“Cuaderno de viaje a Chiapa” de Vicente Plaza: la cocinería de un artista
Historietista, dibujante y guionista de cómics, tiene formación académica en teoría e historia del arte. Antes, la secundaria la hizo en la escuela de Artes Gráficas de San Miguel. Fue asistente del recordado Themo Lobos en Ogú, una de sus aventuras editoriales en 1979, cuando no se publicaban revistas ni era posible sostenerlas por mucho tiempo. Sus primeras publicaciones firmadas fueron en la revista infantil Chumanguito de Punta Arenas en 1982. Luego, a contracorriente del apagón cultural, colaboró con diversas publicaciones que reaniman al género del cómic, que ya se daba –también– por desaparecido.
Cuando se interrumpió de golpe la virtuosa tradición de la historieta en 1973 se abrió un paréntesis oscuro que duró casi una década. Así, en los ochenta desde la marginalidad se asomó un cómic nuevo, prácticamente huérfano respecto de las grandes firmas y editoriales que dieron vida a la historieta chilena. Entre los jóvenes de entonces estaba Vicho animando con otros las páginas marginales, autoeditadas, no autorizadas, que hacían respetuosos guiños a la tradición con la irreverencia de una generación de dibujantes que crecía bajo y contra la dictadura. Un underground chilensis. Estaba Vicente Plaza, claro, y una pléyade de autores y autoras que iluminaron revistas de todos los portes, tipos de papel, frecuencias, estilos y calidades, que sería largo enumerar. Al menos nombremos a Trauko y Bandido, donde Vicho colaboró. Y digamos que, en el anonimato colaboró en Condorito: un “pituto” que muchos tuvimos. Hace muy poco descubrimos con Vicho que somos coautores de una historieta larga firmada, por supuesto, por Pepo. Vicho también hizo viñetas de actualidad para La Prensa Austral y El Mercurio y más tarde dibujó, como uno más del equipo, para la incipiente industria del dibujo animado chileno: Mampato y Ogú en Rapa Nui y Papelucho.
Desde el margen, tirando líneas y colores, mantuvieron el fuego encendido, cumpliendo un papel digno de gratitud. Vicho parece un solitario, pero no lo es si se trata de reconocer el vínculo con su generación y sus colegas, en sus trabajos en colaboración donde ha recopilado o adaptado obras de otros autores, como los libros Monos chistosos y Monos serios (2007 y 2008 respectivamente); VichoQuien en diálogo con Jorge Opazo (2010) o su reciente adaptación libre de El Topo, la película de Jodorowsky, que hizo con Juan Vásquez (2018). Y están por supuesto sus libros individuales como Las Sinaventuras de Jaime Pardo y Si no tienes donde ir, historias de amor y existenciales, ambos del 2011.
Digamos que Vicente no solo se destaca como autor sino también como un observador crítico, que tiene el coraje de opinar en un ambiente que no pierde la oportunidad de guardar silencio. De la generación de Los Prisioneros no le cabe la canción Nunca quedas mal con nadie. Sin esa masa crítica el arte se acomoda. Hace falta el atrevimiento de los bichos críticos. Valga la ambigüedad ortográfica.
Parte de su atrevimiento es hacer libros inesperados, excéntricos sin ser snobs, como este Cuaderno de viaje a Chiapa. En esto de los apuntes de viajes hay cierta tradición. Por supuesto están los primeros dibujantes que vinieron en las expediciones a este nuevo mundo. El dibujante era el reportero gráfico de la aventura. Más adelante habría que recordar los graciosos dibujos que Vicente Pérez Rosales hace en su Diario de un viaje a California, a mediados del siglo XIX. Difícil de clasificar, el diario viaje se puede ubicar entre lo que Leonidas Morales llamaba “la escritura de al lado” o “géneros referenciales”; entre los cuales están la carta, el diario íntimo y –¿por qué no?– el testimonio gráfico como este Cuaderno de viaje a Chiapa de Vicente Plaza (Nauta Colecciones Editores, 2019).
Vicho hace apuntes en su cuaderno sobre una expedición familiar. Una visita íntima y pública, familiar y comunitaria, con el gesto autobiográfico que es parte del sello del autor. Está la familia del dibujante y otras familias que llegan a la fiesta de los pastores y al cuaderno de matemáticas. Visitan un lugar remoto donde vivieron y viven parientes, retomando una genealogía donde se trenzan los orígenes aymara y quechua, en un territorio que fue habitado por los ancestros antes de que esos lugares tuvieran el nombre de Argentina, Bolivia y Chile. La visita y las conversaciones dan cuenta de nuestro mestizaje. Conversan del carnaval de Oruro y de Potosí y queda la pregunta de si Chile tiene carnaval.
Mientras exista la fiesta, el lugar de la fiesta es el centro del mundo
En el proceso compartido el artista-viajero transcribe canciones de un librito que reparte el monaguillo en la misa de la pascua de los negros. El dibujante cronista se documenta. Hace una descripción parsimoniosa de trajes, bailes, de las interacciones. Semejan apuntes de un coreógrafo. En sus estampas de la procesión, en la detención de los rasgos de cada retrato, la mirada de Vicente nos muestra una comunidad que encarna la diversidad, creencias, historias mitologías, problemas comunes. Así, está la ceremonia para la abundancia del agua, los cuentos y el humor de los duendes y las mitologías del Chile profundo que se están perdiendo; pero nada se pierde mientras se tenga memoria y registros –como este– que la preserven.
En algunas ilustraciones la mantención del cuadriculado del cuaderno de matemáticas produce la ilusión de un mosaico. La producción, el diseño, tiene una intención, un modo facsimilar, lo que la conecta con un tipo de publicaciones que a mi juicio tienen valor patrimonial en la medida que conservan la espontaneidad del momento de creación, como sucede con El diario de Francisca (Hueders 2019) y otros cuadernos recientes, donde el contenido adquiere un valor documental, testimonial. Esa amabilidad, esa virtud de compartir los procesos privados tienen los bocetos, bosquejos, garabatos, ilustraciones, apuntes de artista… en una época en que prácticamente ya no hay originales de los dibujos ni rastros de las obras que se publican en la web. En efecto, cuando los recursos digitales han hecho desaparecer los manuscritos y los originales en papel, reproducir la “cocinería” que revela la intimidad del trabajo del artista (la “previa” al trabajo totalmente terminado, la marca del grafito) tiene un valor casi patrimonial. Los originales, los borradores, adquieren un valor que no tenían.
El ejercicio del croquis mantiene “en forma” al artista, revela esa pulsión de quien no puede dejar de dibujar o escribir; y hacer esto que nadie pide ni paga, pero que vale la pena. El dibujante captura el instante y, en el caso de Vicente Plaza, lo comparte. Por ello esta es nuestra propia fiesta, venimos a celebrar y saludar este libro. Leerlo y disfrutar sus imágenes también será una forma de viajar.