La ingobernabilidad española y la política experiencial

La ingobernabilidad española y la política experiencial

Por: Gerardo Muñoz | 19.07.2019
Estamos en una situación paradójica, puesto que sin una investidura sólida y de consenso amplios, no hay posibilidad de reformar un tejido cultural e institucional que impida la cultura del bloqueo, como ha argumentado con precisión el politólogo Eduardo Madina en una columna reciente. Esto significa que los gestos políticos le llevan la delantera a los principios institucionales. Si pensamos también en los Estados Unidos, donde el fracaso del Congreso ha sido una constante en las últimas tres décadas, España no es el único país que experimenta ese impasse.

Después de unas semanas de intensas negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez ha regresado el fantasma del bloqueo en la política institucional española. Una sensación que recuerda a lo ya acontecido en la jornada del 2016 cuando Iglesias desaprovechó una ventana de oportunidad para una alianza que diera lugar a la construcción progresista desde adentro. Y aunque Iglesias ha reconocido aquel momento como un error de aprendizaje (lo recordaba en estos días Iván Gil), ahora lo ha vuelto a repetir, aunque de otro modo. Si antes la demanda excedía el peso político real de su partido con demandas inverosímiles; ahora su pedido es mínimo con tal de mantenerse a flote. No conviene pasar por alto la caída de Unidas Podemos en las últimas elecciones de abril. Ya sea por exceso o por deterioro, Iglesias no ha dado con la virtud necesaria para descargar el peso de sus desventuras. A Iglesias le ha faltado lo que algunos sociólogos llaman nudge, esto es, un empujón capaz de calcular no solo lo que se espera de un contrincante, sino también la reacción opuesta. El nudge es un intento de minimizar la perversión potencial en la reacción de un actor social.

En cualquier caso, el nudge es completamente ajeno a la cultura política de Iglesias. Como decía José Luis Villacañas, Podemos es hoy sinónimo de Iglesias porque su capital político como partido es reducible al control interno de la organización. En efecto, este lastre en Iglesias pesa doblemente, ya que el carisma autoritario es algo autoimpuesto, y no natural, como sí fue en los viejos líderes comunistas al estilo Fidel Castro o Santiago Carrillo. La apelación a la unidad ha sido el último resorte disponible de Iglesias para poder navegar en salvavidas. Pero mantenerse a flote nunca ha sido uno de los brillos de una política transformadora, todo lo contrario. Podemos ha pasado de proyecto prometedor a una ficha más del bloqueo sistémico del status quo.

El bloqueo actual que vive la institucionalidad española tampoco debe reducirse al problema del desfase carismático de Iglesias. Es imposible olvidar una frase enunciada por Raúl Sánchez Cedillo tras la moción de censura contra Mariano Rajoy: "Ojo, Rajoy puede ser el katejon del arco de la política española". El katejon remite a la figura paulina que frena o neutraliza la reforma efectiva del tiempo histórico. La situación actual, paradójicamente, le ha dado la razón a Sánchez Cedillo: una vez que el débil Mariano Rajoy evacuó La Moncloa, la ingobernabilidad ha sido la constante en el desarrollo político nacional. La silenciosa presencia de Rajoy permitía que las posturas se volvieran nítidas y que la ilusión, por añadidura, volviera verosímiles relatos alternativos.

La discordia entre Sánchez e Iglesias, palpable también entre las derechas, es un síntoma que opera como consecuencia de la pérdida de ese freno. Pese a que apenas se ha estudiado, lo cierto es que la metamorfosis del Partido Popular dibuja una simetría inquietante con a la del conflicto territorial en Cataluña, puesto que explicita las debilidades internas en la institucionalidad. Estos déficits institucionales generan, como ya lo había visto Carl Schmitt en sus escritos parlamentarios, nuevas formas mecánicas y superficialmente electoralista de construcción política. El plano de la política en realidad es un reflejo de un substrato institucional aplazado.

Sin embargo, estamos en una situación paradójica, puesto que sin una investidura sólida y de consenso amplios, no hay posibilidad de reformar un tejido cultural e institucional que impida la cultura del bloqueo, como ha argumentado con precisión el politólogo Eduardo Madina en una columna reciente. Esto significa que los gestos políticos le llevan la delantera a los principios institucionales. Si pensamos también en los Estados Unidos, donde el fracaso del Congreso ha sido una constante en las últimas tres décadas, España no es el único país que experimenta ese impasse. La diferencia es que en los Estados Unidos, el estado administrativo y el diseño federal (inter-estatal) compensa la casi desaparición de la rama legislativa. A nivel de epocal, podríamos estar atravesando un agotamiento irreversible de la división de poderes heredadas de pensamiento liberal ilustrado. Y lo cierto es que un poder ejecutivo débil incrementa la ingobernabilidad dentro de sistemas parlamentarios generando nuevas patologías.

El frenesí de la política diaria encubre esta realidad. De ahí que las élites nacionales persigan la maximización del inmovilismo, ya que el único factor de aprobación es el ciclo electoral y los indicadores de "intención del voto". Esta es una de las razones que puede explicar la discrepancia entre las alianzas regionales y el marco estatal. Es lo que sucede en La Rioja, por ejemplo. Como me dice la economista riojense María José Dueñas: "El problema de la investidura fallida en La Rioja es que perjudica las negociaciones de Podemos-PSOE a nivel estatal. Esto crea una asimetría y desproporción de puestos que están afectando profundamente al hipotético gobierno de colación. Lo que se gana en el relato a nivel estatal, se pierde a velocidad supersónica a nivel regional, como en La Rioja". Los ejemplos podrían multiplicarse, pero un ejemplo basta como índice de la incapacidad institucional, sus derivas territoriales, y sus efectos en el ciclo político. Como recordaba recientemente Martínez Dalmau de la Generalitat Valenciana, la transformación de estas incongruencias solo es posible a través de diseños constitucionales de largo alcance.

El bloqueo sistemático en la política española es también un síntoma mucho más general: el deterioro de una ciudadanía articulada bajo los viejos principios de la representación, de partidos, de sociedad civil, o de movimientos sociales. El desplome de un partido como Podemos en menos de seis años es muestra suficiente de lo que hablamos. Por eso ante una situación de bloqueo reina la confusión general, lo que, como sugiere el sociólogo Michalis Lianos, genera condiciones para la política experiencial. Así como ha sucedido en Francia con los 'Chalecos Amarillos', el sentido de desafección con la política ya no reduce a los sectores afectados por las políticas de austeridad, sino a un desencanto existencial del ciudadano común. Por ahora no ha acontecido nada similar en España que exprese la antipatía como los Chalecos Amarillos en Francia. Pero lo cierto es que de no construirse transversalmente - lo que siempre significa trabajar de la separación y desde la fragmentación social - la política podría convertirse en mera relación de fuerza hegemónica de lo ingobernable, de esta manera excluyendo experiencias que muy pronto disputarán un afuera.