Notas sobre teatro: ¿Quién quiere ponerse en el lugar de un torturador?

Notas sobre teatro: ¿Quién quiere ponerse en el lugar de un torturador?

Por: Elisa Montesinos | 02.03.2019
Puede que usted sea un chileno común y corriente, a-político, porque gobierne quien gobierne uno tiene que trabajar igual, y por lo tanto cree en dar vuelta la página de la dictadura, en mirar al futuro y no quedarse pegado en el pasado, de modo que esta obra le puede parecer una interesante forma de aproximarse a la deseada “reconciliación nacional”. Porque en “Réquiem” de la Compañía La Malinche se nos invita a mirar lo que sucede al interior de una familia en crisis, en la que el padre es un militar retirado sometido al juicio de haber sido un asesino y torturador.

Nunca se sabe qué vueltas da la vida. Hoy podemos estar en el bando provida condenando el aborto, y mañana con una hija embarazada vernos obligados a estar en el otro lado. Es una opción, cruel, pero una opción a fin de cuentas para empezar a entender las razones del otro. Empatizar, puesto así, más que algo necesario para la convivencia social, es lisa y llanamente un asunto de astucia, de inteligencia. Conveniencia y sobrevivencia. Póngase en la piel del prójimo, o más aún, haga el esfuerzo y de plano póngase en la posición de su oponente, de su adversario. Piénsese por un momento, familiar de un asesino.

Esto es un comentario teatral, pero es otra cosa. En lo puramente teatral, corresponde decir entonces que la dirección, las actuaciones, el vestuario, la iluminación, la escenografía… No. Le dejo abierto todo eso para que usted lector, vaya y por sus propios ojos lo viva y lo enjuicie. Para no contarle todo, porque ahora voy a ello.

Un réquiem es un canto litúrgico que convoca el descanso del alma de quien ha muerto. Esta obra quizás tiene ese objetivo con una sutil diferencia, pues acaso contribuya a alcanzar la paz espiritual, pero de quienes estamos vivos, acá, en la terrenal copia feliz del Edén en que se indulta a los violadores de derechos humanos y se asesina a los mapuches. Una obra que plantea al espectador el desafío de ponerse en el lugar del otro, la búsqueda de una anhelada paz social -el descanso de las almas- alcanzable quizá si estamos dispuestos a empatizar con el oponente, a ponernos en el pellejo del enemigo.

Hay dos posibilidades con esta obra, dependiendo de qué tipo de público es usted. La primera opción es que el público tenga una posición política definida y clara, de modo que si usted es de izquierda esta obra lo puede incluso incomodar, y si es de derecha, le resultará quizás un valioso aporte a la comprensión de sus problemas. La segunda opción es que usted, espectador, sea un chileno común y corriente, a-político, porque gobierne quien gobierne uno tiene que trabajar igual, y por lo tanto cree en dar vuelta la página de la dictadura, en mirar al futuro y no quedarse pegado en el pasado, de modo que esta obra le puede parecer una interesante forma de aproximarse a la deseada “reconciliación nacional”. Porque en Réquiem se nos invita a mirar lo que sucede al interior de una familia en crisis, en la que el padre es un militar retirado sometido al juicio de haber sido un asesino y torturador. Cuando el estigma del criminal se contagia a todos quienes comparten su apellido y su sangre.

La dictadura también marcó indeleblemente a una inmensa mayoría de cómplices silenciosos, quienes se taparon oídos y ojos para poder decir yo no sabía nada. Y a quienes efectivamente no sabiendo nada, terminaron por enterarse de la verdad. Ni qué decir de quienes participaron ejecutando esas órdenes del dictador, los militares y los civiles, los esbirros, los médicos, los delincuentes reconvertidos en agentes, los sapos delatores. A ellos, la dictadura los dejó con las manos manchadas de crímenes para siempre, con las conciencias hechas añicos, presos de una tan eterna como baladí contrición cristiana para intentar aplacar la angustia, a pesar de o justamente debido a su inhumana y declarada renuencia a pedir perdón.

Lo anterior es una forma bondadosa y casi naif de explicar o de plantear algo que no se puede convertir en el peligroso discurso del empate (“hay víctimas de los dos lados”). No hubo empate, unos masacraron a los otros. A todos nos pasó la dictadura, como a todos nos pasó el terremoto. Pero no para todos fue lo mismo. No es homologable el padecimiento de alguien a quien le asesinaron o desaparecieron un familiar, un hijo, una esposa, un hermano, con el sufrimiento que experimentan hoy, 30 o 40 años después, quienes están siendo juzgados por haber cometido esos crímenes.

Soy una persona con posición política. Un dinosaurio de una izquierda que ya no existe, que desapareció con el cambio de siglo. Lo que hoy llaman izquierda para mí no lo es ni de cerca. Ver en escena el drama de la familia de un asesino, te hace pasar por un proceso difícil, de identificarte con gente que te desprecia. Pero vale la pena porque al final hay una esperanza. Porque es hermosa y dolorosamente verosímil que el hijo, la nieta o el bisniete de un asesino, se declare finalmente en rebeldía a la hora de llevar ese apellido. “La familia no se elige, se acompaña”, dice la vieja. “Yo no quiero salir en esa foto de familia”, responde la niña. Alguien de derecha podrá sentir que a pesar de la caricatura, Réquiem visibiliza el drama que viven los parientes de los militares acusados de violar derechos humanos. Un drama real. Y por ahí entonces, todo se trata de cómo también a ellos, aunque de otra manera, se les fue a la mierda la familia, les cagó la vida.

Hay un poeta que es conocido por ese gesto perturbador. Bruno Vidal en sus poemas asume la voz del asesino, del torturador. Pocos entienden su actitud que él defiende como revolucionaria; para la mayoría es simplemente un poeta facho, pinochetista. Un poema suyo como botón de muestra:

Al 95 % le perdonamos la vida

No eran tipos intrínsecamente perversos

Por cierto tuvimos el deber patriótico

de dejar en claro que las cosas 

habían cambiado.

Y si no que lo diga el monumento

al caído en desgracia.

Pongo a este poeta a dialogar acá con la obra, porque más allá del gesto común de asumir ese enunciante, de hablar desde ese lugar, me abre la puerta para traer a otro poeta, que nada tiene que ver con esa estrategia y que sin embargo es citado textualmente en la obra. El viñamarino Juan Luis Martínez (1942-1993), un autor habitualmente considerado vanguardista y ochentero, cuya lírica nunca fue considerada explícita ni política, escribió un poema titulado “Desaparición de una familia”, cuya estrofa inicial dice así:

  1. Antes que su hija de 5 años

se extraviara entre el comedor y la cocina,

él le había advertido: “-Esta casa no es grande ni pequeña,

pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta

y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza”.

Y el acto de poner esos versos en la boca del personaje que encarna a la madre, la viuda del militar acusado de asesino, pone los pelos de punta. Sin duda, es uno de los enormes aciertos en la dramaturgia de Réquiem. Dar más vueltas de tuerca, cambiar de perspectiva, ponerse en el lugar del otro. De eso se trata el teatro. De eso se trata la vida.

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