“La última cena de los buitres”, de Ismael Rivera: Tiempos de carroña
Convidados al lanzamiento del disco llegamos, caída la tarde, a las inmediaciones del Museo de Bellas Artes, edificio de gloria clásica con la opulente mampostería de una república que no fue, reuniéndonos al borde de un río en que comparten el alimento los mendigos y las ratas. Es un día de enero y el otoño aún no se anuncia en el parque, pero el calendario como las estaciones ya no dicen ni son lo que solían ser y decir. El tiempo y el clima se han vuelto trompos cucarros.
Mastico la materia antes de entrar al convite. Es un título crudo, que habla del lado salvaje de la vida, el escogido por Ismael Rivera para su libro y disco. Aves que se alimentan de cuerpos en descomposición. Pienso en las gaviotas devenidas carroñeras que de vez en cuando sobrevuelan el río Mapocho. Estas gaviotas perdidas lejos del mar, mudas, sucias, urbanizadas, apalomadas hurgando en la basura. Como zombies del metro. Pienso luego en la alusión cristiana de toda última cena.
Hacemos ingreso al recinto, bienvenidos al banquete. Una mesa de mantel largo, pródiga en manjares y bebidas, nada más, es la escenografía. Dos imágenes me vienen al nervio óptico: las opíparas bacanales y orgías de los emperadores romanos, y la película El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989) de Greenaway. Entonces, en el escenario se prenden las luces y los músicos se mueven coquetos, bañados por el sudor de la digestión. Su rito ha comenzado. Ismael dice:
- Dile a la muerte que sentado la espero.
Ese verso, que se multiplica en evocaciones líricas, abre la función. ¿Serán acaso los bárbaros Atilas estos buitres cenando en escena? ¿serán los heraldos negros de que hablara Vallejo? Y mientras por su esófago paseo, voy pensando en qué vendrá. Oigo el crepitar de ese pan que en la puerta del horno se nos quema, que habla y nos dice: sin importar cuán grande sea la bandera, jamás podrá cubrir su propio charco de sangre.
La patria: una bandera donde el rojo, como decían en el colegio, es por la sangre mapuche derramada. ¿Cómo duele? ¿Duele acaso ya? Gangrenada, insensibilizada, la madera, ¿aún duele? La humedad de la muerte prematura esperando la lluvia. Nos habla de la lengua de los muertos, de la palabra como carroña. Algo que estaba vivo y que ha muerto para ser fuente de vida, alimento para otros. Este país. ¿Duele acaso aún? Lo que ayer era pueblo y que hoy es gente. O decir justicia y que se escuche un ladrido. Estos músicos que aletean y picotean, que graznan y danzan al son de un ritmo vernáculo, frenético, ora rap ora cueca ora pop. Este buitre que se llama Ismael Rivera, con nada de cóndor y tanto de huemul más bien, ¿a qué cena nos ha invitado? ¿Quién deglute qué?
Como si en algún episodio del Apocalipsis se dijera algo así como “y cuando ya no quede nada qué comer, se comerán su propias palabras”. La última cena: el lenguaje. Comerse el propio lenguaje, ¿qué es eso? Pienso: es cuando las palabras ya no dicen lo que se supone dicen. “Decir te quiero, decir amor, no significa nada” (Camilo Sesto). Cuando Santa Isabel “te conoce” y Falabella “habla mirándote a los ojos”. La ética política del miente, miente que algo queda. Eso que llaman la posverdad. Vivimos en un país en el que se nos vuelve cada vez más difícil nombrar la realidad, nos sentimos atrapados sin poder hallar palabras para decir qué es lo que pasa. Porque las palabras se las están comiendo los buitres. Hay cada vez menos palabras. Y de pronto todas dicen lo mismo: nada.
Deconstruirse es la consigna. Desarmarse, desintegrarse, descomponerse. Vivimos tiempos de carroña. Se pudrió todo. El reino de moscas, gusanos y hongos, el caldo vivo que es todo organismo que muere. La descomposición, el banquete de los buitres. Los buitres, los parientes lejanos de aquel archeópterix que mutó y sacó plumas para sobrevivir a sus hermanos pterodáctilos.
La última cena de los buitres, una dieta abundante en poesía y música, un postre dulce hecho de muerte y leche. Viene a decir que morirá, que le traicionaremos, y que resucitará. Que en los huesos, la sal encostró la memoria.
El disco tiene un valor de $6.000 y se puede encargar en [email protected] o en Librería Pedaleo, del escritor Carlos Cardani @pedaleolibreria
Además se puede descargar en forma gratuita en www.portaldisc.cl
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