La operación Venezuela: Notas sobre el capitalismo transparente
La derecha continental nos ha ofrecido una gran noticia anunciada como un festival de clichés que sus think tanks han formateado perfectamente bien: el socialismo ha vuelto. Más aún: el socialismo se halla apostado en Venezuela, en medio del continente latinoamericano. A pesar que en 1989 contemplamos como un tablero de dominó la caída del socialismo soviético con sus regímenes satélites en Europa del Este, la derecha latinoamericana parece haber despertado recién con la noticia. Llegó tarde al acontecimiento y cree liderarlo. La pregunta que habríamos de formularnos es ¿por qué 20 años mas tarde que el socialismo como proyecto histórico anunciara su fin, la derechas (y no las izquierdas) le anuncian nuevamente? ¿Por qué aparece el socialismo como amenaza en el preciso instante en que no existe y que incluso, las otrora potencias mundiales que adherían o adhieren aún al socialismo no son más que proyectos de profundización del capitalismo total al que asistimos? No hay proyectos socialistas (no hay proyectos del todo) en el horizonte y, sin embargo, las derechas nos dicen que si.
La pregunta no es si Venezuela es o no un socialismo, sino cómo la articulación continental de las derechas tuvo la fuerza para inventar al monstruo venezolano como si realmente fuera el último representante de algún Muro de Berlín no caído en pleno sol bananero. ¿Y Cuba? ¿Ha sido olvidada? Es cierto que Venezuela importa más, no sólo en el escenario geopolítico, sino para los colmillos del capital corporativo-financiero global en la medida que, junto a Arabia Saudita, concierne a una de las más altas reservas de petróleo del planeta. Por tanto, es cierto que acusamos recibo de una estrategia típicamente imperialista en la articulación de los regímenes de derechas en orden a consolidar su nueva etapa de la Operación Cóndor orientada a consolidar la nueva devastación propiciada por el capitalismo neoliberal. Pero Venezuela es algo más que el objeto de una real estrategia imperialista. Es también el operador o, si se quiere, el fantasma, para que dicha devastación pueda tener lugar.
Que en Brasil se haya popularizado la idea de que el PT de Haddad –como antes el de Roussef o Lula- quería hacer de Brasil una nueva Venezuela, que en las elecciones presidenciales en Chile durante el año 2017 se haya inventado el término “Chilezuela” en caso que ganara el pálido candidato Guillier (al igual que el pálido candidato petista brasileño Haddad) muestra que Venezuela se ha vuelto un objeto de goce, es decir, un fantasma que no tiene lugar y que, como tal, no existe más que en el instante en que opera. Todos los intentos del progresismo de desembarazarse de tal fantasma fueron inútiles. El fantasma funciona más allá que los lánguidos discursos racionales con los que el progresismo pretende educar a la población. Su ventaja es que resulta inasible, pero operante, que es un objeto sobrecodificado, vuelto el fetiche de los grandes poderes fácticos del continente.
En cuanto sus signos parecen coincidir enteramente entre sí, resulta imposible distinguir un afuera de la operación que permitiera contrastar la verdad de la mentira, la realidad de la falsedad. Justamente, que el orden capitalista contemporáneo se haya vuelto “Imperio” (Negri-Hardt), “Democracia” (Badiou) o “absoluto” (Berardi) significa que ha devenido transparente para consigo mismo: el problema del capitalismo no es lo que oculta sino que no oculta nada, que ya nada tiene que ocultar. Su operación es enteramente ideológica, pero precisamente en un momento donde la ideología ha terminado por identificarse plenamente a la realidad. Todo es transparente: las intervenciones humanitarias muestran todos los días que son guerras por el botín imperialista, los discursos a favor de la democracia no tienen problema en restringir las libertades públicas a sus ciudadanos, los medios de comunicación explícitamente se comprometen en hacer caer gobiernos, y los llamados “líderes” -presidentes que representan nada más que a la camarilla de una pequeña oligarquía planetaria- pueden decirse amantes de Pinochet y, a la vez, justificar cualquier cosa en relación a los DDHH. En el capitalismo transparente todo vale, literalmente- es decir, absolutamente todo debe devenir capital.
Si bien, el capitalismo transparente es similar al del siglo XIX, pienso que conserva tres dispositivos que le distinguen respecto del capitalismo precedente: en primer lugar, es cartográfico en el sentido digital (no sólo digital, pero sobre todo su tecnología es digital), es descentrado puesto que carece lugares precisos a los que podamos identificar como su principio o su fuente y, finalmente, es intensivo porque la etapa expansiva que protagonizó todo su movimiento durante sus 500 años ha llegado a su fin conquistando todas las fronteras posibles. Su carácter intensivo consiste precisamente en volver sobre dichas zonas y capitalizar hacia dentro (no sólo hacia fuera). La dimensiones cartográfica, descentrada e intensiva son movimientos con los que opera el capitalismo transparente.
La operación Venezuela sólo puede entenderse como un simulacro, como la producción de un problema que aparece de manera evidente porque carece de cualquier contraste con alguna realidad que nos espere más allá de los discursos. Tal realidad simplemente no existe y, por tanto, tampoco las formas clásicas de representación. La operación Venezuela es una operación política de tipo imperial que sólo pudo funcionar en el seno del capitalismo transparente.
Es un imperialismo devenido comedia que, como tal, no oculta nada. No sólo no es que nada oculte, es que, en virtud de su propia dinámica cartográfica, descentrada e intensiva, no puede ocultar nada. Venezuela es el fantasma o el objeto de goce imaginado por los mismos inquisidores, producido por el mismo discurso que pretende conjurarle. Venezuela es una operación que expuso al desnudo el límite del progresismo continental reduciéndole al absurdo de tener que defenderse de algo que no era sin que éste pudiera “contrastar” su imagen con alguna “realidad”.
La operación es simple: recordemos las penosas elecciones chilenas de 2017: el progresismo, exento de discurso, se limitó a pretender ganar con un “No” a Piñera. Y mientras más decía “No”, más situaba a Piñera en el centro de su discurso. Mientras más era su fuerza por excluirlo, mayor era la potencia de su presencia. Con el significante Venezuela ocurrió exactamente lo mismo: el progresismo intentó “dar explicaciones” cuando todo era demasiado tarde y los fantasmas estaban circulando para horadarle.
“No vengo a hablar de Pinochet” –dijo Bolsonaro al llegar a Chile. “Prosur no es una entidad ideológica” –han repetido hasta el cansancio el canciller brasileño Araujo y el chileno Ampuero. No. La fuerza de la totalización ideológica resulta tan extrema que en ambas declaraciones se advierte el carácter transparente de su funcionamiento: la negación es una afirmación en acto: Bolsonaro no necesita hablar de Pinochet cuando lo reproduce en acto, tampoco los cancilleres insistir en que Prosur “no es ideológico” cuando el Grupo de Lima –y con él los EEUU- pasa de facto a tomar el control de la agenda regional a expensas de las otroras instituciones fundadas por la fall(ec)ida ola progresista.