"Prendieron como bencina en las multitudes": La crónica de Lemebel sobre Los Prisioneros
"De levantarme una mañana y encontrar el barrio tapizado con las caras de laucha de Los Prisioneros, "la voz de los ochenta", multiplicada en el póster comercial que delata la derrota de una década, la perdida rebelión, y tantos, tantos sueños que había en sus cabecitas negras, ahora peinadas con el gel maraco del repulsivo mercado. Así, fueran Hugo, Paco y Luis, los tres sobrinos vivarachos del Pato Donald, que hicieron creer a toda una generación de jóvenes, que el mañana democrático era un sol de promesas que pintaría de amarillo la basura de sus cunetas."
Este extracto pertenece a la crónica radial realizada por Pedro Lemebel y transcrita para su libro De perlas y cicatrices (LOM, 1998), en el que también aparecen otros escritos que incluían alusiones a nuestra música popular (Gloria Benavides, Palmenia Pizarro, Zalo Reyes, la Nueva Ola, Myriam Hernández). El escritor, en el texto titulado Los Prisioneros (o "el grito apagado de los ochenta"), narra –con su edulcorada y subversiva pluma– sus reflexiones sobre cómo vio la irrupción de la banda sanmiguelina en el corazón de los 80.
"Pero no fue así, porque los aires cambiaron para muchos, pero no para los chicos pobla que siguieron la huella delictual de sus veredas cesantes, sus veredas amargas de mascar el polvo y la angustia suicida de la pasta base. Tal vez, Los Prisioneros nunca fueron tan marginales, tan patos malos, apenas tres pálidos liceanos que guitarreaban sus broncas en la esquina del medio pelo, cerca de la Gran Avenida, en San Miguel. Quizás, tampoco tuvieron que ser tan dark, tan punkies, tan heavy metal, para componer la canción más hermosa del rock nacional: 'El baile de los que sobran'. Acaso esa mordida timidez de flacos sin bulla, de cabros pajeros florecidos de espinillas, que se juntan en la tarde a rocanrolear una cerveza. A lo mejor esa misma achunchada vergüenza de ser clase media, fue el argumento que los lanzó a la fama musicalizando sus anónimos sueños, sus humildes rabias frente al aparato represor que, por esos años, apaleaba al tierno corazón de los mariguaneros de barricada".
Lemebel no esconde la fascinación que le causa la historia del trío, impregnándole mística con su relato callejero pero pomposo. Tampoco oculta el fanatismo por aquellas canciones que se fueron transformando en clásicos de nuestro cancionero pop y que hasta hoy son patrimonio sonoro de nuestra cultura, como la composición de Jorge González que hoy es himno del despertar chileno gracias a frases como "El futuro no es ninguno, de los prometidos en los doce juegos", que ya en 1986 cuestionaba el sistema educacional chileno.
"Tal vez entonces, la emoción del patear piedras, tirar piedras, comer piedras, tenía que ver con esa impotencia de los chicos que perdieron sus verdes años combatiendo la dictadura. Quizás por eso, Los Prisioneros cayeron parados en los actos políticos, agotados por la depresión del Canto Nuevo, el testimonio charanguero y el llanto de la quena. Por eso prendieron como bencina en las multitudes que coreaban el "Pinocho, escucha, ándate a la chucha". Ellos hicieron bailar la protesta con las cuatro notas de su poético pop, su sencillo pop, su irónico pop, y la lírica resentida de sus letras burlándose de los que no se llamaban ni González ni Tapia. "Por qué no se van del país", si no les gusta, aullaban los bellos perejiles del rock territorial, sudaca y cantinflero. Con tres zapatillas rascas, tres polentas negras, tres blujines carreteados, y la voz del Jorge González tirando mierda con ventilador a los milicos, a los hippies conformistas, y a cuanto pirulo burgués, fanático de la cultura extranjera que se atravesaba por sus canciones".
Ni por la razón, ni por la fuerza se llamó el doble disco compilatorio que la EMI lanzó en 1996 para seguir obteniendo réditos de la fama que la banda más icónica de los ochenta seguía acrecentando ya en democracia. Un disco que aparte de casi todos sus éxitos, incluye canciones inéditas y rarezas como canciones interpretadas en su prehistoria, todo mientras que su principal compositor continuaba su carrera solista.
"Pero no pasó mucho tiempo que esa balada rebelde se hizo gusto fetiche del underground pituco, que por esos años paraba las patas en algún local clandestino de Santiago. La acomodada vanguardia juvenil, que adoptó a los nenes atorrantes de San Miguel domesticando las mechas tiesas de su porfía rockera. González fue el primero que cayó en la seducción de esas niñas violentas con pelo verde que, llegando de Madrid, traían de contrabando la movida española. Jorge fue el primero que se dejó embrujar por el estilo cult, los tragos finos, y todo el circo taquilla de ese lejano destape. Fue el único que creyó los piropos de roto talentoso que le decían sus nuevos amigos. Acaso su acalorada fiebre por el cambio fue sólo la excusa para volar del barrio rasca. Tal vez, el vocalista líder de Los Prisioneros se juró Lennon con sus entrevistas puntudas, sus camisas sicodélicas y los lentes de contacto azules que usó para el video clip que hizo junto a Miguel Tapia, el más apagado de los integrantes, el único que siguió fiel a su lado cuando Claudio Narea renunció al grupo".
Su crónica llega al punto incómodo tan clásico de su estilo. Porque para Lemebel, González había cambiado entrado los 90, embriagado por las luces destellantes de la fama, según describe. Quizás, el dominio absoluto que el bajista tuvo sobre la obra de Los Prisioneros fue algo que le incomodó, porque no hay dudas que su ideología máxima era cuestionar el poder desde su posición de "pobre y maricón", ímpetu que vio perder en Jorge tomando como referencia sus palabras. Además, lo enfrenta valóricamente al que fuese su compañero y al que considera como el más consecuente del grupo: Claudio Narea, echándole leña a un fuego que seguía quemando toda la retórica historia prisionera.
[caption id="attachment_337803" align="aligncenter" width="900"] Cristian Galaz[/caption]
"Es posible que Claudio, quizás el prisionero más idealista, regresara al barrio asqueado de tanta farándula. Porque más allá de los motivos personales de aquella separación, más allá de la pelea que tuvo con Jorge, algún pacto de esquina se había roto. Y Claudio, tan bellamente aindiado, se viró de aquellas falsas luces. Precisamente cuando la banda era top, él volvió a la cuadra y vio el ascenso de sus antiguos yuntas ganando plata a manos llenas, moviendo a la Quinta Vergara al compás de sus viejas rebeldías. Claudio los vio por televisión emocionado, y apretó los ojos de su prisionera pena para no llorar, sabiendo que la vida tenía muchas vueltas, convenciéndose que él estaba bien en la suya tocando con Los Profetas y Frenéticos, que era consecuente organizando el sindicato de rockeros en La Cisterna, donde iban los locos pungas a rasguear sus reventones. Que el Jorge González, creído y solista en la película del clip televisivo, algún día se iba a cansar de correr a poto pelado cantándole a la felicidad de los ricos. El Claudio esperó paciente, caminando por la Gran Avenida, que al Jorge le dieran vértigo las luces de Manhattan, donde se fue a triunfar cuando olvidó los tarros pateados de su adolescencia".
Al escritor, en comentarios que aun se pueden leer en diversos portales y blogs, le siguen lloviendo críticas por cuestionar a González y tildarlo de soberbio y rockstar. Aunque, años más tarde, también volcó su artillería literaria en contra del guitarrista que tanto defendió, cuando éste participó en la segunda versión de El Baile en TVN en el otoño del 2007. "A muchos nos dio pena verte empaquetado de frac y bailando con la reina. A otros les dio lo mismo. Y a algunos pocos se nos apretó el corazón con un sabor a pérdida, a mediocridad, a fracaso”, escribió Lemebel en ese entonces criticando a Narea, quien tampoco reparó en responderle con una palabras de igual calibre: “es un traicionero, una lengua de serpiente”. Pese a todos, la amistad entre ambos se mantuvo con los años hasta los días finales de la querida yegua.
"Así, de verlos esta mañana en el afiche que promociona la reedición de sus temas, prefiero no pensar en su reencuentro. Prefiero creer que en algún patio de esta comuna, aún tres flacos poetizan la ira operática de su bulla. En tanto, sigo caminando por la ve: la sucia de San Miguel, pensando en encontrarme al Claudito a la vuelta de la esquina, cuando me cierra un ojo en el cartel y me invita a bailar apretado 'El baile de los que sobran'".