Maternidad adolescente, clasismo y autonomía sexual

Maternidad adolescente, clasismo y autonomía sexual

Por: Vicente Del Valle | 03.12.2018
Vale la pena mirar las cifras de embarazo interrumpido que la misma encuesta del INJUV consultó anónimamente para el año 2015. ­­­­Allí se aprecia que el porcentaje de mujeres que declaró haberse hecho un aborto alcanzó su máximo en el grupo ABC1, con un 10%, y luego fue disminuyendo a medida que se examinan segmentos más bajos. En perspectiva, resulta llamativo que el segmento ABC1—el grupo que tiene menos casos de embarazo adolescente—sea también el que utilice más métodos anticonceptivos y que, simultáneamente, más aborte.

El grado de autonomía con que las personas pueden vivir su propia sexualidad es una discusión relevante en el debate público actual. Buena parte de la vida sexual que experimentan las mujeres pobres en Chile tiene un marcado origen de clase, y es fundamental atacar estas asimetrías socioeconómicas para asegurar un acceso más igualitario a sus decisiones de vida.

El embarazo adolescente, en particular, tiene elevados costos personales, educacionales y familiares, entre los que destacan pobreza monetaria, aislamiento social y depresión. Junto a esto, inquieta su desigual distribución: según datos de la 8va Encuesta Nacional de la Juventud del INJUV, la maternidad adolescente está 2,5 veces más presente en los grupos socioeconómicos más vulnerables del país (D y E) que en el segmento acomodado (ABC1).

Es necesario identificar en qué aspectos puede diferir la actividad sexual entre jóvenes de los distintos estratos sociales. En primer lugar, existe una diferencia en la frecuencia de uso de anticonceptivos. La encuesta del INJUV muestra que los jóvenes ABC1 utilizan más frecuentemente la pastilla anticonceptiva y el condón, mientras que en los segmentos D y E el uso de métodos de prevención en general es más ausente.

Además, entre las razones que da la juventud ABC1 para no haber usado métodos anticonceptivos destacan “Tengo pareja estable” y “No me gusta usar ninguno de los métodos”, mientras que en el grupo más vulnerable (D y E) aparecen además “Quería tener un hijo o quedar embarazada”, “No conozco o no sé usar ningún método” y “No tuve dinero para comprarlo”. Estas justificaciones son una muestra de que los GSE más bajos enfrentan barreras de información y de recursos que no se presentan en el segmento alto, y el hecho que algunos segmentos hayan buscado voluntariamente el embarazo indica que hay una distinta valoración de la maternidad.

A pesar de estas diferencias, existen otros aspectos de la actividad sexual en que hombres y mujeres de distintos estratos sí coinciden. En la misma encuesta se encuentra que el porcentaje de jóvenes iniciados sexualmente es prácticamente igual entre el grupo ABC1 y E. Lo mismo ocurre si se compara la cantidad de parejas sexuales que han tenido en el último año, o si se contrasta la edad que tenían cuando enfrentaron un embarazo no deseado: las similitudes se mantienen.

Conforme los tabúes sobre la sexualidad se han ido terminando, el acto sexual mismo se ha dotado también de una finalidad recreativa o emocional, más allá de la tradicional finalidad de exclusiva procreación. Este cambio lo han vivido los jóvenes de forma transversal, al punto que hoy en día la juventud de la clase alta vive su sexualidad de forma activa—casi tanto como en los segmentos populares—pero con la ventaja de poder evitar embarazos no-deseados.

Finalmente, vale la pena mirar las cifras de embarazo interrumpido que la misma encuesta del INJUV consultó anónimamente para el año 2015. ­­­­Allí se aprecia que el porcentaje de mujeres que declaró haberse hecho un aborto alcanzó su máximo en el grupo ABC1, con un 10%, y luego fue disminuyendo a medida que se examinan segmentos más bajos. En perspectiva, resulta llamativo que el segmento ABC1—el grupo que tiene menos casos de embarazo adolescente—sea también el que utilice más métodos anticonceptivos y que, simultáneamente, más aborte.

Prevenir y comprender

No podemos hablar de plena autonomía sexual y “meritocracia social” si fenómenos como este siguen estando tan presentes. A todas luces, enfrentamos a un fenómeno clasista, que aparece de forma distinta y acarreando implicancias diferentes según el nivel socioeconómico.

Desde el mundo de las políticas públicas, combatir el embarazo adolescente no es sencillo. Diversos estudios han mostrado que el mayor acceso a anticonceptivos no basta para frenar el fenómeno, en especial cuando los proyectos de vida son tan disímiles entre los grupos. Incluso, si llevamos el análisis a un plano territorial, encontramos que los nacimientos que vienen de madres adolescentes son porcentualmente mayores en las zonas rurales del país, complejizando más el problema.

Junto con mejorar la educación sexual, es necesario estudiar con un enfoque multidisciplinario cuáles son las motivaciones generales de los/as jóvenes, teniendo siempre en consideración las características culturales específicas de sus comunidades y territorios locales.

Acá no existen las fórmulas mágicas. La lógica de “elaborar soluciones focalizadas para problemas complejos” parece ser la estrategia a seguir. Aunque esto último, en la práctica, resulta difícil; los esfuerzos colectivos son necesarios. A fin de cuentas, prevenir y comprender el embarazo adolescente es atacar la fuerte desigualdad que enfrentan las mujeres pobres al tomar sus decisiones de vida; decisiones que históricamente las han afectado mucho más a “ellas”, las madres, que a “ellos”, los padres.