Derecha sudamericana: éxitos electorales y desastres de gestión (parte1)
Ha regresado la derecha a Sudamérica ya hace algún tiempo, y algunos de los grandes medios de comunicación lo destacan todos los días, a veces sin ocultar su satisfacción.
Es una verdad incuestionable: en los últimos cuatro años ese raro sector típicamente latino que es conservador en lo valórico y liberal en la economía se instaló en el poder en al menos siete países de la región – con el perdón por no saber exactamente los vientos políticos en Guayana y el Surinam – y con eso han conformado bloques y alianzas estratégicas como ProSur y Alianza del Pacífico, con las cuales tratan de aislar los que todavía no han cambiado.
Sin embargo, se puede decir objetivamente que ese éxito de la derecha sudamericana se restringe a una hegemonía solamente electoral. Al final de una década en la cual logró recuperar su fuerza en las urnas, la derecha se ve en un escenario adverso, porque ninguno de los mandatarios de derecha que están en el poder tiene resultados de gestión que pueden mostrarse como exitosos, y menos aún para proyectarlo como modelo para la derecha a nivel regional.
Recordemos que ese sector entra en esta década con la gran noticia del regreso al poder en Chile de los partidos herederos del pinochetismo (aunque no siempre se asuman como tal), a partir de la victoria de Sebastián Piñera, en 2010. Por él arrancamos este análisis.
Chile: Piñera… y Piñera de nuevo
En su primer mandato, el empresario elegido por un frente electoral llamado Coalición por el Cambio terminó su gobierno diciendo que su gran logro fue haber mantenido la estabilidad institucional de país.
Es decir, no hizo ningún cambio estructural en el país, y además se mostró como un gran enemigo de quienes sí lo fueron, como se vio en su reacción a las demandas exigidas sobre todo por el Movimiento Estudiantil, entonces liderado por los ahora diputados Gabriel Boric, Camila Vallejo y Giorgio Jackson. Aunque también ya se veía venir la crisis del sistema previsional, cuyas marchas solo se volverían masivas tras el regreso de Bachelet.
Además de ser una traba a los cambios, Piñera tampoco fue un buen administrador del modelo que preservó, como se pudo verificar en sus errores institucionales gigantescos, como el fracaso de censo, la crisis por las condonaciones de Julio Pereira en el SII, el Servel mostrando un padrón electoral con nombres de personas fallecidas (incluyendo Salvador Allende y muchas otras víctimas de la dictadura), entre otros. Incluso su gran logro, que fue el salvataje a los 33 mineros en Atacama, terminó volviéndose blanco de burlas, cuando hasta la primera dama lo retó por andar mostrando el papelito con el mensaje de los atrapados por todos lados.
El resultado de la gestión de Piñera explica la paliza que la derecha chilena sufre en 2013, con Evelyn Matthei como cara visible de la peor derrota registrada en las elecciones del país en este siglo.
Pero eso no le impidió volver a demostrar su propia fuerza electoral, cuatro años después: prometió que crearía más empleos, basándose en el discurso de que habría sido el presidente que mejor lo hizo en ese sentido. Chile mantuvo cifras cercanas al pleno empleo durante casi todo su mandato, pero también lo hizo durante los gobiernos de Ricardo Lagos y el primero de Michelle Bachelet – los tres casos, aprovechando vientos favorables desde la economía china –, por lo que tal versión también es cuestionable.
En su segundo mandato, trajo nuevamente la sensación de haber engañado en su discurso, con un desempleo que no remonta tras el país empezar a sufrir (durante el segundo gobierno de Bachelet) los efectos de una China que invierte menos en lo que interesa a los chilenos, además de defender todo tipo de medidas de precarización de los derechos laborales, o de mostrar resistencia a proyectos que promueven una vida laboral más digna, como el de las 40 horas.
Nuevamente, su fortaleza en las urnas no ha podido acompañarle en los resultados de su gestión, al menos hasta ahora, cuando ya faltan dos años más para entregar el cargo. Es muy posible, sin embargo, que la derecha vuelva a imponerse en un par de años, mostrando nuevamente su fuerza electoral más allá de la mala administración.
Claro que, para eso, necesitará apelar a figuras que estén lejos de Piñera, como un José Antonio Kast que busca ser el Bolsonaro chileno – que involucra el riesgo de constituir un gobierno idéntico al brasileño, formado por desquiciados, paranoicos, terraplanistas y nostálgicos de la dictadura – y un Joaquín Lavín que trata de mostrarse menos conservador y alejarse del estigma del ministro de Educación anti gratuidad.
Para seguir con este análisis de desprolija cronología, pasemos al país con el mandatario más cercano ideológicamente a aquel Piñera de 2010, y quizás también a este de 2019.
Colombia: hegemonía uribista, con un Santos de por medio
Gran líder de la ultraderecha colombiana, Álvaro Uribe se mantuvo en el poder por ocho años pese a resultados económicamente cuestionables, con un país que muestra buenos niveles de crecimientos, pero que distribuye muy mal esa riqueza.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, Colombia es el país con el mayor número de desplazados internos en el mundo (7,8 millones de personas en 2018), y también uno de los primeros en las cifras de los que dejan (con 1,2 en este siglo, cifra que en Sudamérica solo es superada por los más de tres millones que abandonaron Venezuela).
En caso de duda, basta ver cómo ha crecido la inmigración colombiana a Chile en los últimos años, aunque la guerra civil en el interior del país también tiene mucho que ver con ese problema, pero no solamente, porque también hay por citadinos que buscan otro país por los problemas económicos, como el hecho de 55% de los trabajadores gana menos del salario mínimo (dato de 2018 del Banco Central de Colombia), o la desnutrición que afecta 1 de cada 3 niños (dato de 2016 de UNICEF), entre otros.
¿Cómo ha logrado la ultraderecha esa hegemonía? Básicamente, por saber usar electoralmente el discurso de la guerra civil permanente. Y todavía lo sabe, como ha demostrado en 2018, con la elección de Iván Duque, el aprendiz de Uribe, y que tras un año de mandato ha mostrado debilidad al enfrentar los problemas económicos y sociales internos, en contraste con la valentía que tiene cuando se trata de lanzar declaraciones desafiantes e incluso ofensivas a Venezuela y su mandatario, Nicolás Maduro.
Entre esos dos gobiernos hubo ocho años de un derechista más moderado: Juan Manuel Santos, que pese a estar involucrado en un escándalo de falsos positivos cuando era ministro de Uribe, trató de disimular los problemas económicos con una fórmula inversa a aquella de la confrontación permanente. Se presentó como defensor de la paz, a partir de un proceso de diálogo con los guerrilleros de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y del ELN (Ejército de Liberación Nacional), que llevaron a un Acuerdo de Paz.
Sin embargo, y aunque el acuerdo le rindió un Premio Nobel da Paz, este terminó rechazado en plebiscito y la aplicación de sus disposiciones fue solamente parcial. Además, la propuesta de Santos de acabar con la guerra se basó solamente en el cese al fuego, sin buscar cambios estructurales para enfrentar el caldo de cultivo de la guerra: la desigualdad en el campo, que solo podrá ser solucionada con proyectos bastante más ambiciosos (por ejemplo, una reforma agraria)
La Colombia que surgió tras el acuerdo muestra un enorme aumento del número de asesinatos de líderes sociales y comunitarios (más de 200 asesinatos políticos registrados desde febrero de 2018). Esa violencia permitió reforzar el discurso de seguridad del uribismo.
Perú: entre los autogolpes de Fujimori y Vizcarra
Tras el indefinible gobierno de Ollanta Humala, que trató de equilibrarse entre un nacionalismo con discurso que emulaba al del chavismo venezolano y una política económica que no rompió con la receta de sus antecesores, la derecha de verdad regresó a la Casa de Pizarro con el economista neoliberal Pedro Pablo Kuczynski vendido como ícono de la eficiencia del mundo privado – un mito que no se sostiene en el hemisferio norte del planeta, que registra casi 900 procesos de desprivatización en Europa y los Estados Unidos entre 2000 y 2017, fruto de la mala gestión privada de los servicios, pero que en Sudamérica todavía logra elegir a empresarios, no solo en el Perú como también en Chile y Argentina.
Además de la eficiencia de gestión, Kuczynski prometió el combate a la corrupción. En su campaña, se cansó de enfatizar los casos que involucraron a todos sus adversarios y en los anteriores gobiernos de Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala. Su gobierno no duró ni dos años enteros. Renunció al cargo en 2018 tras ser pillado en casos de corrupción y malas prácticas políticas similares a las que protagonizaban aquellos que él criticaba.
En su lugar asumió Martín Vizcarra, otro derechista clásico que también se aferró a la consigna del combate a la corrupción, alentado por una ciudadanía que fue a las calles por el “que se vayan todos”, una indignación justa pero que no mostraba con claridad qué podría remplazar los que se iban.
Desde entonces, Vizcarra mostró ser un outsider con un buen desarrollado sentido de oportunidad, pero que no le ha ayudado a tener una buena gestión. Ha sufrido con una serie de problemas con los sectores mineros, agricultores y otros grupos sociales – aunque, para ser justos, en la misma medida que sufrieron sus antecesores en los mismos temas.
Siempre que esos problemas lo pusieron en aprietos políticos, Vizcarra sacó su comodín de la lucha contra la corrupción, que ha sido muy efectivo para su popularidad, y es con ella que trata de negociar. Sin embargo, esta semana resolvió jugar una carta demasiado alta, y se igualó al fujimorismo (uno de sus más fuertes adversarios legislativos) al disolver el Congreso tal cual hizo Alberto Fujimori en el autogolpe de 1992. Las demás fuerzas políticas aumentaron la apuesta e intentaron una salida a lo Juan Guaidó: el poder paralelo, alrededor de la kuczynskista Mercedez Aráoz, que se animó con el poder en un principio, pero terminó renunciando al día siguiente.
En esa pelea entre derechas para ver quién se queda con el poder, pierde el país que se hunde en una crisis política que no se sabe cuánto más puede durar, pero que parece que no será de las cortas.
Lo que sí se sabe es que Perú, en esos años todos de diferentes derechas alternándose en el poder, estuvo muchas veces entre los países con mayor crecimiento en la región, pero eso nunca lo ayudó a salir de la lista de los más desiguales – cerca de 400 mil peruanos cayeron en la en 2017 según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), lo que representa un salto de 20,7% en 2016 a 21,7% en 2017, sin contar la dificultad en hacer mediciones más precisas sobre el problema, que puede arrojar una realidad aún peor, según reclamos en los informes de Oxfam (organización internacional que trabaja con el tema de la desigualdad social en el mundo) –, lo que lleva a deducir que son muy pocos lo que aprovechan esos ingresos, y ese inmenso problema está muy lejos de ser prioritario en la pauta política actual.
[caption id="attachment_315529" align="aligncenter" width="640"] Foto: Agencia Uno[/caption]
Bonus track: ¿qué pasa con el Ecuador de Moreno?
Es complicado apuntar a Lenín Moreno como un ejemplo de la derecha ecuatoriana, y no solo porque fue elegido como la continuidad del proyecto progresista de Rafael Correa sino porque él sí tiene una trayectoria política anterior a la presidencia que lo respalda como figura de izquierda.
Sin embargo, el viraje de su política económica a un neoliberalismo sin tapujos, cuyo resultado ha sido una crisis económica en tiempo record y la necesidad de endeudarse con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 4,6 mil millones de dólares, lo acercan mucho a la otra vereda en la práctica
Los últimos decretos tomados en ese camino hacia la derecha han generado como consecuencia las protestas observadas en el país esta última semana contra las medidas de ajuste las mismas que el organismo financiero impone en todos sus programas de rescate, siempre apuntando a recortar gastos, como el subsidio a los combustibles, lo que provocó la revuelta primero de los gremios de los transportes, a la que después se sumaron organizaciones estudiantiles y de pueblos indígenas, contrariadas por otros recortes, en recursos destinados a sus sectores.
Las protestas llevaron a Moreno a tomar otra postura que lo empuja a la derecha: la de decretar estado de excepción en el país por 60 días, medida que permite reforzar la represión y las detenciones contra los manifestantes.
Hay que recordar que el rescate que recibió del organismo financiero nace de un acuerdo con el gobierno del ultraderechista Donald Trump, que involucró la entrega del activista Julian Assange a las autoridades británicas y a una muy posible pena de muerte en los Estados Unidos.
Además, incluso en términos valóricos se da ese problema: el recientemente aprobado proyecto de despenalización del aborto en tres causales todavía no ha sido sancionado, y Moreno dice que necesita pensar para saber si va a vetar al menos en la causal de embarazo fruto de violación, una duda que responde claramente a que ha sido presionado por grupos conservadores, y da señales de que puede terminar cediendo.