Qué pena que no sepas repartir tu piedad
“Qué pena que no sepas repartir tu piedad/
También que cada herida en la piel de este planeta/
es una zona cero que llorar/
y abres otra herida repitiendo el mismo error”
(Ismael Serrano)
La imagen de un poeta y profesor de literatura con fuerte presencia en los medios, como es Cristian Warnken, escribiendo con extremo sentido de lo parcial acerca de lo que está viviendo el país desde hace más de cincuenta días, resulta triste, injusta y muy necesaria de reflexión, a lo menos.
Dos semanas atrás, por ejemplo, en una columna titulada “Chile en la zona cero” reacciona (solo) a la violencia de que es objeto la fuerza pública, y no a la que ellos ejercen sobre las personas, señalando que “esos jóvenes [que han atacado a carabineros] parecían poseídos por una especie de éxtasis destructivo, como drogados de violencia (y seguramente también de droga y alcohol)” (Emol, 21.11.19).
Y ello, que bien podría ser posible pero que, a diferencia de él, preferiríamos no comentar por tratarse de una especulación (tal como se hizo, en su momento, con la propia policía), nos mueve a preguntarnos por la parcialidad de su observación, amén del efecto que tiene en la construcción de realidad.
Hace unos días, asimismo, en otra columna que lleva por nombre “¿Viva la muerte?” y en la que afirma que “el lenguaje no es inocuo” (Emol, 05.12.19), se pregunta por el contenido de las declaraciones que en las calles se pueden observar y escuchar, sosteniendo que “de a poco, se ha ido imponiendo un lenguaje denigratorio, destructivo, nihilista. Las consignas idealistas son superadas por invitaciones al odio, la quema, la funa, incluso la vejación sexual” (ibid).
Y ello, que otra vez podría ser cierto, deja fuera el contenido de las declaraciones que en palabra y obra nuestro gobierno, y el Estado más ampliamente, ha dirigido a esas mismas personas; un contenido que no podría calificarse, exactamente, de constructivo, acogedor o respetuoso. No ahora y no antes, en absoluto.
¿Por qué sucede esto, sin embargo, si mucha de la reacción que hemos podido presenciar durante estos días guarda relación con ese impulso tanático, del que habla el reconocido columnista de El Mercurio, pero que en su caso no es capaz de observar y distinguir en quien tiene el monopolio de la violencia, tanto física como simbólica?
¿Por qué lo hace si las imágenes que hemos visto, ya por siete semanas, hablan de esa violencia, mucha de ella con resultado de muerte, mutilación y hasta de las vejaciones sexuales que él denuncia en su textualidad, no obstante deja de ver sobre las y los manifestantes a que alude?
¿Con qué derecho se permite hacer una referencia a las drogas, por ejemplo, y no se pregunta por lo que ha estado pasando en las poblaciones y sectores vulnerados de nuestro país, donde aquélla y el alcohol se han dejado caer, fuerte y muy clasistamente, sobre jóvenes, niñas, niños y adolescentes? ¿No es ésa una otra forma de violencia, terrible, muy concreta y, valga la insistencia, que carga ya con muchas muertes?
¿No hay ceguera, por otra parte, cuando hablando de “sujetos que no perciben un límite a toda la destrucción que son capaces de hacer” (Emol, 21.11.19), en su caso para referirse al “lumpen, barras bravas y anarquistas, o todos a la vez” (ibid), deje de hacerlo con respecto a inversionistas y empresarios confabulados con nuestros honorables políticos que, no en estos días sino por más de tres décadas, se han saltado esas fronteras y destruido ríos, mares, montañas, bosques nativos, lugares sagrados de los pueblos indígenas y vidas humanas?
¿No habría que detenerse en ello si, a renglón seguido, afirma que “hay una furia nihilista que hemos visto desatada contra el espacio público, la propiedad privada y también contra cuarteles policiales o del Ejército o de la FACh”, agregando que ello “no tiene que ver con las legítimas demandas de cambio que la ciudadanía ha hecho sentir en estos días” (ibid)?
Porque el escándalo que denotan sus palabras, si se permite la comparación, no solo no es equivalente con la furia y fuerza de Estado que sobre las personas se ha dejado sentir antes y también ahora, sino olvida, como ha dicho el poeta y sacerdote Esteban Gumucio, que “a Dios no le importa mucho que destruyan el templo de madera o de piedra/ a Dios le importa el dolor de los pobres que lo construyeron/ a Dios le importa el motivo de las llamas”.
¿Cómo él, entonces, que ha defendido la integración del poeta en la sociedad por su lucidez, ha dejado de ver la ninguna equivalencia entre una vida humana y la de una estatua o iglesia patrimonial; o, si se prefiere, entre un rayado que enuncia una acción de índole sexual hacia alguna autoridad, por terrible que ella pueda ser, y ser víctima real de esa vejación por un agente del Estado?
¿Por qué si es capaz de preocuparse por la integridad de quienes conforman la fuerza pública no lo es respecto de esos jóvenes y mujeres, a quienes prefiere denostar por la ignorancia de la historia que les atribuye y su particular presente, que denomina nihilista? ¿Puede haberlo en jóvenes que, antes de las llamas, escriben en las paredes de esos templos sus legítimas demandas por justicia, frente al ignominioso comportamiento que la Iglesia ha sostenido durante décadas?
¿No tendría que preguntarse, dado que opina sobre ello, por el conjunto de cosas que podrían estar detrás, por ejemplo el empobrecimiento de la educación pública, el individualismo asentado como valor, la segregación que sus propios juicios dejan ver o la desesperanza y falsa promesa de inclusión y pertenencia que nuestra sociedad ha levantado casi como burla? ¿No tendría que asombrarse, a lo menos, por lo grueso y tosco de sus palabras si, como él mismo escribe, éste es un país de finura y delicadeza poética?
¿Qué finura y delicadeza puede haber en sus sentencias, peligrosamente próximas al lugar común, cuando se niega a reconocer la naturaleza construida de las palabras y el peso que en ello tiene el control de los medios de significación, cada vez menos democráticos en acceso y línea editorial?
No hay que ser de izquierda, como (se) declara el columnista, para pronunciarse sobre esto. No se requiere para hacerlo, ni siquiera, de haber estado en algunas de las manifestaciones o compartir su espíritu inclusive. El asunto es más simple, pero demanda de un esfuerzo reflexivo y desnaturalizador respecto de lo que se ve; un compromiso, como diría el poeta Jorge Teillier, construido “por el contacto del hombre [y la mujer] con el mundo”.
Y lo que dice, contrario a ese requerimiento, resulta ofensivo con la capacidad de leer e interpretar que podemos tener las personas que vemos que esas palabras y esas acciones no son inocuas sino que, citando a César Vallejo, “abren zanjas oscuras/ en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.
Una herida que, aunque él no quiera ver ni nombrar, suma 23 muertos y más de 200 mutilados en uno o sus dos ojos, cuestión que no solo nos parece del todo inaceptable sino que resulta, en su omisión, muy poco piadosa de quien solía distribuir su valor de forma más honda, bella y sobre todo ecuánime. Una herida que, como expresa el epígrafe de estas palabras, abre otra más al reiterarse dos semanas después en una segunda columna de opinión, y que por lo mismo ya no se puede entender solo como un error.