Germán Marín:  El escepticismo es una moral

Germán Marín: El escepticismo es una moral

Por: Elisa Montesinos | 30.12.2019
Se nos fue Germán Marín dejando un último libro de relatos, “Un oscuro pedazo de vida”, publicado hace unas semanas por Lecturas Ediciones. El autor de “Ídola” y “El Palacio de la Risa” vivió en Barcelona 15 años exiliado de la dictadura pinochetista (1976 a 1992), donde concibió y escribió gran parte de su trilogía “Historia de una absolución familiar”, que publicaría posteriormente ya de regreso en Chile. Cuando publicó el primer tomo “Círculo vicioso” en 1994, habían transcurrido más de dos décadas de la publicación de la que era hasta entonces su única novela “Fuegos artificiales” (1973). Sin embargo España no se había percatado de su literatura hasta que fue reconocido por el crítico Ignacio Echevarría, quien calificó su trilogía de “una verdadera hazaña de lo que hoy se entiende por autoficción, tendencia a la que Marín se adelantó con rigor y radicalidad asombrosos”. Aquí desempolvamos una entrevista publicada en la mítica revista La Calabaza del Diablo, realizada a comienzos de siglo.

Se venía Marín, mientras esperábamos el encuentro con el rec en on. Pero las cosas de la realidad trocaron tal conversación en unos buenos jarros de cerveza, allí en la esquina junto a la librería, permitiendo que este registro fuera, principalmente, un diálogo textual: la obra citada frente al puño y la letra del escribiviente.

Nos interesaba el tema de lo autobiográfico en los dos tomos de la trilogía iniciada con Círculo Vicioso. El escritor como un “escribiviente” Las notas al pie como ámbito para una escritura personal: “Estas notas personales no deberían ir aquí, pero a través de ellas siento que me implico más en el libro, sobre todo porque están escritas bajo la misma tinta, dentro de las mismas inquietudes que cruzan el texto central” escribe en Círculo Vicioso. O el diario como género para la expresión de esa voz personal. Como escribe en Las Cien Águilas citando a Blanchot: “el diario arraiga el movimiento de escribir en el tiempo, en la humildad de lo cotidiano, fechado y preservado por su fecha”. El juego de identidades del sujeto de la escritura. Venzano Torres. El seudónimo como máscara.

La reina del Plata

Comencé a pergeñar las primeras líneas a mediados de la década del 50, mientras estudiaba en la Universidad de Buenos Aires. Felizmente nada quedó de eso, perdido en los cambios, excepto una que otra nota en la desaparecida revista Ficción, donde, si la memoria no me engaña, escribí acerca de la novela Coronación de José Donoso, recién aparecida en Santiago, un libro cuya portada, de color amarillo, llevaba el dibujo de una palmera hecha por Nemesio Antúnez. Viejos días de iniciación literaria en que, a la vez, veía películas reveladoras de Von Stroheim, de Bergman. Sobre todo fue una época de descubrimientos a través de la lectura que, de manera desordenada, azarosa, me permitió conocer las obras de numerosos autores contemporáneos tales como Andre Gide, Faulkner, Alberto Moravia, Sartre, leídas en húmedas piezas de pensión y cafés del centro de Buenos Aires. Tuve la suerte, entre tanto, de disponer de excelentes profesores que invitaban, desde las aulas de esa casona en la calle Viamonte, a penetrar en las magias de la literatura. Recuerdo entre otros a Raúl H. Castagnino, a Ana María Barrenechea (gracias a quien leí al desconocido escritor que era entonces Cortázar), a Jaime rest, a Borges, el cual más de una vez me diría que el mejor escritor en Chile era Joaquín Edwards Bello. En fin.

Santiago, la horrible

Podría señalar que, a partir de mi regreso a Chile, asumí la escritura con un mayor compromiso, dedicándome a elaborar cuentos que, sin dejar de ser realistas, tuvieran otras connotaciones, dadas sobre todo por un lenguaje interior indagatorio. No lo logré y, tal vez hasta hoy, es lo que busco en la narrativa. Son los años 60 en que viajé a China Popular llevado por la revolución de ese país y, además, pienso hoy, instado por las páginas de La condición humana, de Malraux, cuya concepción de un socialismo trágico me atraía. Estando en Pekín me escribía con Carlos Droguett y Enrique Lihn, entonces en París. Durante esa década tuve con mi mujer la librería Letras, de feliz recuerdo por los amigos que arribaban hasta allí, que, como tantas cosas, murió en 1973 por la falta de libertades. Era un lugar de encuentro donde convivía la mejor selección de literatura del mundo con los libros marxistas que, desde las posiciones heterodoxas del revisionismo checo, italiano, polaco, podían ayudar al proceso que vivíamos con la intensidad de una pasión.

Adiós a la juventud

Bajo aquella tesitura publiqué con Lihn la revista Cormorán, quedando de esa experiencia el personaje Gerardo de Pompier que inventamos, el cual, como se sabe, mi amigo luego desarrolló en dos obras narrativas. Poco después publiqué mi primer libro, la novela Fuegos Artificiales bajo el sello Quimantú. Salió a la luz cuatro meses antes del golpe y, como era de suponer, tuvo una vida efímera al ser requisada por los uniformados. Podría indicar que este hecho, dentro de un conjunto de situaciones más determinantes, significó el comienzo de un exilio que duró 17 años, vividos en México, en España. Creo que por entonces terminó mi juventud que, como en un álbum de fotos, quedaron atrapadas en la memoria muchas imágenes vivientes: la dimensión mítica del Che Guevara, el grupo Los Chanchos con Raúl Ruiz y Waldo rojas, la casa de la calle Perseo donde crecieran mis hijos, el iconoclasta Guillermo Montecinos, el Bar Copiapó, Martín Cerda en Pedro de Valdivia una noche.

La autobiografía imaginaria

No puedo negar que la trilogía iniciada con la novela Círculo vicioso tiene en buena medida una fuerte carga yoística, al grado de que, como se indica en ella, el autor es un escribiviente que se relata no solo como protagonista, sino que además como creador dubitativo en el quehacer de la propia novela. De ahí, entre otros recursos, destinados a ampliar las perspectivas de narración, la presencia del diario del escritor, suerte de volcamiento íntimo donde se expresan, casi de manera cotidiana, las tribulaciones, miedos, tensiones, deseos, sin las máscaras de la ficción, pero como postura no deja de ser, a la vez, una impostura más. Dónde está marcada, vale la pena preguntarse, la línea que separa la imaginación de la realidad.

Otras máscaras de la retórica

Las notas a pie de página existentes tanto en Círculo Vicioso como en Las Cien Águilas constituyen otras de las máscaras destinadas, en una aparente objetividad informativa, a desentrañar los repliegues que a veces se presentan en el discurso narrativo. Ahora bien, he llegado a la módica conclusión de que las notas a pie podrían ser un género literario a desarrollar, en que el texto motivador, central en apariencia, podría constituir la causa invisible de ese nuevo género. Con el poeta Matías Rivas he mantenido algunas conversaciones al respecto que quizá prosperen en un opúsculo titulado La mosquita muerta. Si a la vez, como ocurre en estos libros, tiene por largos momentos un carácter provisional, resulta, digamos, natural que el autor diga por ahí: Yo no escribo, yo reescribo, pues por sobre todo anida en él la hipótesis de que está creando una obra inútil, en deconstrucción permanente, cuyo destinatario, además, no existe. Para ese señor, el lector es una presunción editorial.

Venzano Torres

Inventé su existencia como seudónimo hace ya muchos años con motivo, me acuerdo, de un concurso literario del cual desconfiaba y que, dentro de los datos reales solicitados en la convocatoria, puse ese nombre ficticio para protegerme del jurado. No estuvo mal, gané con él. Lo seguí usando, posteriormente, como colaborador de la revists Punto Final y, de vez en cuando, en distintos trabajos literarios. De ese modo, el seudónimo alcanzó cierto espesor real, el ente ficticio existía. En consecuencia, me resultó legítimo emplearlo en la trilogía como editor de ella, reconvertirlo desde un plano a otro de una identidad quizá verídica.

La escritura es otra vida

Si bien creo poseer una vocación literaria definida, no tengo por la literatura, como ejercicio, una profunda simpatía. Me hubiera gustado dedicar mi vida a otra actividad, cuál, no sé, pero ya es un poco tarde para arrepentirse, de elegir, por ejemplo, ser administrador de un hotel en la playa. En invierno no haces nada. Quizá esta desesperanza proviene del sentimiento de fracaso que me acompaña, al igual que una sombra, cada vez que doy por terminada una obra y la publico. Quedo con el malestar de haber bordeado la obra que deseaba inventar. Escribir es una locura, un desplazamiento a esa otra vida que es la imaginación.

Imagen goyesca

El español Menéndez y Pelayo decía que Chile solo era un país de historiadores y quizá así sea, pero bajo el signo que odiamos la historia, como lo demuestra nuestro transcurso en que hemos pasado de una fundación a otra, la última bajo el régimen fascista de Pinochet. En cualquier caso, de mi parte he asumido la historia, tal como ustedes señalan, como el horror a esta, como fragmento y como expresión de los sentimientos, si bien bajo el propósito acaso fracasado de formar de dichas miradas un tramado polifónico. La imagen de Saturno que devora a sus hijos, en el cuadro de Goya, es tal vez para mí la mejor representación de la historia, en que la nuestra también es parte conceptual. En esa pintura vista por nosotros está en carne viva el sacrificio arrojado, noble, pero a la vez estéril, de una o más generaciones que, en la lucha en contra de la dictadura, hoy solo constituyen el testimonio silencioso y, a veces, incómodo de un pasado. Dentro de las posibilidades del narrador chileno, cabe ser mediante la escritura, un ave carroñera de aquellos años de sufrimiento, alimentarse de aquellas muertes en un acto de transubstanciación, de acuerdo al término de la religión católica.

La violencia

A pesar de que algunos escritores, en un afán liberal de estetizar el pasado, hablan de una cierta República anterior a la Unidad Popular como una etapa idílica, como si se refirieran a una belle epoque de nuestro transcurso, abrigo la sospecha al recorrer las crónicas que Chile siempre ha sido un país atrapado por la violencia, institucional en muchísimas oportunidades, pero, a la vez, víctima de ella misma como nación debido a sus propias estructuras, sobre todo cuando observamos las carencias, lindantes a veces con la barbarie, que presentan sectores pauperizados. Más aún hoy, disueltos ciertos tejidos reguladores, de orden laboral, que ayudaban de algún modo a la convivencia social. Creo que no hay libro mío en que no esté presente la violencia y, si recorro sus páginas, tal vez alcanzo en El Palacio de la Risa, en su relato homónimo, una visión que, sin ser por completo realista, provoca, gracias al contrapunto del pasado y del presente, una verosimilitud narrativa, distinta desde luego a pasajes de Círculo Viciosos y Las Cien Águilas, donde la violencia es extraída desde los hechos mismos, en un jadeo sincrónico que envuelve al relator. Los dramas burgueses son interesantes en cualquier literatura. Pero el autor chileno que escriba desde los años que vivimos, no puede obviar que a sus espaldas hay un pasado reciente sin solución, cuya caja negra exige ser develada. No me refiero a las violaciones de los derechos humanos, respetabilísimos estos desde ya, sino a algo más ubicuo, anterior a los crímenes y abusos cometidos, pero del cual arrancan buena parte de dichas consecuencias. ¿Qué somos?

El escepticismo es una moral

No tengo confianza alguna en el destino del país, pues, como a veces pienso, estamos jodidos del alma, condenados como el mito de Sísifo a avanzar y luego caer. Yacemos atrapados en un sistema, heredado de la dictadura militar, que, a fuerza de perpetuarse a través de los gobiernos concertacionistas, lleva tal cual vamos a vivir en un país insoportable, lleno de indignidades, de injusticias sociales, de corrupciones y, si de cultura hablamos, de mascaradas. Me pregunto, en consecuencia, si es posible apostar por algo que no sea la impugnación y, desde luego, la duda.