con pañuelos y máscaras antigases. La convocatoria volvió a ser multitudinaria, el ambiente es festivo, pero también muy tenso. Unos segundos después, el sonido de fondo son los silbidos que anuncian que un piquete de carabineros retrocedió desde Vicuña Mackenna por la calle Eulogia Sánchez. Avanzan por el parque Bustamante. Todos corren, mientras ciclistas y grupos de estudiantes se cubren la boca y la nariz por el aire picante y los gases que ya inundan el lugar.
Diez minutos más tardes, Angélica aparece en el auto de su vecino. Se baja, saluda de besos sonoros y rápidamente da indicaciones de qué cosas se descargarán primero. América, su amiga, está vestida de negro con una polera que dice “Piñera, voh creís que soy huevona”. Saca un cencerro, toma una bolsa verde y avisa que va hacer “la avanzada”, es decir va a caminar hasta Vicuña Mackenna para mirar qué tal está el enfrentamiento. Hay que medir el riesgo.
Las cajas que llevan las bolsas de papel con los panes están marcadas. Los veganos llevan la “V” rayada con un plumón.
Angélica prende un cigarro, no está nerviosa, ser “mamita capucha” es una labor a la que ya parece acostumbrada. Lleva una polera con la frase “La Victoria resiste” y conversa mientras otras dos mujeres ordenan las cajas con alimentos.
–Si quieren damos cara, y salimos sin mascaras no más para las fotos–, anuncia Angélica.
Al final todas concluyen que es mejor no arriesgarse.
Toman varias bolsas, juntas enfilan hasta Vicuña Mackenna por una de las calles paralelas a la Alameda. América hace sonar fuerte un cencerro y el sonido metálico logra la atención de los jóvenes. Atrás de ellas arde una barricada.
- “¡Ya, chiquillos, llegaron las mamis de la Victoria! ¡A comer, a comer!”- grita Angélica mientras se ordena el pelo en un moño y se acomoda la máscara antigases.
De a poco se acercan los llamados pirquineros con las manos enfundadas con guantes de construcción, también llegan jóvenes con los ojos rojos producto de las lacrimógenas, otros buscan recuperar el aliento con un vaso de jugo. Cada vez son más, los panes se van rápido. Son tres tandas de descargas en menos de ocho minutos. Lo último que queda es un Tupperware que contiene los huevos duros que desaparecen en medio de un pulpo de manos. “¡Gracias tía!” “¡Gracias tía!”, dicen jóvenes encapuchados con poleras, antiparras y otros con el torso desnudo por el calor. Uno de ellos obliga a Angélica a aceptar mil pesos.
Ya oscurece. Las luces de láseres verdes se proyectan por todos lados. Angélica, América y sus amigas enfilan de regreso hacia su auto. Están cansadas, pero felices.
Finaliza otra jornada más de alimentar a “sus cabros”.
*Los nombres de las mujeres que hablaron en las entrevistas fueron cambiados para proteger su identidad.