Me muero como viví: El regreso de Mariano Puga a Villa Francia
Hubo dos palabras que Mariano soltó cuando llegó este jueves a La Minga, esa comunidad que construyó en la Villa Francia, en Estación Central, y que significó el trabajo de toda su vida. Su voz sonó casi imperceptible, pero el estado de salud en el que se encuentra hizo que todos los que estaban allí, en esa pieza, tuvieran puestos sus ojos y oídos en él. Dos palabras que fueron también un resumen, una declaración de principios, o una promesa con fuego. Anita, amiga suya que ayuda en el funcionamiento de la misma residencia, pudo escucharlas.
Lo que ella sabía, y que era también en lo que se había concentrado la misma comunidad de informar, era que el “cura obrero” estaba “estable dentro de su gravedad, ha podido dormir profundamente y hoy su ánimo es el mejor porque podrá ir a su casa”; que se sentía “regaloneado” por las muestras de amor que le habían llegado, y que “su deseo profundo en esta etapa es gozar este momento con Jesús”. Todo, luego de una descompensación que lo había dejado internado desde la semana pasada en el Hospital Clínico de la Universidad Católica.
Las siete personas que viven en La Minga corrieron la voz y comenzaron los preparativos. Un cartón en la entrada de la casa rezaba: “Padre Mariano, gracias por todo tu amor dado en la lucha. Nosotras y nosotros seguimos”.
La indicación, al menos en esa intimidad, era una: prohibido el acceso a los medios de comunicación. Irene era quien restringía el ingreso. Tiene 67 años, a Mariano lo conoció a los 27, cuando ella vivía en Puente Alto y cuando la dictadura limitaba las confianzas. Con él, dice, fue distinto. Y asegura que él lo vivió así también: si los medios no iban a entrar, iba a ser porque el cura obrero iba a descansar tal como vivió. O dicho en sus palabras: “No queremos nada que Mariano no haya tenido en vida”.
“Qué bacán que te quieran así”, le comentó una mujer a Irene en la puerta de la casa.
Avanzaba la tarde y crecía también el grupo de amigos, vecinos, cercanos, admiradores, fieles de Mariano que llegaban a visitarlo.
Irene entonces dijo: “Es una respuesta a cómo vives”.
Le siguió luego el comentario de todos los asistentes: una mujer que había viajado 14 horas para verlo; o Bernardita Mella, vecina de a la vuelta de la casa, que se divertía cuando lo veía caminando por la misma Villa o las veces que le cantó “morena de 15 años”; o Miguel, que recuerda cuando Mariano le insistió que se casara, que él lo casaba, pero que lo hiciera luego porque le quedaba poca pila; o Pedro Pablo Achondo, ex cura, amigo, que viajó desde Valparaíso.
Achondo lo conoció a principios de la década, pero ya sabía de él por su trabajo en las poblaciones. Con los años, supo también de esa lucha que Puga tuvo contra los falsos ídolos: “Él ha peleado toda su vida contra esa admiración desbocada, esa idolatría, esa imagen de ‘¡oh, Mariano, la luz!’. Está lleno de gente impresionantemente santa, pero Mariano ha vivido con un camino único, que es también un cruce de la historia de Chile: pre-dictadura, dictadura, post-dictadura, democracia, y ahora el estallido”, plantea el también teólogo.
Un poco más: cuando Achondo entró en “el discernimiento”, entre elegir seguir en el camino religioso o no, su decisión estuvo en las manos de Puga: “Si me decía que no me saliera del sacerdocio, yo tenía que hacerme cargo de eso. Y no fue así: me dijo: ‘sé libre, eres un discípulo, pero no te olvides nunca de los pobres’”.
Hay también, a su juicio, una etiqueta que funciona con el cura obrero: “Encarna la figura del profeta: denuncia las injusticias en nombre de dios y se opone al opresor, enfrenta las jerarquías eclesiásticas o lo que sea que vea que hace el mal y lo enfrenta. A eso súmale lo que hace con el acordeón: la música, el ánimo, la fiesta, los gritos. Es anunciar una manera de vivir que es celebrar la vida misma y encontrarse con el otro”.
Pero los profetas también coinciden todos con los finales trágicos. Según Pedro Pablo, lo de Puga podría ir por el lado de la marginalidad: sus años en Chiloé, en La Legua o en Villa Francia, lejos de los seminarios o de la formación de jóvenes religiosos. En definitiva, que no fuese una molestia para las altas esferas clericales.
El declive de Mariano pudo haber comenzado con el estallido. Los mismos cercanos recuerdan que se le vio afectado, incluso desanimado. Supo de los militares en la calle y quizás recordó sus propias experiencias en Villa Grimaldi durante la dictadura. Pero también estaba la dicotomía: la violencia enfrentada a la esperanza de un cambio mejor. “El llamado de Mariano era a que despertemos, a que no nos cansemos, pero que construyamos sin destruir”, recuerda que conversó Achondo con él.
Durante la tarde también llegó Manuel Vergara, padre de Rafael y Eduardo Vergara Toledo. Repasó su historia con Puga: cuando se conocieron mientras el cura era director espiritual del seminario mayor, y el reencuentro en la Villa Francia durante la dictadura. “Él fue un refugio para los militantes de izquierda”, dice. Lo de estos últimos años, en cambio, “pareciera que fue el último cura que juntó la fe con lo social y lo político. Entregó su vida al cristianismo y a los pobres, a los sin poder. No conozco a los curas de hoy, pero ojalá hayan más Marianos”.
A eso de las 20:30 se celebró una oración en la Capilla Cristo Liberador, a unas pocas cuadras de La Minga, la comunidad que construyó en la Villa Francia, donde resistió a la dictadura y que, cuando llegó este jueves, cuando finalmente pudo palpar la pared de esa pieza de un golpe con la palma de su mano, hizo que dijera con un hilo de voz eso que pocos escucharon y que resumió su vida: “La casa”.