#8M: Con las dos Ana González en las memorias
Para mis amigas del PAF
Recordar con gratitud es lo mínimo que podemos hacer por aquellas personas que con talento, coraje, coherencia –con humor y dolor– han encarnado acciones, obras, actitudes que hemos admirado. Que –recordando a Violeta Parra– nos han dado tanto, la risa y el llanto. Pienso en Ana González, en estos días de protagonismo femenino y feminista en las manifestaciones ciudadanas y de celebración-conmemoración del día internacional de la mujer.
¿Cuál Ana González? Debe haber miles en el anonimato cotidiano y, en buena hora, tienen dos representantes notables que han concitado el afecto genuino del pueblo chileno. Cada uno y cada una, tiene su Ana González. En mi caso, por haberlas conocido fugazmente, pienso en Ana González Olea, la Desideria (1915-2008); y en Ana González González, de la AFDD (1925-2018). Llegaron y se fueron con diez años de diferencia, pero vivieron en una misma historia.
Nombre evocador, sabemos de quién, de quiénes, estamos hablando: de Ana González, la gran actriz que recibió el Premio Nacional de Arte en 1969, que fue una verdadera diva en el cine de los años 40; la creadora de “la Desideria”, el único personaje popular femenino que, desde el papel de una empleada de casa particular, en el teatro y la radio luchó por los derechos de las mujeres trabajadoras. Por ello, fue la presidenta honoraria del primer sindicato de empleadas domésticas. Inolvidable fue esa grabación de Radiotanda en el Teatro del Ángel. Ahí, la Desideria y Sergio Silva, admirables: mis días de radio y de infancia. Ana González, la activista incansable que denunció las violaciones a los derechos humanos desde la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD). Comunista, nacida en una oficina salitrera. Todo el dolor, el horror y el coraje en ella, con su familia diezmada por la dictadura: su marido, Manuel Recabarren; dos de sus dos hijos, Manuel y Guillermo; su nuera embarazada, Nalvia Rosa. Desaparecidos. Ana González: una sobreviviente, una heroína, una mujer que nunca dejó de luchar ni perdió el sentido del humor. La recuerdo en el funeral de Pedro Lemebel, con Pía Barros empujando su silla de ruedas y ambas fumando con esa complicidad que nunca perdieron. En su velorio no quise ver su rostro en el atáud, pero afuera de su casa sus vecinos y camaradas pintaban un mural con su rostro. Al frente, recuerdo a Vicky Quevedo fotografiando un cartel que le prometía seguir sus pasos y una cariñosa despedida: “Bella ciao, bella muchacha roja”.
Cada una de ellas tiene una biografía pública que irradia una memoria que, en su halo, se toca con la de la otra. Aunque surgidas de ámbitos distintos, hay momentos en que la frontera etérea de una y otra se confunden gracias a las experiencias comunes. ¿Habrán estado juntas en alguna manifestación allendista? ¿En alguna protesta exigiendo el paradero de los detenidos desaparecidos? ¿En algún teatro, una en el escenario y la otra en alguna butaca? ¿Actuando en la radio, una; riéndose del mismo programa, la otra? ¿Escuchando ambas Radio Moscú, en distintos lugares y con toque de queda? ¿Cuántas veces habrán pensado, al mismo tiempo, en Víctor Jara? ¿En Violeta Parra? Ambas leyeron, sabemos, a Pablo Neruda. Cada una con su aura toca a tantas personas, en ese campo común de experiencias que nos permite hablar de un mismo mundo.
La conjunción de ambos halos “completa”, en cierto sentido, la memoria de buena parte de nuestro pueblo. Más lejos, más cerca, estamos ahí; tocados por ese vientecito de recuerdos que nos traen las figuras de estas mujeres admirables. En una coincidencia virtuosa, la conjunción de ambas Ana González representa una síntesis de amor, dolor y humor, que expresan extraordinariamente -en un canto de todos- los versos y la gratitud de Violeta Parra, otra mujer inolvidable: Gracias a la Vida que me ha dado tanto / me ha dado la risa y me ha dado el llanto, / así yo distingo dicha de quebranto / los dos materiales que forman mi canto / y el canto de ustedes que es el mismo canto / y el canto de todos que es mi propio canto.