Tribunal Constitucional: El desafío de un diseño institucional coherente
El actuar del Tribunal Constitucional (TC) es objeto de una intensa crítica, tanto desde la sociedad civil como desde la propia institucionalidad del Estado. Creemos que se trata de un ejercicio sano para nuestra democracia, pues las instituciones solo pueden mejorar si somos capaces de procesar e integrar las voces críticas que identifican sus fallas o debilidades. Sectores oficialistas han intentado impedir esta deliberación, invocando argumentos de autoridad que no se avienen con la gravedad de la crisis de legitimidad por la que atraviesa el ordenamiento constitucional, profundizada por la actual práctica del TC.
Un poco de perspectiva nos permitirá comprender que la crítica no se dirige contra la justicia constitucional en abstracto ni contra una eventual herencia autoritaria del TC, sino con la práctica política que ha protagonizado en los últimos años que, amparada en un diseño muy cuestionable, lo ha alejado como institución de las funciones que se espera que cumpla en el marco de una democracia constitucional.
Por lo pronto, la historia del TC presenta tres etapas claramente diferenciadas: 1970-73; 1980-2005 y desde 2005 a la fecha. Se sabe que esta es una institución incorporada a la Constitución de 1925, mediante una reforma constitucional impulsada por Frei Montalva en las postrimerías de su mandato, en 1970. En un contexto histórico complejo, marcado por intensos cambios políticos empujados desde la sociedad, era necesario contar con un organismo que pudiera dirimir controversias entre el Ejecutivo y el Congreso y evitar que los procesos legislativos se vieran entorpecidos. De esta manera, su posición en el diseño institucional no tenía por finalidad proteger el contenido de la Constitución ni, mucho menos, dirimir diferencias políticas en torno al contenido de los proyectos; su función radicaba en arbitrar el correcto funcionamiento del sistema de distribución de competencias entre los órganos políticos. Sus intervenciones fueron muy excepcionales: tan solo 11 pronunciamientos en 1972 y 5 en 1973. De estos, el Presidente de la República presentó 7 requerimientos y el Congreso 4. Nada más. No se trataba de un actor político relevante, precisamente porque su función no era intervenir en el contenido de la discusión legislativa, sino solamente resguardar el respeto por los límites competenciales que significa la Constitución; básicamente, forma antes que fondo, el que queda entregado a la deliberación política.
Disuelto el TC luego del golpe de Estado, fue reinstalado en 1980 con una composición y atribuciones completamente diferentes. Su función ya no era dirimir diferencias entre los órganos políticos, sino que dirimir diferencias entre la mayoría legislativa y una minoría, es decir, no para zanjar un problema relativo a una contienda de competencias, sino para inclinar la balanza en favor de una de las opciones políticas en disputa en el proceso legislativo, para que se respeten los contenidos de la Constitución; es decir, delimitar el fondo de la deliberación política, no sólo sus formas. Durante la década de 1980 hay pocas sentencias, con una tasa de entre 5 y 10 sentencias por año. El año 1989, empezadas las deliberaciones políticas para terminar con la dictadura e iniciar la transición a la democracia, marca un inédito pico de 29 sentencias, que se mantiene durante toda la década. Comienzan a subir levemente en 2003 y se disparan sobre las doscientas sentencias al año a partir de 2005, principalmente, por una nueva competencia del TC: el recurso de inaplicabilidad. Hoy suma más de 3.500 sentencias, dando cuenta del protagonismo que ha adquirido este TC, tanto en su relación con la justicia ordinaria como con los poderes políticos.
El segundo y el tercer período del TC tienen elementos comunes, por cierto. Básicamente, su competencia para dirimir controversias políticas sobre el fondo de las deliberaciones legislativas, interviniendo decisivamente en la forma en que se configura la voluntad del Legislador. Sin embargo, la reforma constitucional de 2005 genera las condiciones que hacen posible un protagonismo absolutamente incompatible con una democracia constitucional, al ampliar considerablemente sus atribuciones y, simultáneamente, politizar la designación del 70% del TC. La binominalización de estas designaciones por el Congreso, así como la plena discrecionalidad de las designaciones que competen al Presidente, han generado un TC radicalmente politizado y de una calidad técnica discutible, pues han primado criterios políticos antes que académicos o profesionales en un número considerable de designaciones a lo largo de la última década. Ello facilita todavía más la actual práctica política del TC: tomar partido en la deliberación legislativa, para zanjar las diferencias de fondo que existen entre los distintos actores políticos. Eso es absolutamente inédito en el derecho comparado y es incompatible con el diseño más básico de democracia constitucional.
Su comportamiento expansivo no se explica solo por unas competencias constitucionales exorbitantes, sino por la interpretación que el propio TC ha hecho de ellas pues, rompiendo todas las premisas del derecho público, ha extendido su ámbito de competencias vulnerando el más básico principio de juridicidad. Esta práctica institucional, peligrosamente politizada, pone en riesgo no solo la legitimidad de las instituciones de representación popular, sino la propia estabilidad de nuestro régimen democrático. Esta actitud militante debe ser superada. Un TC no puede estar más preocupado por proteger una cierta interpretación de la Constitución antes que garantizar los pilares que ésta representa para la viabilidad de la democracia. Hasta la inexplicable postergación de causas sobre derechos humanos forma parte de esta radical politización de una institución cuyo correcto funcionamiento es fundamental.
La intervención del Presidente del TC alemán, de visita en Chile durante la semana pasada, es muy ilustrativa del mal funcionamiento del TC chileno: “es necesario recordar que, dentro del entramado funcional constitucional, el legislador siempre tiene la prerrogativa frente al Tribunal Constitucional (...) Al Parlamento, por su legitimación democrática, le corresponde no una posición de supremacía formal pero sí una primacía de legitimación (...) La audiencia oral ante el Tribunal Constitucional no puede sustituir el debate parlamentario. La decisión jurídica no puede reemplazar la discusión sobre la sensatez de determinados programas políticos”. Esto demuestra que nuestra preocupación no emana de la existencia de un TC, sino de las prácticas que este TC en particular está impulsando.
Creemos que es fundamental avanzar en una agenda que permita delimitar el ámbito competencial del TC con mayor precisión, para evitar que sea el propio órgano la única instancia competente para pronunciarse respecto de sus propias atribuciones y de las condiciones adecuadas para su ejercicio. Ello supone regular i. el estatuto jurídico más claro para el ejercicio del cargo de ministro del TC, ii. mecanismos para hacer exigible su responsabilidad institucional, iii. la aplicación de las causales de implicancia y recusación junto a un procedimiento que garantice imparcialidad para hacerlas efectivas.
Asimismo, parece necesario establecer un mecanismo que permita algún sistema de revisión de las sentencias del TC, especialmente de aquellas en las cuales se traba un diálogo institucional con el Legislador durante el proceso legislativo. Es importante regular este tipo de discrepancias, para evitar la politización del TC y la extralimitación de sus competencias. Hay muy buenas razones para establecer cierta preferencia democrática del Legislador por sobre el TC la que exige un diseño respetuoso de los equilibrios institucionales y una regulación constitucional de sus atribuciones que asuma la vigencia de principios tales como la deferencia razonada, la presunción de constitucionalidad y la no justiciabilidad de las cuestiones políticas.
Estos desafíos deberán formar parte de una deliberación constituyente que nos permita contar con una nueva Constitución. Algunas reformas puntuales podrían contribuir a contener la deslegitimación de esta institución, pero su rediseño requiere considerar con detención cómo se configura el ejercicio institucional del poder y la forma en que los diversos órganos concurren en ese diseño, de manera no solo armónica entre sí, sino que en coherencia con el modelo de democracia constitucional al que este país, supuestamente, adscribe. En ese modelo, la justicia constitucional cumple funciones jurídicas destinadas a salvaguardar las formas del diseño normativo; pero no puede asumir funciones políticas que supongan tomar el lugar de los órganos democráticos.