Una torre bolivariana en pleno Santiago: El edificio de los profesionales venezolanos
El silencio esa tarde de mayo en el primer piso del edificio San Ignacio era poco habitual. No estaban las risas, ni las conversaciones ruidosas, ni el tono de voz caribeño que con ese olor a vainilla de un inclemente aromatizante, reciben a quienes llegan de la jornada laboral de lunes a viernes, después de las 18:00. Maricarmen Arria sintió esa tensión en el ambiente, mientras esperaba el ascensor para subir al departamento que allí arrienda, y también fue parte de ella.
Era 14 de mayo de 2017, el día después de una de las protestas más grandes y violentas de las que se tenga registro desde que Nicolás Maduro asumió el poder en Venezuela. Antes de caminar los 30 minutos que demora desde su trabajo en una piñatería en el barrio Franklin hasta su departamento, en San Ignacio de Loyola 952, Santiago Centro, Maricarmen había recibido a eso del mediodía un mensaje por Whatsapp que le gatilló una angustia como nunca antes había sentido:
- Madre ¿y Marco?- le escribió desde Atlanta, Estados Unidos, un amigo de Marco Antonio (18), su hijo.
- Nosé, papi: yo hablé anoche con él y me dijo que iba a jugar fútbol- respondió Maricarmen.
- No, Madre - le escribió él, cariñoso - No fue a jugar fútbol. Anoche salió a protestar y esta mañana lo agarró la guardia.
Faltar o pedir libre el resto de la jornada para exigir información en la embajada no era una opción: necesitaba los 270 mil pesos de sueldo que recibe para pagar su parte de los 420 mil pesos que cuesta el arriendo. Entonces le escribió a tenientes, generales, abogados, y unos amigos diputados oficialistas. Cualquiera que supiera de lo que ocurrió en "la zona donde los agarraron, el barrio donde vivimos, en Isla Dorada, el barrio de Milagro Norte", explica.
Ubicada cerca del límite con Colombia, en la región de Maracaibo, al oeste del país, Isla Dorada se caracteriza por sus lanchas: los residentes ahorran tiempo en el traslado entre esos islotes. Y bien lo sabía Maricarmen, que pese a las condiciones geográficas, antes de venirse seguía usando uno de sus tres autos: un sedán de uso diario; un Cheevy Cavalier z4 deportivo; y una camioneta Ford Escape.
Ya terminada la jornada laboral de ese día de otoño, caminó rápido, llorando, con la respiración agitada y los labios secos, las manos húmedas y trepidantes. Pagar el transporte público es un lujo que no siempre se puede dar. Además, estaba a más de siete mil kilómetros del Comando Regional Número 3 de la Guardia Nacional, en Maracaibo, donde estaba detenido Marco Antonio. Desde acá, como los que esperaban su turno en uno de los tres ascensores del edificio, imaginaba lo peor: tortura, muerte.
Aparecieron también sus propias inseguridades: mujer, venezolana, divorciada, 39 años, con un hijo en su país natal esperando (buenas) noticias de ella, ingeniera industrial del Instituto Universitario Politécnico Santiago Mariño, habiendo llegado a Chile solo dos meses antes de que detuvieran a Marco Antonio. Factores que pusieron en duda sus esperanzas de un futuro que prometía ser mejor de lo que estaba siendo. O de lo que había sido antes de emigrar.
[caption id="attachment_232142" align="alignnone" width="757"] / Adolfo Torres[/caption]
En 2005 había armado una cooperativa para reparar y ensamblar embarcaciones navieras, Ensambarcar99. Recuerda que en los mejores años llegó a ganar al mes 15 millones de pesos chilenos (valor actual). En paralelo, y gracias a su red de contactos por la importación de repuestos marítimos, compraba y vendía dólares. Parecía que el viento soplaba a su favor, pero el aumento sostenido y agresivo de la inflación hasta su punto más alto, en 2015, le hizo imposible seguir navegando. “En gastos de panadería, de charcutería y esas cosas, yo gastaba 70 mil (bolívares; 564 pesos chilenos en valor actual) mensual; llegó un momento ya en que eso lo gastabas quincenal; de pronto lo fuiste a ver, y lo gastabas semanal. Después, eso lo gastabas en dos días. Entonces ya tu tienes que restringirte tu vida social: de pronto tienes la capacidad de comprar para tus necesidades y las de los tuyos, y nada más”, explica.
Salir del país, pensó, era la solución. Evaluó las opciones: Estados Unidos elevó las restricciones para el ingreso y la permanencia de los venezolanos; en Emiratos Árabes necesitaba un nivel de inglés que no maneja; y Chile, a su parecer, tenía una economía sólida y estaba cerca de Venezuela. Además, Juan Salgado, un primo ingeniero en electrónica que vive acá desde 2015, le dio el argumento definitivo: “Vente, Mari, que acá vas a encontrar (trabajo)”, le escribió.
El 30 de marzo aterrizó en Chile. Vivió la primera semana con un primo de su comadre, la amiga con la que decidió venir. Luego tuvo que buscar arriendo, pero las exigencias eran altas para su condición de extranjera recién llegada: “Que si las AFP, que si los 12 cheques de garantía, que si los 3 meses de arriendo adelantado”.
“Conseguí este arriendo donde estoy actualmente, donde nos pedían solo los pasaportes y los títulos. Vimos el cartel mientras caminábamos. ‘¿Son profesionales? Si, somos ingenieros’”, recuerda que fue el diálogo con la encargada del edificio. “Déjennos las copias de los títulos”, le pidieron. Fue la única condición. Listo, aceptada.
Primero trabajó en un call center por el sueldo mínimo. Después, en una banquetera que pagaba por día trabajado. Y después, mientras andaba por Franklin buscando mejores opciones, encontró la piñatería, donde recibió la noticia de la detención de Marco Antonio. Allí trabaja por caso cinco veces menos que lo que proyecta la página Mifuturo.cl, del ministerio de Educación, para los ingenieros industriales: desde 1 millón 300 mil hasta 2 millones de pesos.
Días después de esa angustiosa tarde a la espera del ascensor, Marco Antonio él le escribió: “Nos tuvieron en la oficina. Nos trataron muy bien. No nos tuvieron en un calabozo como al resto de los reos”. La justicia venezolana determinó firma mensual por ocho meses, cumplidos en enero pasado, por participar de las protestas.
Meses más tarde supo la razón de la tensión general esa tarde de mayo. Se las 192 personas que arriendan en San Ignacio, 149 son sus compatriotas, todos en iguales condiciones: venezolanos, profesionales o técnicos-profesionales, que escaparon por miedo a la violencia, o a la economía (para muchos, igual de violenta que un tiroteo), y se transformaron en el nuevo objetivo de negocios al que apuntan las inmobiliarias.
El origen de la posguerra
El proyecto San Ignacio corresponde a la unidad de negocios “Level by Euro”, de la empresa constructora e inmobiliaria Eurocorp. Se erigió en 2016, en marzo de 2017 comenzaron las operaciones de arrendamiento; y en mayo, solo dos meses después, llegó a su capacidad máxima. En su página web, Eurocorp define el proyecto Level como “la unidad de negocios del grupo Eurocorp orientada a la renta inmobiliaria. El modelo se basa en destinar los edificios construidos en su totalidad al arriendo”.
283 departamentos de cuatro tipos: estudio y baño; un dormitorio y un baño; dos dormitorios y dos baños; dos dormitorios y dos baños. Y entre las características distintivas que ofrecen están el lugar donde se erigió (a menos de 10 minutos de la estación Parque O’Higgins, a una cuadra de Avenida Matta); el control de acceso por medio de reconocimiento dactilar, que pretende evitar situaciones de hacinamiento; y las responsabilidades administrativas propias de una comunidad, que recae en expertos proporcionados por Eurocorp.
Basándose en los contratos de arrendamiento, la empresa registró oficialmente a 192 residentes (aquellos que habían firmado el contrato y que habían señalado nacionalidad, título técnico profesional o universitario, y cantidad de personas que iban a dormir en cada departamento). De ellos, el 77 por ciento corresponde a venezolanos (149 personas); luego los chilenos, que son 36 y representan el 18 por ciento; y después las cifras bajan drásticamente a tres colombianos, dos haitianos, un cubano y un peruano. Coinciden todos en los altos niveles de estudio, única exigencia para firmar el contrato.
Este modelo de negocios, en el que una empresa o sociedad pone en arriendo todos los departamentos un edificio para fines habitacionales, existe en países desarrollados hace décadas. El origen podría estar en la Alemania posguerra, dice el director ejecutivo de la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios, Vicente Domínguez: “Se incentivó esto para la generación de un stock de vivienda para toda la población dado que no tenían las condiciones de adquirir una, ya que no tenían la capacidad de conformación ni ahorros previos ni nada de eso. Y tenían una precaridad en sus ingresos, de modo que tenían dificultades de comprometerse en un crédito hipotecario a largo plazo”.
[caption id="attachment_232149" align="alignnone" width="800"] / Sebastián Toro[/caption]
Los factores que influyeron, según Domínguez, al ascenso de este nuevo mercado particularmente en Chile, pueden ser “sociológicos, donde la conformación familiar tradicional a la que se aspiraba a tener una casa por muchos años, cambió, y los hijos nacen de relaciones más temporales [...]; también es que hay muchas personas solas; o que estas viviendas empiezan a ser de paso, de gente que estudia o trabaja en otras partes”.
Para el caso puntual del edificio San Ignacio, un ex administrador explica que la empresa apuntaba a gente con título y en condiciones difíciles para conseguir un crédito hipotecario. O que prefieren viajar antes de invertir en bienes raíces. Aunque se debe también a un “tema del suelo: cada vez hay menos terreno para construir, entonces las inmobiliarias se tienen que reinventar. Hay varias cosas: cambiaron las leyes para pedir crédito, que influyó en que las mismas inmobiliarias bajaran sus ventas. Ahí vieron un nuevo nicho”, dice.
Las bajas exigencias de arriendo son resultado de un aumento en la oferta inmobiliaria. “Todo depende de lo que hayan estudiado para ver qué tan fácil les es sacar pega en Chile”, explica el ex administrador: “(Como requisitos) habían ciertos títulos, por ejemplo, administrador de empresas, médicos, o cualquier ingeniería, es fácil encontrar trabajo que alguien que no tenga profesión. El filtro de perfil siempre es el estudio. No es que discriminemos por país, pero uno sabe que si viene alguien que no maneja el idioma y no tiene estudios es bien complicado que encuentre trabajo estable [...] Uno quiere minimizar el riesgo que no pague el arriendo”.
Al caso particular de los inmigrantes venezolanos se suma el aumento explosivo que hubo de su llegada a Chile en 2017. Si en 2016 el Departamento de Extranjería y Migración entregó 22.921 visas transitorias (requisito previo para optar a la definitiva), en 2017 la cifra creció a 73.386. A eso se suman los datos de la Policía de Investigaciones, quienes en 2017 controlaron el ingreso en entradas legales de 64.516 venezolanos. De ese total, el 54 por ciento no indicó nivel educacional (34.747); mientras que el 18 por ciento señaló ser técnico o profesional (11.471).
Las exigencias de educación se vuelve una confianza ciega de la empresa en el arrendatario. Algo como la promesa del “primer universitario en la familia”: que el cartón traerá bonanza inmediata. Es por eso que las garantías en este tipo de arrendamiento están en los contratos. Allí se fijan plazos cortos (no más de 18 meses), con posibilidad de término anticipado; y también las razones para que la empresa que arrienda ponga fin al acuerdo de forma unilateral. Por ejemplo, que vivan allí más personas de las que se indicó en un principio. Poco importa que eso genere un ingreso extra (que se subarriende una cama a algún pariente o amigo), o que finalmente el inmigrante profesional no ejerza en lo que estudió y, por consiguiente, no cumpla con las expectativas de renta proyectadas por la imnobiliaria, como en el caso de Maricarmen, o también en el de Naudi.
[caption id="attachment_232143" align="alignnone" width="1024"] / Adolfo Torres[/caption]
PDVE S.A.
Bastó solo un mes para que Naudi Fernández decidiera salir del país y dejar atrás dos casas, dos autos, el puesto de trabajo con el que sueña todo ingeniero venezolano, y su empresa propia. Y en esos 30 días recibió dos señales: la primera provino de su hija; la segunda fue ver su muerte y la de su familia.
Eran los últimos meses de 2015. Naudi tenía 28 años y una exitosa carrera como ingeniero eléctrico de la Universidad de Carabobo, la cuarta mejor en el país. Trabajaba a cargo del centro de datos de Petróleos de Venezuela s. a. (PDVESA), entonces una de las cinco mayores empresas de crudo del mundo. Era el techo al que podían aspirar todos los profesionales, no solo por el prestigio mismo de la empresas allá, sino por las garantías en salud, educación y vivienda que entregaba la estatal. Un trato distintivo que se notaba incluso en las urgencias de los hospitales (cuenta que solo mostrando la credencial de la empresa se ahorraba toda la espera de una atención normal).
Además de ese ingreso, Fernández también tenía una empresa de telecomunicaciones: compraba red y soporte de internet a grandes compañías proveedoras, y luego él las distribuía en zonas a las esas compañías no llegaban. Su situación la resume así: “Lo que yo podría cobrar un mes en PDVESA era lo que yo podía ganar por mi cuenta en tres, cuatro días de trabajo con mi empresa particular. Simplemente me di cuenta en algún momento fue que, a pesar de que me estaba yendo bien, la calidad de vida empezó a mermar”.
Así como Maricarmen, Naudi empezó a ver los efectos de la inflación en las compras mensuales. “Los productos (tan básicos como el harina, el azúcar, el jabón para lavar) empezaron a desaparecer. Pero a pesar de que no los consigues en los anaqueles del supermercado, si los consigues en el minimarket de la esquina. Para que se entienda, si un kilo de arroz cuesta en el supermercado 500 pesos, en el minimarket lo consigues a cinco mil”. No habían ahorros que aguantaran, pero su hija, Ashley, de entonces cuatro años, no lo sabía.
Una noche, la niña buscó cereales y yogurth en la despensa. “Papá, no hay nada para comer”, le dijo ella al no encontrar lo que buscaba. “A pesar de que sí había arroz, pero el niño quiere dulces. No había una chuleta, ni un filetito, ni un bistec para darle”, recuerda Naudi. Así que le dijo que ya había comido, que se fuera a dormir. La niña obedeció, y cuando estuvo lista, Naudi fue hasta la parte de atrás de la casa y lloró. “Dos trabajos que tengo paralelamente, y que no tenga para comprarle la comida a mis hijos, porque no lo puedo decir al estómago de mis hijos que se aguante hasta mañana”, pensó.
La segunda señal vino un mes después, luego de visitar a sus padres en Valencia, al norte de Venezuela. Había ido hasta allá en un auto nuevo, el segundo que se compraba, un Chery cero kilómetros. Iba con su esposa, su hija Ashley, y Santiago, su otro hijo. Y bastó con avanzar unos metros en el regreso a casa para que un sedán lo interceptara. “Salen cuatro sujetos con la cara descubierta, los cuatro armados con armas de fuego. Abren la puerta. Dos me apuntan a mi, uno a mi esposa, y otro a mis dos hijos”, recuerda.
Lo frustrante fue después, cuando supo que los ladrones querían una recompensa por el vehículo que él no podía ni quería pagar. Y la frustración no fue tanto la negociación, sino la desidia policial. Porque cuando fue a la policía con la ubicación del vehículo (que estaba en un barrio colindánte al suyo), le dijeron: “Eso ya pasó”.
[caption id="attachment_232145" align="alignnone" width="774"] / Adolfo Torres[/caption]
Su primera opción para emigrar fue Canadá, pero investigó un poco y supo que las relaciones diplomáticas con su país estaban cortadas. Luego vino Chile, porque podía convalidar rápido el título. Tomó los seis años de ahorro que tenía, compró los pasajes, se tomó sus vacaciones el seis de octubre de 2016, y el 16 salió de Venezuela y aterrizó en Chile. A sus jefes en PDVESA les comunicó de la renuncia desde acá, por correo.
Nadie lo recibió en el aeropuerto. Era sábado. Recordó lo que había investigado de Chile. Buscó la forma de llegar a un hotel. En el camino conoció a una mujer que le ofreció arrendar una pieza en Padre Hurtado. Naudi tuvo que esperar hasta el lunes para que abriera una bolsa de trabajo que ubicó en Los Domínicos. El lunes era feriado.
Tomó contacto con la oficina el martes, después de convalidar su título en una notaría en San Antonio, Valparaíso (por lo que sabía, el trámite era más expedito). Le encontraron trabajo como bodeguero para la BMW en La Dehesa. 400 mil pesos base, de lunes a viernes. Hacía sábado y domingo por las horas extras. Hizo el viaje desde Padre Hurtado hasta Lo Barnechea durante un mes, hasta que un supervisor le ofreció una pieza más cercana.
Llevó ese ritmo hasta febrero, cuando vio un aviso donde buscaban a un técnico para trabajar en una empresa de telecomunicaciones, como la suya en Venezuela. Postuló y quedó. Desde entonces que este ingeniero eléctrico trabaja instalando y reparando la señal por cable y el internet para VTR. En enero pudo traer a su hija. En mayo llegó hasta el edificio San Ignacio. Su hermana arrendaba un departamento de dos dormitorios. Si aceptaba pagar la mitad de los gastos, podía ir a vivir con Ashley también.
Naudi gana menos que en la bodega de la BMW, pero le basta con que el trabajo se parezca a lo que estudio, o un poco a lo que tuvo en Venezuela. 400 mil pesos base, más bono por producción. Sin su hermana, no podría llevar el arriendo de 470 mil pesos del departamento. Además, está lejos del piso de 2 millones 100 mil pesos que proyecta el ministerio de Educación para los ingenieros eléctricos, al cuarto año de terminada la carrera.
En octubre pasado cumplió un año en Chile. Ese mes trajo a su esposa, de profesión enfermera, y a su hijo. Viven todos en el departamento, hermana incluida. Naudi quiere quedarse. Ya sabe que las ofertas inmobiliarias cambiaron, que si su esposa encuentra trabajo en su área podrían tener un sueldo para pagar algo como en el edificio San Ignacio, pero con más piezas, para los niños. Solo necesita el título. El resto es asunto del mercado.