El abyecto cuaderno en el que se escribe y reescribe el toque de queda
Las filosofías conspirativas –con sus dramas de sombras chinas y sus emboscadas paternalistas– se conjugan con el vademécum sin clínica de la teórica profusa que sabe restringir la riqueza de su archivo al tono de la imputación y la denuncia que rasga panteones. Con fraseos cortantes y lapidarios, Castillo abre así un mundo.
El ejercicio parece rememorar los entrañables manuales escritos en los años de Quimantú, revela el goce de las palabras que levantan barricadas contra el poder y pone en escena la memoria del libro brillante que reclama su merecido lugar en los kioscos de diarios. Si allí están los códigos civiles, las constituciones, el librillo que escribió Gabriel Salazar durante la asonada del 2011, entonces debe estar este, el reverso de todos los anteriores por diferentes motivos.
Se pueden recordar los pequeños manuales que a mediados del Siglo XIX escribía el revolucionario Blanqui en favor de las luchas de los comuneros franceses, retocando al mismísimo Marx de un modo no muy distinto al que emplea Castillo para retocar a Blanqui, pues a pesar de que el asunto sigue siendo el de las desvergonzadas conductas de los parasitarios representantes del pueblo, las estocadas requieren evidentes ajustes y rectificaciones. Castillo las hace desplegando potencias que tienen al paternalismo blanco, rico y opresor –así como a una de sus tantas modulaciones, la de una clase política y un parlamento pagados por las corporaciones más poderosas– en un primer plano, y por eso su libro es un protocolo de lucha, escrito bajo la supresión de las paradojas internas que como pensadora política suele permitirse en el resto de sus libros.
En este caso no, y de esto derivan unas páginas escritas en consonancia con la sucesión veloz de los hechos. Las páginas en cuestión se inician con un viaje al país de los pobres –donde Castillo pone la literalidad de las alacenas vacías al lado de las sucesiones frustradas de los sueños constituyentes de las mujeres oprimidas, los obreros, las trabajadoras, los estudiantes–, sigue con una descripción a escala de las diversas cartas constitucionales de Chile –con los conocidos portazos dados en el rostro de las ilusiones–, sitúa a continuación una crónica muy bien contrapunteada entre la simultaneidad de la fiesta del pueblo y la suspensión por decreto –con la daga de una dictadura que en esta farsa de democracia retorna “en el instante de peligro”– de la cotidianeidad y la vida. Acto seguido, se revisa a lo largo de dos o tres páginas el abyecto cuaderno en el que se escribe y reescribe el toque de queda, narra el empuje del feminismo a lo largo de los últimos cien años –sombra que se consume como figura eje de este nuevo proyecto constituyente– y despieza, sobre el final y con el propósito de que el cadáver sea pateado en el suelo, el laboratorio infame del repudiable estado global seguritario defendido por un presidente sin legitimidad que debiese, por esto mismo, haber renunciado hace ya un par de meses.
Valdría la pena sin embargo advertir que el libro de Castillo no se limita a ser solo un diagnóstico oprobioso sobre los actos parlamentarios como farsas o mascaradas, sobre los emblemas viriles que retornan y bloquean las pasiones del contrapoder o sobre las ilusiones fantasmas esbozadas en gabinetes que empiezan a perder sus disfraces. No. Contra el reparto de ropajes e identidades para el drama de un teatro de guiñoles y mecanismos, la autora rehace la potencia de los anónimos que van esta vez por la totalidad de la escena. Queda claro que su feminismo no consiste ni consistió nunca en la pobre victoria de una identidad femenina sobre una masculina, que su feminismo es el único nombre posible para la irrupción de una horizontalidad heterónoma al poder en la línea vertical de un discurso amo, opresor y paternalista. En su asamblea de cuerpos, los amos quieren tener un rostro y no cuentan.
Asamblea de los Cuerpos
Alejandra Castillo
Sangría Editora
154 páginas
Precio de referencia $4.000