Los caminos del proceso constituyente para las fuerzas antineoliberales (parte II)

Los caminos del proceso constituyente para las fuerzas antineoliberales (parte II)

Por: Miguel Caro | 07.03.2020
En la actual coyuntura no está en juego la derrota del capitalismo, sino la del neoliberalismo; tampoco la posibilidad de algo más o menos parecido a una clásica “toma del poder”, sino eventualmente una redistribución significativa en la relaciones de poder a nivel político y social. No obstante, una salida favorable a dicho escenario serviría de base para dar un salto significativo en las condiciones de lucha por una nueva sociedad, en que la justicia e igualdad social, los derechos fundamentales de mayorías y minorías excluidas, así como la participación soberana de las comunidades y una relación de equilibrio con el medio ambiente sean, no una utopía, sino un camino próximo de realidad.

Si la coyuntura constituyente es un escenario en disputa, incluyendo la realización del plebiscito, el punto está en determinar cuál es la dialéctica que opera entre construcción de fuerza social propia y la manera en que se enfrenta de la mediación hegemonizadora que busca realizar el Estado y las fuerzas partidarias del neoliberalismo.

Decíamos (parte I) que para de las corrientes partidarias del autonomismo social, las exigencias al Estado comprometen su legitimación y que la limitante de esa mirada es que tales iniciativas, por tanto, no pueden ser vistas en su proyección política. Efectivamente, desde ese esquema de análisis muchas veces no se logra ver, por ejemplo, que la impugnación al Estado da la posibilidad de amplificar la visibilidad de una lucha y ampliar la base social de apoyo a esta. O que, de conseguirse un triunfo, por parcial que este pueda ser, eventualmente se abre una modificación que puede mejorar las condiciones de disputa política y social en pos de objetivos mayores, vislumbrando allí la potencialidad transformadora de dichas exigencias. No se trata entonces del clásico gremialismo o de un reformismo iluso y atrapado en el parlamentarismo cercenado por el excesivo presidencialismo lo que se pone en juego; sino una la lógica de resistencia con sentido de proyecto y voluntad de disputa en todas las dimensiones relevantes de la confrontación política.

Tal es el enfoque que hace a los sectores partidarios de una crítica más radical, apoyar las luchas de trabajadores en busca del mejoramiento de condiciones laborales, o por cambios de la política pública en áreas tan sensibles como educación o salud (por dar algunos ejemplos). Y es lo que todos hemos empujado, más allá de nuestras diferencias, desde la vereda de la transformación. Nadie ha negado la importancia de la organización sindical y la lucha por derechos básicos en el mundo del trabajo, tampoco en el plano de la vivienda (sí conseguir una vivienda, que por sí mismo no cambia el sistema). De hecho, nadie con un mínimo de sensibilidad se atrevería a decirle a un trabajador que su lucha por mejor salario o a un allegado que exige una vivienda, que sus empeños no valen la pena y que es preferible que se sacrifiquen sólo por la utopía que lo cambiará todo y que algún día se alcanzará. Se entiende que, a pesar del riesgo de generar conformismo o desmovilización a partir de la satisfacción parcial de una demanda, la experiencia de organización y la toma de consciencia puedan ser articuladas con un ideario de largo plazo, con perspectiva de transformación global.

Visto así, tomar una opción afirmativa en esta disyuntiva no tendría por qué ser válido sólo para conflictos sectoriales, reivindicativos o locales. Dicha lógica aplica también –y sobre todo- para un eventual proceso de cambio constitucional, dada la envergadura del potencial cambio, en su capacidad movilizadora, de organización y de toma de consciencia de amplias mayorías antes capturadas en el disciplinamiento, el espejismo del consumo y la despolitización. Por cierto, tal opción es preferible a pesar de existir también el mismo riesgo antes señalado.

No obstante, cualquiera de las alternativas propias de la vía del autonomismo social supone no salir de las tradicionales dicotomías excluyentes que han acompañado (y penado) a las posturas más radicales en el campo de la izquierda: reforma versus revolución; base social versus representación; institucionalidad versus extrainstitucionalidad. Implica, por tanto, abortar cualquier itinerario de reforma (aunque tenga un sentido estratégico) y oponerse a todo acto de representatividad formal e incidencia institucional. En ese esquema, es fácil ver solo potencialidad en la perspectiva extrainstitucional y endosar a los actores que disputan el sentido del plebiscito una necesaria e inevitable postura de reforma cosmética al neoliberalismo. Es fácil y conveniente suponer que se pretende la validación ciega de un proceso, aparentemente fraguado sólo por la voluntad de la clase política. Es, en definitiva, no procesar la complejidad de la disputa existente y no percibir que sin movilización social popular no habríamos estado en este punto y que no estaríamos discutiendo siquiera la posibilidad de un plebiscito, ni menos la opción de redactar una nueva constitución.

En este sentido, es importante señalar -asumiendo incluso que en esta batalla del 26 de abril se puede perder parte importante de lo que se busca- que este no es el plebiscito de 1988, fraguado por el propio itinerario de la dictadura mucho antes de que se desencadenaran las protestas masivas desde 1983. Un camino pensado precisamente para institucionalizar el modelo neoliberal y validado por la naciente Concertación como supuesta expresión de una voluntad contraria al ideario de la dictadura.

No estamos regresando con este argumento a la idea de que el plebiscito y la llamada “hoja en blanco” por si mismo constituyan un triunfo. Reafirmamos que este evento –además de sacar a Piñera de su peor momento- puede servir finalmente, como en ocasiones anteriores, de sustento político y eficiente mecanismo legitimador de un orden contrario a los intereses de las mayorías. De todos modos, es posible afirmar que la coyuntura plebiscitaria no era un escenario deseado por la elite, la que se vio forzada por la rebelión a ceder terreno. Y, en ese marco, aún está en juego el carácter que dicho proceso va a tener, lo cual depende esencialmente de la capacidad de movilización social que se ejerza sobre el sistema.

Por tanto, conectar el camino de la disputa institucional a la opción deliberada de querer retocar el neoliberalismo es más la expresión de una voluntad reduccionista, destinada a facilitar artificialmente una victoria argumentativa, que un dato de realidad sobre las disyuntivas reales en despliegue. Del mismo modo, creer que la salida de Piñera (algo deseable y necesario de mantener como demanda) representa por sí misma la radicalidad necesaria para echar abajo el modelo, es no comprender el sentido profundo de la confrontación de modelos antagónicos. Tal fue el caso de la salida de Pinochet del cargo de máxima autoridad tras el plebiscito de 1988. Efectivamente, la élite nos puede regalar esa pieza, por valiosa que sea (cada vez menos en el caso actual) para seguir con su esquema de juego e imponer finalmente sus intereses. Dicha propuesta es tentadora como opción de ruptura, pero puede ser contraproducente y fácilmente utilizada como un poderoso catalizador para expiar las culpas de la clase política y de la propia élite. Si el foco no es el modelo, una concesión de este tipo (que debe estar entre las alternativas de la élite) puede generar la sensación de un gran triunfo y atenuar con ello la energía social requerida para la batalla principal (que trasciende al 26 de abril), cual es la derrota del neoliberalismo. Puede debilitar la opción tendiente a instalar los principios y condiciones para un nuevo tipo de sociedad, que cuestione efectivamente las lógicas concentración de la riqueza y la vulneración de derechos, el extractivismo depredador del medioambiente, la democracia oligárquica, y las relaciones de dominación tanto de clase, como de género y etnia.

En la actual coyuntura no está en juego la derrota del capitalismo, sino la del neoliberalismo; tampoco la posibilidad de algo más o menos parecido a una clásica “toma del poder”, sino eventualmente una redistribución significativa en la relaciones de poder a nivel político y social. No obstante, una salida favorable a dicho escenario serviría de base para dar un salto significativo en las condiciones de lucha por una nueva sociedad, en que la justicia e igualdad social, los derechos fundamentales de mayorías y minorías excluidas, así como la participación soberana de las comunidades y una relación de equilibrio con el medio ambiente sean, no una utopía, sino un camino próximo de realidad.

El amplio abanico de fuerzas que puede representar la salida constituyente antineoliberal, en todas sus formas, debiera expresarse en un espacio de acción común o, al menos, en una colaboración en aquellas iniciativas en que se intersectan favorablemente los caminos, como es el caso de la movilización social, las formas de organización territorial y el proceso social constituyente; e incluso, la presión social por las condiciones del acto plebiscitario. Y dejar abierto al proceso de acumulación de fuerza real –más que al discurso- el escenario para que se expresen las diversas maneras de disputar el sentido de la coyuntura. Para esto último, el plazo es marzo; abril probablemente ya será tarde. Y la única vía no puede ser otra que la más amplia unidad del campo popular para sostener la movilización social, focalizando la mayor presión sobre el Congreso, para abrir la representatividad del órgano constituyente y para sobrepasar el límite impuesto por el quórum de 2/3, incorporando al plebiscito de salida los disensos. El objetivo central no es simplemente redactar un nuevo texto, sino producir un orden constitucional que genere condiciones de posibilidad superiores en la disputa por una sociedad en que valga la pena vivir.