Bachelet y el realismo mágico de las élites

Bachelet y el realismo mágico de las élites

Por: Rodolfo Fortunatti | 20.06.2019
La Operación Cúcuta del 23F parecía una gesta humanitaria, pero no fue sino la escenificación del presente griego plantado a las puertas de la sitiada ciudad de Troya. Ahí estuvieron para testimoniar la solidaridad de Chile, el Presidente Piñera y el ministro Ampuero, junto a un envío, llamado de forma eufemística «ayuda humanitaria», por valor de 102 millones de pesos. Nadie aún sabe qué ocurrió con la encomienda. En lo que viene, habrá quienes confundan el rol institucional de las fuerzas armadas con un deber golpista y la depresión social y económica que padecen los venezolanos con un genocidio.

No es nueva la presión política que se observa sobre Michelle Bachelet durante su visita a Venezuela. La Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la ha venido sorteando desde que asumió el cargo el pasado mes de septiembre. Se agudizó en febrero, durante la fallida incursión injerencista de Cúcuta, cuando un obsesionado Miguel Bosé quiso canalizar todas las fobias contra ella en la destemplada y vulgar expresión «venga ya de una puñetera vez a ver la cantidad de faltas y de rupturas de derechos humanos porque está tardando veinte años».

Por entonces no estaban dadas las condiciones para su visita. ¿Cuáles? Por lo pronto, la más elemental: la oportunidad de mediar eficazmente en un conflicto que ha venido sembrando de víctimas el paisaje de los derechos humanos. En ese tiempo quienes reclamaban la presencia de la exmandataria lo hacían solo motivados por la idea de instrumentalizarla en beneficio propio, y de exponerla al desgaste de su ascendiente y autoridad.

En aquel momento Estados Unidos acariciaba la idea de derribar el gobierno de Nicolás Maduro con una fulminante operación insurreccional de las Fuerzas Armadas. Cada veinticuatro horas el Secretario de Estado Michael Pompeo se daba el gusto de anunciar que los días de Maduro estaban contados. Así se lo hizo creer a la oposición política, liderada por el autoproclamado presidente Juan Guaidó, a la mayoría de la OEA, al Grupo de Lima, y a países miembros de la Unión Europea. También creyeron el diseño norteamericano la ODCA, la Democracia Cristiana y el PPD, cuyos dirigentes actuaron en consecuencia fotografiándose con la «representante diplomática» del «presidente encargado». En su última Cuenta Pública el Presidente Sebastián Piñera le asignó un sillón entre los invitados, pero sin acreditarla, como tampoco lo hizo la Canciller Federal Angela Merkel con el emisario de Guaidó en Alemania.

La figura de Maduro se recorta, sin embargo, pesada y estable sobre el fondo imaginario, artificioso y, a ratos, mal simulado de su inminente caída. Ahora todos saben que es necesaria una mirada común, incluso para coexistir, y que el enfoque de derechos brindado por Bachelet podría ser el instrumento más a la mano.

La pintura y la literatura han perdido la fecundidad del realismo mágico. Aquella capaz de incubar obras como Campesinos Industriales, collage óleo del alemán Georg Scholz, o Cien Años de Soledad, novela del colombiano Gabriel García Márquez.

Es el célebre escritor venezolano Arturo Uslar Pietri quien nos permite dilucidar la fuente originaria del realismo mágico en nuestras tierras. Hablando del cuento latinoamericano, Uslar Pietri escribe en 1948 su clásica cita: «lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse un realismo mágico».

El caso es que, desprovista de la estética propia de la pintura y la literatura, la política, que es arte de lo posible, ha venido apropiándose del realismo mágico a través de creaciones que combinan lo real y lo ficticio, lo objetivo y lo subjetivo, lo concreto y lo imaginario, lo físico y lo virtual, hasta tornarlos indistinguibles e irreconocibles, pero al modo que lo hace en la era de las comunicaciones la posverdad. No otro es el mundo que habrá de desentrañar Michelle Bachelet para salvar una misión humanitaria que hoy ningún bando discute —ni siquiera Human Rights Watch, la ONG norteamericana financiada por George Soros expulsada del país caribeño por sus fuertes críticas al chavismo—, lo cual constituye un importante activo.

Bachelet deberá desmitificar un universo significativo carente de referentes en la realidad, pero con pretensiones de legitimidad, creado por las elites para reproducir sus propias posiciones de poder, incluso con independencia de la voluntad del soberano que dicen representar.

La Operación Cúcuta del 23F parecía una gesta humanitaria, pero no fue sino la escenificación del presente griego plantado a las puertas de la sitiada ciudad de Troya. Ahí estuvieron para testimoniar la solidaridad de Chile, el Presidente Piñera y el ministro Ampuero, junto a un envío, llamado de forma eufemística «ayuda humanitaria», por valor de 102 millones de pesos. Nadie aún sabe qué ocurrió con la encomienda. En lo que viene, habrá quienes confundan el rol institucional de las fuerzas armadas con un deber golpista y la depresión social y económica que padecen los venezolanos con un genocidio. De igual modo, se confundirán la investidura de Maduro con la de Guaidó, la Asamblea Nacional de Venezuela con la Asamblea Nacional Constituyente, y el Programa de Gobierno del oficialismo con el Plan País de la oposición. Se confundirá el Congreso Internacional Propuestas para el Plan País, un encuentro de los seguidores de Guaidó avalado por Abraham Lownthal y los chilenos Genaro Arriagada e Ignacio Walker , con un genuino espacio de concurrencia de todos quienes aspiran a una transición pacífica y democrática que, por cierto, Juan Guaidó no ha querido ni ha buscado.

Son muchas las expectativas cifradas en la visita de la Alta Comisionada, pero quizá la respuesta más inmediata que pueda ofrecer sea una dosis de racionalidad y objetividad para que los principales actores se reconozcan entre sí y reconozcan la crisis de gobernabilidad en que están envueltos.