De Rusia con amor: Aquí vivió Raskolnikov

De Rusia con amor: Aquí vivió Raskolnikov

Por: Daniel Noemi | 24.06.2018
La Ru-SI-a ha pasado a la ronda siguiente. Raslkolnikov sueña en una esquina de la ciudad con Sonia. Porque, de pronto me doy cuenta, que la literatura y el fútbol no son tan distintos

Muy cerca de la Nevsky, en la catedral Kazan, si seguimos por el canal Griboyedov, entramos al barrio de Sennaya. En Stolyarni doblamos a la derecha, seguimos una o dos cuadras hasta llegar a Grazhdanskaya. En la esquina noroeste hay un edificio poco llamativo: su color amarillo se ha ido perdiendo con el paso de los años; de algunos balcones cuelgan unas flores más bien raquíticas. Las canaletas que descienden las paredes están llenas de moho. Nada haría que el paseante se detuviese siquiera por un breve instante. Nada; excepto que junto en la entrada, incrustada en la pared hay una placa y sobre ella una escultura en relieve. Con un poco de esfuerzo podemos traducir lo imprescindible: en este edificio vivió Rodión Raskolnikov.

El héroe (el más humano de ellos) de Crimen y castigo vivió aquí. Y desde aquí, dicen las expertas y fanáticos dostoievskanos, salió a matar a la vieja usurera, y en un lugar del patio interior está el arma de la prueba.

No todos los días uno se encuentra con los lugares que recorrieron personajes de novelas; menos con los espacios que habitaron. No es algo muy común, me parece. ¿Quién vivirá hoy en su depto.? ¿Qué hará con todos los fantasmas y con todas las fantasías y las escrituras que su ubérrimo inquilino ha producido a lo largo de siglo y medio? Raskolnikov representa algo así como el alma torturada del ser humano; algo así, porque también puede ser un rollo muy ruso (el alma eslava); o el alma en búsqueda de redención. Como sea, muchas almas dan vueltas en las páginas y sus recorridos, mucho meterse en la cabeza del personaje y descifrar (y con ello descifrarnos—he ahí la clave) quién es y quiénes somos. Pero las calles de Sennaya que recorre Rodion son reales como lo es la pobreza, el rumor de las aguas, que todavía nos llega a través de los años, a pesar de que ahora hay bares y restaurantes con camareros que hablan inglés. Como si sobre sus aceras y construcciones se extendiese un velo de melancolía imposible de descorrer. No es tristeza: es la radical conciencia de la falta de algo innombrable; una necesidad que décadas después el psicoanálisis se esforzará, quizá sin éxito, en explicar.

Comienza a llover. Camino más rápido a lo largo del canal. Siento que alguien me sigue. Me doy vuelta y no hay nadie. Las gotas dibujan círculos que se desvanecen de inmediato en la superficie del agua. Vuelvo a escuchar la algarabía del fútbol cerca de la Nevski. Regreso a la ficción.

La otra cara de la moneda del alma rusa (o tal vez la misma si imaginamos una moneda con una sola). Otra vez en el metro. Otra vez apretujado. Los gritos no se detienen y parecen que van a hacer estallar el vagón. Oh, la rusidad de la Ru-SI-a, desde tiempos inmemoriales hemos sido vigilantes testigos e incesantes salvadores de… Por suerte llegamos a la estación al lado del estadio. Un grupo de egipcios disfrazados de faraones (que igual son como más viejos que los zares) baila algo que podría ser Walking like an Egyptian de los Bangles –cerca de ellos un inevitable charro revisa los mensajes de sus amigos en Guadalajara. Histórica gente los egipcios, pienso; ojalá no queden hechos historia hoy, espero.

Pero la historia se escribe siempre con el vuelo de la lechuza al atardecer, dijo alguien por ahí. El primer tiempo es más menos parejo. Egipto solo juega para Salah, y este no juega para nadie. Los rusos con más empeño que técnica. La gente canta y canta, rueda y rueda, truena y truena. La cerveza pasa y pasa y por culpa de ella es que me pierdo el gol ruso al inicio del segundo tiempo. El resto del partido es más bien anecdótico: Egipto desvanece su posible historicidad futbolística, mientras los rusos dan estocadas rápidas y mortales; nada que hacer, solo el penal le permite a Salah sentir lo que es convertir un gol en el mundial. La gente está feliz. No importa la larga espera a la salida, el que el metro esté colapsado, no importará nada hasta por lo menos las 6 de la mañana que se oyen gritos de celebración. El alma rusa (una de ellas, al menos, estará feliz y olvidará por unos segundos sus gotas de melancolía).

Camino hacia el metro envuelto en una bandera de Canadá, mientras el estadio cambia de color. Es una curiosa experiencia cultural. Muchos rusos y egipcios largan comentarios favorables y más de uno menciona que él (o un primo o prima) vive en Canadá. No deja de ser curioso el gesto: podría ser de cualquier país del mundo envuelto en una bandera (¿qué dirá mi alma de su alma?).

Egipto ha quedado eliminado (no matemáticamente aún; pero luego del triunfo de Uruguay ante los saudís, que acabo de ver, sí). La Ru-SI-a ha pasado a la ronda siguiente. Raslkolnikov sueña en una esquina de la ciudad con Sonia. Porque, de pronto me doy cuenta, que la literatura y el fútbol no son tan distintos, que al final son casi lo mismo… pero de eso hablaré en otra ocasión. Cuando haya dejado San Petersburgo y vaya hacia Moscú.