Nicolás Meneses, escritor: “En el campo cultural chileno pescan más a los narradores”
-Primero publicaste Camarote, un libro enmarcado y catalogado como poesía, ¿cómo fue el tránsito hacia la novela?
Camarote inicialmente fue pensado como un libro de poesía, luego con los editores nos dimos cuenta que esa estructura no le calzaba, que era demasiado narrativo y quedaron puros fragmentos en prosa, muy breves: un relato cortado, dividido en tres capítulos. Muchos me han dicho que no saben qué es. La verdad es que yo tampoco y eso no importa mucho. Al final lo dejamos como “prosa poética”. De ahí a Panaderos no hay una gran diferencia, aparte de la extensión, el manual de prevención de riesgos y las infografías. Son libros que se armaron con las circunstancias, según sus necesidades, y así se definieron. Panaderos es evidentemente narrativa, algunos fragmentos los pensé como poemas, la introducción, por ejemplo, para mí es un poema. En cuanto a la recepción, eso sí es distinto, uno se da cuenta. No es lo mismo publicar un libro de poesía y una novela; en el campo cultural chileno pescan más a los narradores. La verdad yo creo que les hace bien a los poetas pasar más desapercibidos, lo siento como una ventaja.
-Sobre la poesía, pensando en su invisibilidad, poca lectura y escasas reseñas en grandes medios, ¿cómo la ves? Curiosamente siempre se ha hablado de “país de poetas”.
La poesía chilena me parece mucho más interesante, diversa y prolífica que la narrativa. Yo creo que no se lee y es prácticamente invisible por cuestiones formativas, estereotipos que se arrastran del colegio y el liceo, que alejan a los posibles lectores de esos libros; y, por otra parte, mecanismos del mercado literario, que vincula calidad a cantidad: un libro de poesía en promedio tiene 50 páginas, con muchos espacios en blanco, y una novela por lo bajo 100, sin muchos forados. Muéstrale un libro de poesía de Gonzalo Millán a una persona que no lea poesía y te va a preguntar por la rima, el amor, “la belleza”. Y estoy pensando en personas que les interesa leer, no me estoy metiendo con la masa que no está ni ahí. Anda a una biblioteca de una comuna periférica y te vas a encontrar un ciber gratuito con libros amontonados; casos como los sistemas de bibliotecas de Providencia, Santiago, Recoleta o Lo Barnechea, que cuentan hasta con bibliobuses, son aislados. Es el esfuerzo de muchas individualidades lo que hace surgir iniciativas y prácticas importantes respecto a la lectoescritura. Ahí las microeditoriales juegan un papel importante porque están haciendo circular nuevos discursos y su gente (editores, periodistas, autores, diseñadores) está vinculada de manera directa con la formación de lectores. Las ferias que surgen a su alero son importantísimas y vemos cómo se van extendiendo a regiones.
-Con respecto a dónde sucede la novela, e incluso el poemario, hay un latente discurso descentralizado. Santiago prácticamente no se menciona, teniendo en cuenta que Buin es parte de la Región Metropolitana.
Vivo en Buin hace años y es lo que más y mejor conozco. No tiene que ver con una intención de descentralizar. Buin es el zoológico de Chile, tiene dos estaciones de trenes, Buin y Buin Zoo, y esta última pasa repleta. ¿Alguien conoce a Buin más allá del zoológico? Aparte de Claudio Bravo y el Huaso Isla, como si dos personas encarnaran un territorio. Buin no es provincia, estamos al lado de Santiago, tenemos un supermercado por localidad, fibra óptica, transporte, colegios, estamos a 40 minutos de Santiago. Pero no es Santiago y tiene los mismos problemas e incluso más que las comunas adyacentes. Talagante, Paine, Colina, Calera de Tango y Pirque sufren de lo mismo, son comunas tan cercanas al centro, pero no son el centro, y por ende son casi invisibles en varios aspectos: educación, salud, vivienda, trabajo, cultura y transporte, sobre todo transporte.
-Hay dos escenarios generales en la novela, la vida familiar y el trabajo en el supermercado. ¿Por qué te interesó narrar la vida laboral con un foco en los accidentes laborales?
Hay algo que dijo en la presentación del libro Felipe Reyes que me parece muy acertado y obvio, que es que el trabajo no literario como escenario de la narrativa chilena está muy ausente. A pesar de que gran parte de la población ocupa la mayoría de su tiempo trabajando en oficios muy diversos, ¿por qué no se escribe de eso? César Aira decía que la profesionalización del escritor trae consigo la exclusión de experiencias laborales vitales en toda sociedad; solo están escribiendo personas con estudios superiores, generalmente del campo de las humanidades, incluso sin haber trabajado nunca antes de titularse, sin toparse con oficios tan básicos y cruciales en nuestro diario vivir. Ahora, yendo a la pregunta, escribí de la vida laboral porque es lo que conozco, quizá lo que mejor conozco y los accidentes laborales también, me tienen obsesionado desde una capacitación laboral en que un prevencionista nos contó que había mineros cortándose dedos con nitrógeno para dejar de trabajar y conseguir indemnizaciones. ¿Cómo mierda a alguien se le ocurre mutilar su cuerpo para dejar de trabajar? Así de terrible es Chile, así de monstruoso. La panadería industrial es un campo de operaciones donde el menor descuido puede costarte caro. Eso sumado a mi paranoia germinó en la idea principal de la novela.
-La novela denota claramente una intención de mostrar la “monstruosidad” laboral y, como dices, la paranoia del narrador ante los accidentes laborales. ¿Cómo se vive la inseguridad en tu texto? Considerando la importancia que los chilenos le asignan a la cuestión de la seguridad, de donde emanan incluso discursos fuertemente individualistas y totalitarios que la idealizan.
Vivimos preparándonos para la tragedia, vemos peligro en todas partes, la vida nos puede atropellar en cualquier esquina y hasta ahí llegamos. Mi primer accidente laboral lo tuve a los 10 años, en una sobadora, la misma máquina con la que pierde la mano el papá del protagonista de la novela. Me molí el índice derecho con un piñón del motor de los rodillos, ¡por estar jugando! Ayudaba y jugaba al mismo tiempo. La inseguridad deriva de ahí, de lo frágil que somos frente a las máquinas. El protagonista presencia el accidente del papá y queda traumado, no puede sacárselo de la cabeza, por eso está pensando siempre en el manual de seguridad. La paranoia dispara la imaginación, se piensan mil posibilidades de caer, de romperse, de quebrarse. Es horrible. Imagina a alguien rodeado de máquinas con esa paranoia. Le da por hacerse el héroe, obstruye a los compañeros, toma medidas excesivas, lo que más le importa es su integridad, piensa su cuerpo de forma distinta, pero hay miedo, mucho miedo detrás. En Chile eso se ha usado mucho políticamente para frenar cambios, pasa lo mismo en los trabajos.
-Por último, una duda que surgirá a los que lean la novela, ¿por qué la hallulla es mujer y la marraqueta hombre?
(Risas) Esa es una duda del narrador, porque cuando va a la panadería tradicional donde trabajaba su papá, ve que en el murallón están pintados los panes caracterizados así. El narrador suponía que por lo sinuoso la marraqueta el pan era femenino; y el masculino era hallulla, por lo plano. Pero ahí se invertía eso. Era solo una cuestión de apariencia. Yo prefiero la marraqueta, la encuentro mucho más interesante y su preparación es un arte, ilógica, casi irracional, por eso la pienso femenina. La hallulla es aburrida, así que para mí es masculina.