La lucha por la supervivencia: inmigración y nihilismo

La lucha por la supervivencia: inmigración y nihilismo

Por: Danilo Billiard | 12.08.2019
La criminalización de la inmigración no hace sino reforzar la idea –declaradamente inscrita en una razón colonial y biopolítica o, mejor, biocolonial– de que quienes cumplan con los requisitos para ingresar al país, quedan sometidos al arbitrio de nuestras decisiones. En este caso, la “selección natural” que favorece a los “más aptos” frente a “los débiles” que recorta la “lucha por la superviviencia”, está dada por la adaptación a las condiciones y exigencias del mercado, entendido en esos términos por una extensa tradición liberal. Pero hay todavía un asunto de mayor complejidad: ¿cómo explicar que un ser humano no tenga derecho y deba cumplir requisitos para acceder al mismo?.

Es importante constatar que en el discurso que acompañaba la convocatoria a la marcha contra la inmigración, el precepto darwiniano (de marcado tenor maltusiano) de la “lucha por la superviviencia” –si bien no expuesto de esa forma explícita– aparece como el eje articulador frente lo que se considera una amenaza a la estabilidad interna del país de acuerdo a sus recursos disponibles y limitados. No es desconocido que las organizaciones convocantes, inspiradas por un trasnochado nacionalismo que sin embargo sigue vigente en el sentido común de una parte de la sociedad chilena, han transformado a las y los inmigrantes en “usurpadores de nuestros derechos”, acusándolos de hacer colapsar el empleo, los servicios públicos y hasta de portar enfermedades erradicadas, y de esa forma dejando impune el interés del capital transnacional que dirige los destinos de nuestra democracia oligárquica.

Sobre la base de consideraciones de tipo económicas y de seguridad, mediando la activación de los límites identitarios (es decir, plegándonos sobre nosotros mismos), opera la justificación que reivindica una migración regulada. En ese sentido, es lógico considerar que la convocatoria en cuestión sea resultado de la política migratoria impulsada por el gobierno, que ha azuzado la desconfianza y el rechazo a la inmigración. No es azaroso que en medio de la polémica por su implementación, se haya aprobado el decreto que permite a las Fuerzas Armadas trasladarse hasta las fronteras, externalizando las causas del narcotráfico en un contexto donde las redes del delito han penetrado a toda la institucionalidad política.

Podría pensarse que estamos simplemente ante un gobierno de derecha que a través de chivos expiatorios, busca eludir su propia responsabilidad en diferentes ámbitos, sin embargo se trata de algo más profundo y transversal, que compromete el sentido de todas las instituciones modernas y los paradigmas que las rigen. Por eso la política contemporánea, que ha terminado respondiendo a los tiempos de la inmediatez y subordinándose a las lógicas del exhibicionismo mediático, se expresa como una política fundamentalmente reactiva. Esto quiere decir, sin acción y, en esos términos, nihilista. Una política inmunitaria, de la negación, que se conserva a sí misma petrificándose, bloqueando su potencialidad de desarrollo, de modo tal que su consecuencia –la parálisis– coincide con su intención causal.

¿No es eso acaso lo que ve Nietzsche como el rasgo más pregnante de la modernidad, cuando asegura que el remedio empleado contra nuestras enfermedades, ha producido una enfermedad todavía mayor?  Allí apuntan sus críticas a las instituciones jurídico-políticas y al orden instaurado por el Estado, cuyos efectos podríamos simplificar en la aseveración siguiente: para protegernos eficazmente debe no sólo fabricar, administrar y suministrar la amenaza, sino también sacrificándonos a su dominio a cambio de protección, postergarnos y debilitarnos, reteniendo la tendencia innata a la expansión. En definitiva, lo que queda constreñido por los mecanismos profilácticos de la modernidad, es esa voluntad de poder con que Nietzsche caracterizaba la vida.

La historia del liberalismo está colmada de aquellas aporías inherentes al proyecto civilizatorio moderno. La más clara es el principio de la libertad que lo define –como fuera evidenciado por Foucault– reduciéndola al ámbito económico donde actúa el individuo propietario y, ante el riesgo de ser sobrepasada, debe protegerla para garantizarla mediante su limitación y, con ello, convertirse en la condición de su clausura. Esta aporía encuentra ya en Locke su génesis semántica, entrelazando la “libertad natural” del hombre a su  conservación por medio de la propiedad.

La criminalización de la inmigración no hace sino reforzar la idea –declaradamente inscrita en una razón colonial y biopolítica o, mejor, biocolonial– de que quienes cumplan con los requisitos para ingresar al país, quedan sometidos al arbitrio de nuestras decisiones. En este caso, la “selección natural” que favorece a los “más aptos” frente a “los débiles” que recorta la “lucha por la superviviencia”, está dada por la adaptación a las condiciones y exigencias del mercado, entendido en esos términos por una extensa tradición liberal. Pero hay todavía un asunto de mayor complejidad: ¿cómo explicar que un ser humano no tenga derecho y deba cumplir requisitos para acceder al mismo? Precisamente, porque la filosofía del derecho le atribuyó a la norma jurídica una trascendencia respecto a la vida, como si en realidad derecho y vida no reclamaran ese vínculo que Spinoza definiera bajo el nombre de “inmanencia recíproca”.

Sabemos que tras la metáfora (o mejor dicho, la máscara) de la “selección natural” –y de la “falsa verdad” que organiza los sistemas de pensamiento modernos– se esconde la imposición fáctica de un dominio y las relaciones de fuerza que han instituido un orden social, exactamente del mismo modo en que decimos que el fundamento del derecho son las luchas encarnizadas por la apropiación, ante lo cual la mediación jurídica disipa los escenarios de guerra evitando contactos perniciosos, pero al costo de mantener la vida en su esfera más arcaica (anticipándose así a su devenir), revelando toda su contenido sacrificial que se hace manifiesto en la cesura de la norma jurídica –simbolizada en la figura de la balanza– regida por la semántica de la pertenencia: para que unos <<tengan>> derechos, habrá otros que quedarán excluidos.

Lo interesante es que esta versión de la “lucha por la superviviencia” no hace sino invertir la relación entre unos y otros ¿No es acaso la debilidad y el miedo –como quería Hobbes– el presupuesto primigenio y la consecuencia final para el reclamo de una protección ante el riesgo de verse expuesto a un contagio que implica la disolución de los límites que garantizan la integridad? De este modo, el discurso nacionalista y sus imaginarios de supremacía, se ve enfrentado a la aporía constitutiva que lo hace posible, en tanto que sólo un “pueblo vulnerable” exige mecanismos de defensa para asegurar su supervivencia ante algo que supuestamente lo amenaza. Pero todavía más preocupante es advertir que seguimos siendo portadores de esa lógica perversa que atraviesa toda la historia de la modernidad, en que el mejoramiento de la vida de la mayoría –que es hoy una ínfima minoría– estaría condicionado a la degradación jerarquizada de todo el resto de la sociedad, que otra vez y como siempre, hace del impulso de la negación su motivo e instrumento para la salvaguarda de lo que se considera legítimo y superior. Es ese nihilismo la principal amenaza contra la vida.