Palestina y la jerarquía de la vida
Ya es bastante sabido que los medios de comunicación, por pertenecer a grupos ideológicos, generalmente ligados a los sectores que detentan el poder en una sociedad, presentan la información de la manera en que dichos grupos se sienten más cómodos, dando a la ciudadanía, de paso, pocas posibilidades de enfrentar críticamente una noticia. Quienes hemos trabajado sobre el problema palestino nos hemos visto enfrentados siempre a representaciones tergiversadas que suelen tener en las grandes cadenas europeas y estadounidenses su principal fuente. Común es escuchar o leer que “murieron” palestinos, como si la tasa de mortalidad natural de éstos fuese la más alta del mundo. Así titularon varios medios la matanza de 55 personas en la que más de dos mil resultaron heridas a propósito de la inauguración de la embajada de Estados Unidos en Jerusalén, que Trump decidió hacer calzar con la conmemoración de la creación del Estado de Israel, la Nakba (Catástrofe) palestina.
El sistema de la información, como dice Jacques Rancière, funciona no tanto a partir de una multiplicidad de imágenes, sino en una forma de selección, en la que dicha multiplicidad es presentada ante nuestros ojos. Las cosas se ordenan de una determinada manera, se disponen en un cuadro y en un conjunto de palabras escogidas, donde los palestinos, cuando son brutalmente asesinados, simplemente “mueren”. Esto implica que la información recibe un orden y la creencia de que accedemos a información libre porque tenemos una conexión a Internet, no pasa de ser una ilusión más, totalmente integrada en la maquinaria de producción de información.
Lo que está en juego en el ordenamiento de la información es nada menos que la jerarquización. Se dispone la información de una forma determinada que permite a los lectores o veedores una supuesta comprensión de un tema, a veces respaldado por analistas que saben perfectamente cómo actuar en los medios, enunciando solo aquello que “se puede decir”. La jerarquización, acaso inevitable en toda entrega de información, responde casi siempre, sin embargo, a las esperanzas de las clases dominantes por mantener el status quo de sus sociedades y del mundo. Y ahí está el problema, pues ese orden global en que vivimos se articula a través de una serie de jerarquías cuya distribución abstracta de información tiene como correlato la vida real de las personas. En otras palabras, en nuestro orden global, lo que se jerarquiza es la vida misma, haciendo que los palestinos solo “mueran”, mientras otros de mayor valor son “asesinados”.
Esta jerarquía de la vida, de acuerdo a Judith Butler, funciona teniendo como base real paradójicamente su opuesto. La vida sólo puede ser jerarquizada porque su base es la igualdad absoluta. Y esa igualdad es la de la precariedad ontológica de la vida, que compartimos todos por el mero hecho de existir. Esta precariedad es lo que nos hace débiles, necesitados, fundamentalmente expuestos a los otros. Nos hace, originariamente, ser-en-lo-común. Porque el humano es un ser precario, necesita de sus pares, requiere ser parte de la comunidad. De alguna manera, esta precariedad ha sido interpretada por la tradición occidental como una amenaza, donde el principal enemigo de nuestras vidas precarias son los otros, a los que se les define, en última instancia, como no humanos, como vidas a las que se les asigna un valor muy bajo en la jerarquía de la especie, al punto de no ser considerados plenamente en la esfera de la vida como tal. “Por eso –dice Butler– cuando tales vidas se pierden no son objeto de duelo, pues en la retorcida lógica que racionaliza su muerte la pérdida de tales poblaciones se considera necesaria para proteger las vidas de «los vivos»”.
El sionismo, en este sentido, no representa simplemente una de las formas en las que la vida es jerarquizada, sino la manera imperante que legitima el status quo del mundo actual. El sionismo no es sólo Netanyahu y su desprecio por la vida de los palestinos, sino también Trump, la islamofobia y los muros que se levantan cada vez más rápido por todo el planeta, con el fin de separar vidas que, siendo iguales en su precariedad, son jerarquizadas, definidas a partir de una diferencia supuestamente insoslayable que se traduce en la posibilidad de la expulsión masiva y el exterminio, que luego los medios luego transmite como un “murieron”.
Y así fueron asesinados los palestinos en Gaza. El lugar que el sionismo, la ideología del poder de nuestro tiempo, ha convertido en un campo de concentración en el que somete a un millón y medio de personas a bloqueo y criminales bombardeos. En Palestina la jerarquía de la vida se expresa tan letalmente que dicha experiencia debe permitirnos leer la tragedia, la Nakba, de la humanidad entera.
La Marcha por el Retorno, que se ha ido convirtiendo progresivamente en una nueva Intifada, saca a la luz no solo la naturaleza racista y genocida del Estado de Israel, sino también la resistencia de los habitantes de Gaza a ser clasificados simplemente como seres posibles de ser asesinados impunemente, sin duelo. Ahmed Abu Ratima, que participó en la organización de la Marcha por el Retorno termina un artículo recalcando con fuerza este punto: “La desesperación alimenta esta nueva generación. No vamos a volver a nuestra existencia infrahumana. Seguiremos llamando a las puertas de las organizaciones internacionales y de nuestros carceleros israelíes hasta que veamos medidas concretas para poner fin al bloqueo de Gaza”.
Si la campaña por el Boicot, Desinversiones y Sanciones contra Israel (BDS) tiene tanto sentido hoy, es porque ella pone el acento en ese vínculo común de los humanos, en la necesidad de romper el paradigma de las jerarquías y develar que detrás de él se esconde la potencia de lo común. Y si el BDS se ha extendido tanto y ha puesto en jaque a Israel es porque frente a la jerarquización de la vida y la captura de lo común por las ideas de “pueblo elegido” u Occidente, aparece desde abajo, en los medios alternativos, en los ciudadanos hastiados del abuso, una nueva ética capaz de romper la matriz del poder. Frente a todo particularismo, el BDS ha puesto lo común como medio de la praxis política. Enfrentándose a la manera en que los medios disponen la información, la campaña ha puesto de manifiesto al sionismo como una forma de racismo, pero también ha evidenciado la responsabilidad de reconocernos ontológicamente precarios, necesitados de los otros, y por eso mismo, y ante todo, iguales.