Javiera o la amistad como forma política en el feminismo
A la Javiera la conocí militando en una de esas organizaciones donde todos nos creíamos el Che Guevara y nos encantaba pelear por quién estaba más a la izquierda de la izquierda. En ese tiempo nos pasábamos una gran parte del tiempo discutiéndole a los hombres la importancia de organizar “semanas feministas” y talleres sobre lo insuficiente del proyecto de ley de aborto en tres causales. Todavía no usábamos pañuelos verdes, pero sabíamos que alguna grieta se estaba abriendo: las feministas lentamente empezaban a tomarse los espacios del movimiento estudiantil, pese a ser aún catalogadas como las posmodernas que querían dividir la clase, por razones “meramente culturales”, para no decir de género.
Nos estábamos recién acostumbrando al término del 2011, y aunque no dejábamos de prender velas por su retorno, ya se nos iba acumulando en la lengua el gusto amargo que dejaban las nuevas reformas educacionales y el vaivén de la gratuidad un año, y al otro las becas, y al otro los recortes de beneficios. Marcha- toma- marcha- marcha- toma del Ministerio de Educación- paro- marcha. Ninguna de las clásicas fórmulas daba resultado, pero las seguíamos igual. Con ello se hacía más fácil seguir ocultando toda referencia a los dolores que cada una cargaba, los que todavía quedaban oscurecidos tras el mandamiento clave del momento: “la política se hace sin llorar”.
Fue en una de esas repeticiones de fórmulas, que con el pasar de los días en la toma, yo había desaparecido, y la Javiera también había desaparecido de la organización, pero nunca me atreví a tomar el teléfono y preguntar qué pasaba. No tenía idea de lo que estaba a punto de pasar, de pasarnos, ni la comunicación lo suficientemente despierta con mi cuerpo y los dolores propios para entender lo que la Javiera estaba por hacer. Sin embargo, había algo muy adentro, en algún rincón donde no alcanzaba a escarbar, que me decía que tenía razón, y que las cosas cambiarían para siempre.
Supe de la historia de la Javiera un día de verano, cuando ya no había asambleas, sino solo la infecciosa viralización de las redes sociales y sus millares de publicaciones compartidas, declaraciones de respuesta, contradeclaraciones y comentarios interminables de gente que probablemente ni siquiera ella conocía. Para mí, la Javiera fue la primera, la primera dentro de nuestro pequeño mundillo universitario que se atrevía a levantar la voz, y escribir su historia de aquella violencia que llamaban amor.
Era difícil en esos tiempos que nuestras relaciones no fuesen un charquicán entre los restos del poder, la violencia y la posesión. Se supone que queríamos acabar con la propiedad privada, pero claro, el comunismo no alcanzaba el cuerpo de las mujeres, nuestra libertad era vista como el peor vicio burgués.
No dejo de imaginarme a la Javiera allí tomando la micro de vuelta a casa, ahí sola, sabiendo que de pronto todas las certezas se habían diluido en un moretón, y que ella no quería tocar otra puerta más. Que las costras no tenían fecha de cicatrización y estaba cansada de sentarse a esperar. Que todos los perdones habían sido en vano, que todas las conversaciones sobre la importancia de que siguiese una buena relación política y de cuidar la visibilidad pública de la organización, que los ojos ya no pueden estar más hinchados, que las lágrimas siguen brotando de todo el cuerpo, y los gritos suenan resuenan hasta en los sueños. Me pregunto sobre la fortaleza de ese respiro que la decidió sentarse a escribir, su decepción ante las respuestas de tantas y tantos que alegaban la presunción de inocencia y el previo comportamiento intachable del compañero.
Las acusaciones contra ella no tardaron en llegar, y la versión no oficial de respuesta incluía referencias a ella como la loca, despechada, contrarrevolucionaria. Pero no, la Javiera no cedió. Ni todas las acusaciones, ni todas las traiciones, ni todas las heridas fueron suficientes. No aceptó más interrogatorios ni cuestionamientos. Sabía que ella y todas las mujeres que se toman la palabra merecían un trato mejor que ese. Que con ese acto se estaba construyendo de nuevo ella misma, y sin darse cuenta, quizás a cuántas otras.
La Javiera me llevó de la mano a mirarme en el espejo del feminismo, y en algún momento logré, después de todas esas idas y vueltas, abrir los ojos sin correr la cara. Agradezco que el tiempo me enseñara a abrazarla, y llorar con ella los dolores que de a poquito dejaron de encandilarme en el reflejo. Decirle de frente que todavía me da una tristeza profunda no haber podido estar allí para ella cuando todo el mundo se le venía encima, que no existe justificación que sirva de coartada a mi silencio. También ella, me enseñó a tener una comprensión distinta. Entender la alteración de los ritmos de cada una, de las vueltas que da el cuerpo antes de que el feminismo no sea solo un vocablo más, o una buena discusión teórica, sino la posibilidad de repensar todos los nudos de la garganta.