La revolución del k-pop

La revolución del k-pop

Por: César Tudela | 30.12.2019
A pesar de que muchas personas se enteraron de su existencia cuando apareció su nombre vinculado al informe big data que el gobierno de Sebastián Piñera envió a la Fiscalía Nacional, el k-pop es, para una considerable cantidad de adolescentes y jóvenes del país, un fenómeno de larga data. Asisten en masa a los concierto que anuncian las bandas del movimiento –con artistas que mezclan rock, pop, rap, r&b y hasta trap, con coreografías tan livianas y amables como rigurosamente ejecutadas– y su fidelidad puede ser incluso más acérrima que la de fanáticos de otros estilos canónicos dentro de la música pop. Pero detrás de este fenómeno cultural (y empresarial), hay una política de Estado: la manera en que Corea del Sur encara su lugar en Asia y su relación con el mundo occidental.

A principios de año, el 18 y 19 de enero, se llevó a cabo en el Estadio Nacional el SM Town Live: Special Stage, el gran espectáculo de SM Entertainment, una de las disqueras más importantes de Corea del Sur y que contiene uno de los catálogos más reconocidos del k-pop mundial. El clásico evento de pop coreano se realizó por primera vez en el país y congregó a una considerable audiencia de unos 40 mil asistentes entre ambos días.

No exento de problemas por parte de la producción, a cargo de NoiX Entertainment –empresa que fue creada inicialmente como un fan club–, los shows que tuvieron a artistas como BoA, Hyoyeon y Yuri de Girls’ Generation, Key y Taemin de SHINee, Amber, Red Velvet, Super Junior, EXO, NCT DREAM y NCT 127, consolidaron la relación que los fanáticos locales tienen con el k-pop a nivel regional. De hecho, para SM Entertainment fue un hito elegir a Chile como el primer país en Latinoamérica en recibir este show, incluso pasando por alto a Argentina, en donde se lleva realizando por una década –y de forma consecutiva– el concurso KPOP Latinoamérica, organizado nada menos que por el Centro Cultural Coreano del país trasandino.

Sin duda, el k-pop como fenómeno de tecnología cultural propio de la era digital y de las redes sociales no surgió por generación espontánea. A diferencia de lo que proyectaría a nivel artístico, no tiene nada de superficial. Al contrario, para Corea del Sur es una cuestión de Estado. Su apuesta en la industria cultural, como parte fundamental de su política, tiene como punto primordial la difusión hacia el exterior de productos producidos en su nación, teniendo el k-pop un lugar privilegiado en esa ecuación, ya que es un enorme negocio que tiene un dilatado costado empresarial.

Una politi-k de Estado

Más que una fusión o un sincretismo entre músicas populares de occidente y oriente, el k-pop obedece a un fenómeno de asimilación cultural: la mayoría de sus melodías y estética sonora tienen una clara influencia del pop japonés (masificado por las bandas sonoras de series y películas de anime) y, sobre todo, del pop estadounidense (con el modelo producido por las boy bands de los 90). Esto tiene su lógica: por un lado, Japón es la potencia asiática que más marcó culturalmente a sus vecinos, y por otro, Corea del Sur mantiene desde hace décadas estrechas relaciones económicas y políticas con Estados Unidos (hasta 1961, los asiáticos recibieron más de tres mil millones de dólares como donación por parte del país norteamericano, una cifra muy alta para la época y visto internacionalmente como un privilegio por estar en la frontera más caliente de la Guerra Fría). Esta política de apoyo económico y militar extranjero siguió durante décadas y fue clave para el devenir exitoso de una serie de medidas económicas –de corte neoliberal– realizadas por el entonces gobierno dictatorial coreano.

Antes de eso, Corea del Sur, desde su constitución como nación tras la separación con Corea del Norte hace más de medio siglo, era uno de los países pobres del Asia Pacífico. “Sobrevivía explotando materias primas, con un PIB per cápita menor al de Chile (…) cuya principal exportación hace 50 años era el pescado seco”, informaba el periodista Daniel Matamala en una columna de enero en CNN Chile, y agregaba: “entonces comenzaron a imitar productos industriales baratos, siguieron con tecnología de punta (…) apostó por la educación y la ciencia. Hoy es uno de los líderes en las pruebas PISA, y es el país del mundo que más invierte en investigación y desarrollo: más de 4% de su PIB. Chile, por mientras, invierte el 0,4%”.

La arremetida económica surcoreana se produjo a mediados de los 70, cuando tras la guerra, el Estado dirigió hábilmente las inversiones norteamericanas y japonesas (aliados durante la guerra separatista con Corea del Norte) hacia sectores estratégicos como la industria automotora (Hyundai, Kia) y el desarrollo tecnológico (Samsung, LG), que recibían incentivos estatales, iniciando así su transformación macroeconómica: pasó de ocupar el 45,7% de la población activa al 11,6% y actualmente representa solo el 3% del PIB. Tras una política económica proteccionista (con una burguesía que, a la sombra del Estado, reactivó el mercado interno), se impulsó el desarrollo, aplicando una política de industrialización por sustitución de importaciones, cerrando el ingreso al país de toda clase de productos extranjeros, salvo materias primas. Se hizo una reforma agraria con expropiación sin indemnización de latifundios japoneses y además nacionalizaron el sistema financiero.

Con un país estable en lo económico y una lograda paz interna, Corea del Sur se proyecta en los 90 a externalizar sus logros sumando a la cultura como factor clave de su propaganda. La prensa china incluso llamó “hallyu” a la ola coreana de productos culturales surcoreanos que irrumpieron progresivamente en la región asiática, primero, y luego a nivel mundial mediante la expansión de las tecnologías digitales, la moda, el cine, las telenovelas (k-drama), la cosmética y, por supuesto, la música. “En los años 90, Corea decidió sumar poder blando e instaló más de 300 departamentos de industria cultural; ahora exportan cine, música (del ‘Gangam style’ al k-pop), moda y estilo de vida. La «ola coreana» conquista al mundo como antes lo hicieron otras potencias exitosas: Estados Unidos, Europa y Japón”, resumía Matamala en la misma columna anteriormente citada.

Todo esto tiene que ver con cierto rasgo de la idiosincrasia coreana tendiente a optimizar la relación tiempo/eficacia. La autocreación del k-pop obedece fielmente a esto, a tal punto que, desde el germen del k-pop con la aparición del trío Seo Taiji & Boys en 1992 –quienes experimentaron con una mezcla de techno y rap– pasaron solo algunos años para que, una vez disuelto el grupo, uno de sus integrantes, Yang Hyeon-seok, fundara YG Entertainment, la primera mega fábrica surcoreana generadora de artistas. Al poco tiempo y por efecto dominó, Lee Soo Man y Park Ji-Young –otros dos cantantes de pop– levantaron SM y JYP Entertainment, respectivamente. Así surgieron los tres gigantes de la industria cultural coreana, verdaderas usinas generadoras, formadoras y patrocinadoras de talentos.

Desde entonces, la “marca surcoreana” pasó de ser un proyecto de gobierno a una realidad contante y sonante de alcance global, producto de una decidida y sostenida política de autodeterminación y reafirmación cultural a lo largo de la historia y que hoy, a veinte años iniciada esta conquista, tiene al k-pop como referencia máxima de su identidad cultural.

Contracultura pop

La de Corea del Sur es una historia cultural milenaria, que ha sido pulmón de sus cambios sociopolíticos. Pasaron de ser uno de los tres países más pobres del mundo en los 50, a estar entre las mayores potencias mundiales en la actualidad gracias a su política cultural, ya que tras la guerra separatista, legitimaron su identidad desde la cultura, desvinculándose de la política armamentista de Corea del Norte. Es más, si se va un poco más atrás en su historia, puede encontrarse el gen de la identidad coreana. Hace más de 600 años, el Estado se planteó una ambiciosa e impresionante política cultural: crear su propio alfabeto, el hangeul, que delineó su ethos nacional a partir de la lengua. En resumen, la coreana es una civilización milenaria con una turbulenta historia, pero destinada a desmarcarse y reconstruir su identidad a fuerza de ingenio y políticas de Estado.

“Un tercer grupo de la big data del gobierno son los jóvenes. Es el grupo más elevado, según el análisis, y que anima la movilización (…) «Son aficionados al K-Pop», es una de las características que destaca el documento”. El pasado domingo, un reportaje de La Tercera develaba parte de un informe entregado a la Fiscalía Nacional por parte de la cartera que lidera el Ministro del Interior, Gonzalo Blumel. La mención al fenómeno musical asiático no dejó indiferente a nadie. Las opiniones ante esta caracterización de los jóvenes manifestantes, entre bromas y burlas, también trajo a la memoria un episodio similar en el Caso Bombas, cuando nuevamente una “arista” cultural-musical ridiculizó la investigación de la Fiscalía, que en esa ocasión tenía como prueba de supuestos atentados incendiarios un póster del líder de Guns N’ Roses, Axl Rose.

Hoy, es el pop surcoreano el foco de identificación e influencia de los jóvenes que han sido protagonistas del estallido social según el informe big data. Pero, ¿qué es el k-pop? ¿Cómo lo entendemos? Para el periodista y crítico musical Andrés Panes, “el k-pop es una expresión cultural. Olvidémonos que son solo canciones”, aunque asegura que son justamente éstas las razones de su alto impacto mediático e influencia juvenil: “son increíbles, diseñadas para anclarse en tu memoria, a veces con más de un gancho (muchas parece que tuvieran dos o tres coros). Son perfectamente diseñadas para ser gusanos cerebrales, las melodías son increíblemente buenas y adictivas, la producción es de alto vuelo tecnológico, musical y creativo. Es un producto muy perfecto”. Y financieramente muy rentable: el producto de la ola coreana en 2018 fue de 18 mil millones de dólares (significando un aporte mayor al PIB que empresas gigantes como Samsung). Otro dato: el Servicio Nacional de Pensiones de Corea del Sur (NPS) es dueño del 4,8% de las acciones de SM Entertainment.

La ola coreana, luego de 20 años de formación, hoy se consolida en la industria como ningún otro fenómeno musical, a pesar que su desarrollo ha estado fuera del radar analítico de los medios especializados occidentales, solo atendiendo como una particularidad dentro de la música pop y no como un nuevo engranaje en su maquinaria. Un botón de muestra de su potestad son los exorbitantes números de la boy band adolescente surcoreana más importante del último lustro por excelencia: BTS. El septeto facturó el año pasado 4,65 mil millones de dólares y logró posicionar tres álbumes en el #1 en la famosa lista Billboard de EE.UU., una hazaña que es aún más sorprendente si se tiene en cuenta que sus canciones son principalmente en coreano. Y qué hablar de lo que provocan en sus fanáticos, una histeria solo comparable con la beatlemanía sesentera.

Entonces, ¿podría esta banda de k-pop influenciar social y políticamente a los jóvenes chilenos que propiciaron el estallido social y que han sido el pulmón de las manifestaciones que se extienden hasta el día de hoy? Andrés Panes, tras analizar la obra de BTS (que posee irrisorios récords de ventas y reproducciones), nos da una visión de esto al respecto: “Ellos tienen canciones súper coyunturales. Me di cuenta que tenían unas letras y unos videos que eran así como ‘Another brick in the wall” de Pink Floyd, con reclamos al sistema educacional y alusiones que tienen que ver con conflictos morales, valóricos y con la brecha generacional. Me he cagado de la risa con (la mención del k-pop en) el informe, pero también he pensado que igual hay un poquito de eso que tal vez se traspasa. Siento que tiene que haber un componente de eso, aunque me la jugaría mucho más con el argumento del talento”.

“¿Quién hubiera pensado, hace sólo unos años, que miles de fanáticos chilenos iban a estar admirando e imitando, no a estrellas de Hollywood, sino a cantantes de Corea?”, se preguntaba Daniel Matamala en cámara, días antes de la realización del festival SM Town Live. ¿La razón? “Es muy común que la gente que no está acostumbrada a escuchar k-pop `quede loca las primeras veces. Parten electrónicas pero tienen un coro popero y por ahí un puente de otro estilo nada que ver”, dice Panes, y agrega: “la música es buena, impredecible, interesante, pegote, inmediata. Es pop de la más alta gama, pero aparte de eso, te encuentras con un universo muy apasionante donde hay gente súper talentosa (productores, coreógrafos, videístas, diseñadores)”. Como la invasión brit en los 60, hoy de nuevo parece no importar la limitante idiomática y la lejanía cultural. El k-pop mantiene sus letras con esa lengua creada hace siglos –recurriendo hábilmente a estribillos en inglés–, penetrando en las adolescentes mentes occidentales desde el hangeul y, desde ahí, iniciar su invasión cultural. Porque el k-pop es mainstream o no es.

En lo musical, “el k-pop es como una respuesta al hip-hop anglo, y el rap tiene esa capacidad de que es súper moldeable a todo, entonces el k-pop tiene también esa adaptabilidad. Por eso hay unos grupos medios funky u otros medios dubstep”, explica Panes. Al igual que los artistas, la producción de las composiciones también está sistematizada: solo SM Entertainment tiene a su disposición unos 400 compositores que generan unas 3000 canciones al año, de las que saldrán los futuros hits destinados a enloquecer al fandom internacional. Y asegurada la oferta, hay que generar la demanda, y en eso, los sellos del k-pop tampoco se pierden: bajo una lógica dinámica, crean toda la expectativa antes de los lanzamientos –tanto de nuevos artistas como de nuevas canciones o discos–, creando una verdadera liturgia en los seguidores. Por ejemplo, en septiembre de este año el co-CEO de SM, Kim Young Min, mencionó en una entrevista que “Los proyectos de nuestra empresa se centran principalmente en la segunda mitad de este año. En la primera mitad, vendimos alrededor de 1,27 millones de álbumes, pero cuando EXO, NCT y Red Velvet publiquen álbumes de estudio en la segunda mitad de 2019, no habrá problemas para ver un aumento en las ventas anuales de álbumes. También planeamos lanzar un nuevo grupo de chicos y otro de chicas el próximo año”. Así es como entre los fanáticos, la expectación crece, se viraliza y cuando finalmente se devela la incógnita y se produce el lanzamiento, el éxito está casi asegurado.

Vive rápido, muere joven

Pero no todo lo que brilla es oro. A diferencia de la mayoría de las popstars de occidente, los Idols coreanos son formados desde muy niños para convertirse en megaestrellas. No se descubren, se crean. Nada es al azar: todo lo que rodea al k-pop es resultado de una cuidadosa construcción. Los grandes sellos discográficos (como YG, SM y JYP) mantienen agencias de talento y escuelas donde se forman a centenares de cantantes y bailarines bajo una disciplina estricta y una estrategia de entrenamiento vertical y sistemática, que lleva la idea de autoformación al extremo, con el objetivo de llevar su oficio a la perfección. Su método de adiestramiento ha demostrado ser tan implacable como doctrinario y salvaje: realizan periódicamente multitudinarias audiciones de candidatos a artistas, que una vez seleccionados, se someten a un régimen de formación que incluye clases de canto, baile, inglés, actuación y una rutina diaria de ensayos a jornada completa, que se extiende al menos durante tres años –en algunos casos hasta diez– antes de hacer el debut como artistas k-pop, no sin antes firmar contratos en donde las productores asumen el control casi absoluto de sus vidas personales y públicas. Una de las cláusulas más comunes establece, por ejemplo, que los artistas deben permanecer solteros. Todas estas exigencias han demostrado ser una bomba de tiempo en jóvenes que solo buscaban reconocimiento a través de la música y la actuación.

La fama cuesta y cumplir con el imperativo k-pop de la perfección es incuestionable. Pero a pesar de la dureza del sistema, que ha sido cuestionado por excesivo y hasta cruel en varias oportunidades, no ha amedrentado a los cientos de candidatos que llegan a los sellos y sus subsidiarias para iniciar su formación. A la enorme presión a la que la industria surcoreana somete a sus estrellas, se le suma el tabú de hablar sobre la salud mental y el suicidio de los jóvenes artistas en el país asiático. Las muertes de noveles artistas en la última década como Seo Min-woo (33), Lee Seo-hyun (30), Kim Seok-kyun (30), Jang Ja-yeon (29), Goo Hara (28), Lee Eon (27), Jonghyun (27), Kim Joung-hyun (27), Cha In-ha (27), Jeong Da Bin (26), Rottyful Sky (25), U;Nee (25), Sulli (25), Sung In-kyu (24), Woo Seung-yeon (24), Lee Eun-ju (24), Kwon Ri-se (23), Ahn So-jin (22), Kim Min Soo (23), Seo Jae-Ho (22), Kang Doo-ri (22), Tany (22), Go Eun-bi (21) y Kim Daul (20) han conmocionado a la sociedad surcoreana y a los seguidores del k-pop alrededor del mundo. Una extensa lista que por lo demás, está rodeada de dudas y circunstancias de muerte que apuntarían –sin muchas dudas al respecto– al ritmo frenético y de alta presión al que están sometidos. El suicidio por depresión (debido a la exposición, bullying virtual y frustración) se anota como causa común, así como también extrañas enfermedades al corazón o accidentes de tránsito producto de negligencias en una rutina que no cede tiempo al descanso. Un precio demasiado alto que ensombrece al legado del k-pop, porque detrás de los miles de likes y millones de reproducciones, al parecer se esconden las tristezas y desesperaciones de adolescentes que, teniendo belleza, juventud, dinero y fama, son destrozados por una política de entrenamiento extremo y por el acelerado ritmo de vida que asumen una vez que logran llegar a la cima de la popularidad.

Sucede que mucho más que un estilo musical, el k-pop es la evidencia de una cultura que nunca se quebró. De una cultura que fue flexible cada vez que la historia intentó doblegarla y que hoy conquista al mundo desde celulares y computadoras, con canciones, videos, vestimentas y coreografías a las que toda una generación a nivel mundial se rindió. “La secuencia de pasos son algo que jamás en mi vida podría imitar. O sea, con razón los cabros se juntan a ensayar horas, porque es difícil y requiere un alto nivel de compromiso” nos dice Panes, y complementa: “los videos son como una explosión de estímulos a la cual es muy difícil resistirse. Son muy coloridos y tienen vértigo”.

Con una de las fronteras más militarizadas del mundo, obligada a respetar ese paralelo 38 que la separa de Corea del Norte –comandada por el impredecible Kim Jong-un–, Corea del Sur se acercó al mundo con su –lúdica si se quiere– apuesta cultural basada en una música fabricada para el consumo adolescente. El k-pop, como fenómeno cultural, social y empresarial, extendió su manto sobre el mundo y caló hondo en un Chile que se abrió al mundo con cuanto tratado de libre comercio se le cruzó desde principios del siglo XXI, sin imaginar las consecuencias. Hoy, avivado por un incombustible entusiasmo juvenil subversivo, parece ser que el k-pop es parte de una banda sonora –paralela y suburbana– de la resistencia. Al menos, eso dice la big data post estallido social y una bajada de El Mercurio que indica que la marcha del último viernes del 2019 en Santiago fue “convocada por grupos ligados al k-pop”. Son tiempos de la revolution-desu.