Proceso constituyente y violaciones a los DDHH
¿Usted quiere cambiar la Constitución de 1980? La respuesta es rotunda: SÍ.
Una Constitución producto de un fraude dictatorial, blanqueada por un gobierno democrático el 2005, que otorga al Estado un rol subsidiario y residual, propicia el lucro de los privados con la salud, la educación, las pensiones; que niega a los empleados públicos el derecho a huelga, silencia a los pueblos indígenas y a las mujeres las condena a no tener autonomía sobre sus cuerpos debe ser anulada. Esta Constitución defendida por leyes orgánicas que sólo pueden ser cambiadas con un quórum del parlamento de 4/7; por un Tribunal Constitucional y un Consejo de Seguridad Nacional sólo ha permitido tener una democracia débil que promueve desigualdad y abuso.
El proceso constituyente diseñado en el parlamento el 15 de noviembre del 2019, no asegura cambios sustanciales a la Constitución actual. Indudablemente, se puede dejar atrás el simbolismo de la Dictadura, pero no hay muchas posibilidades de que los candados de la actual Constitución sean rotos. No es una exageración creer que nada muy sustancial cambiaría. ¿Por qué?, porque definieron que la Convención Constituyente proponga leyes que reúnan un consenso de 2/3 de los asambleístas, quienes a su vez, serán elegidos por distritos parlamentarios, es decir, el mecanismo favorece a los actuales partidos políticos, en desmedro de los independientes y de otras fuerzas sociales que se verán excluidas de tener representación.
Ahora, imaginemos que toda la oposición obtiene más de 2/3 de asambleístas, ¿entonces se podrán hacer cambios fundamentales? Primero, es casi imposible que esta idea tenga alguna posibilidad de ser una realidad, pero si así fuere, tampoco se harán los cambios, pues la mayoría de los artífices de “esta gran oportunidad de cambio” tienen trayectorias que se ajustan a los intereses de la actual Constitución y han sido sostenedores del modelo económico, las estructuras sociales y la pálida democracia que tenemos.
Permítanme aseverar que no es virtud ser olvidadizo: ¿quién fue el principal impulsor de la privatización del agua?, Eduardo Frei Ruiz Tagle; ¿quién permitió que Augusto Pinochet volviera Chile y no fuese juzgado ni condenado?, José Miguel Inzulsa; ¿Quién negó el asesinato de Matías Catrileo?, Felipe Harboe; ¿Quién comandó la oposición a la reforma en pro de mayor equidad educativa propuesta por Michelle Bachelet?, Ignacio Walker; y así podría entregar mucha evidencia sobre las conductas de estos predicadores del cambio, quienes, cual gatopardistas espabilados, tratan de sortear una crisis sin cargar la cuenta que han consumido.
¿Usted quiere paz social?, pues SÍ, la respuesta es sincera y categórica.
Necesitamos un Chile armónico, regido por un sentido común que respete las diferencias, un lugar que resuelva sus desigualdades, un espacio en donde sus enfrentamientos se desarrollen en el marco de una concordia que avanza hacia mayores niveles de justicia.
¿Nos proponen construir paz social?, claro, en base a la sumisión, a renunciar a la movilización social, a la intimidación jurídica, a la amenaza de cárcel, el riesgo de ser herido/a o la posibilidad de ser asesinado/a. Atropellos amparados en el silencio de muchos demócratas de ayer, quienes hoy, revestidos de fervientes defensores de la paz social, utilizan el término como muletilla asociada a su desbandada mezquindad.
Cualquier proceso constituyente debe desarrollarse sin apremios, sin coacciones, sin chantajes ni amenazas y con el Estado como garante de que el proceso asegure democracia, representación, participación y deliberación en la toma de decisiones. Hoy, ninguna de las características anteriores está comprometida, lo cual le otorga un carácter aberrante a todo el procedimiento. Como país, no es soportable construir, nuevamente, una institucionalidad sobre la base de las violaciones a los derechos humanos e impunidad a los represores civiles y uniformados.
Por lo anterior, exigir respeto a los DDHH, más democracia y transparencia en la construcción de un proceso constituyente inquieta al establishment político, entonces, descalifican catalogando de “ultras”, “maximalistas”, “destructores” y cuanto término les sirve para socavar la idea de más democracia y más participación. Nótese que nadie está pidiendo revoluciones, ni socialismos del siglo XXI, sólo se exige condiciones integras para concursar un proyecto de país.
Ante la inminencia del plebiscito del 26 de abril, nos enfrentamos a un dilema: o somos capaces de obligar al gobierno y a sus cercanos (oficialistas y opositores) a cesar la represión, liberar a las presas y presos políticos, iniciar juicios a los represores y, a hacer los ajustes institucionales que aseguren un proceso constituyente democrático, participativo y reformador o aceptamos el trazado del parlamento y el gobierno y se concursan “cambios en la medida de lo posible”, consagrando la idea de paz y justicia social como un anhelo imposible. Usted elige…