De perros y gatos

De perros y gatos

Por: | 08.04.2018
Ricardo Ezzati Andrello, arzobispo metropolitano de Santiago, tiene la obligación de ofrecer disculpas públicas no solo a nuestros niños y niñas transgénero, sino a todos los ciudadanos chilenos y chilenas y el resto de habitantes de nuestro país.

No alcanzaron a pasar siete días de Semana Santa, probablemente una de las fechas más importantes para la cristiandad, cuando los chilenos y chilenas hemos acabado el viernes horrorizados, impactados y preocupados por las declaraciones del cardenal ítalo-chileno Ricardo Ezzati Andrello, actual arzobispo metropolitano de Santiago de Chile. Respecto al proyecto de Ley de Identidad de Género, que por estos días divide al oficialismo y a la cámara de representantes, el salesiano hizo declaraciones, cuando menos crueles, a los niños y niñas transgénero. En sus propias palabras, afirmó que “más allá del nominalismo, hay que ir a la realidad de las cosas. No porque a un gato le pongo nombre de perro comienza a ser perro”.

Sus palabras, como es lógico, han generado un repudio transversal en la actual sociedad chilena, agotada de los continuos desaciertos de parte del representante de la Iglesia católica. Lo primero que podría venirse a la cabeza de cualquier ciudadano, es pensar qué sentirán no solo los adolescentes, los hombres y las mujeres que se encuentran en pleno proceso de cambio de identidad, sino también cualquier padre o madre que de noche abre la puerta de la habitación de sus hijos para asegurarse que descansan en paz, quienes se preguntan cómo podrían asegurar el bienestar de sus pequeños si se viesen en esa encrucijada, el cómo podrían protegerlos de la barbarie a la que estarían enfrentados en el futuro, a la discriminación, la intolerancia y el repudio de una sociedad que los considerase abominables, respaldados por las palabras del cardenal, por ende, de la iglesia como institución.

Las palabras de Ezzati para con los niños y niñas transgénero comparándolos con animales, han sido graves, han sido crueles, han sacado a relucir lo peor de un ser humano, sobre todo en un momento tan delicado donde lamentamos la tristísima realidad de nuestros ciudadanos y ciudadanas más vulnerables, que son nuestros niños, nuestra infancia. Y vuelvo a recordar las palabras de Alberto Hurtado Cruchaga: ¿Qué hubiese hecho Cristo en mi lugar? Claramente, su respuesta no hubiesen sido las mismas palabras del cardenal.

Hace menos de un mes, asistí a una conferencia sobre el Padre Hurtado en la Pontificia Universidad Católica, que celebraba el centenario del paso de aquel santo por las aulas de la escuela de derecho de dicha institución académica, donde la pregunta base era ¿Es Chile un país católico? La respuesta era clara: no, no lo era. Me pregunto y le pregunto a Usted entonces cómo va a serlo, si nos vemos enfrentados todos los habitantes de este país, con más regularidad de lo aceptable, con esta clase de opiniones por parte de la plana mayor de la curia que no hacen más que alejar diariamente a fieles de las filas de la Iglesia.

La Iglesia Católica chilena, desde hace ya mucho tiempo está fragmentada en dos. Por un lado contamos con la Iglesia liderada por los jesuitas, donde personajes como Felipe Berríos, Pablo Walker y otro sin igual grupo de miembros de la Compañía de Jesús luchan por abrazarnos en la solidaridad, la fraternidad y la unidad de los chilenos, con proyectos tan emblemáticos como el Hogar de Cristo, Un Techo para Chile o Infocap, quienes son los primeros siempre en aparecer ante los grandes desastres y la lucha contra la pobreza y la desigualdad de los nuestros, poniendo algo de cordura y sentido común al rol de la Iglesia. Y por otra, la de personajes empeñados en condenar la homosexualidad, la transexualidad o los derechos básicos que todos los habitantes de esta larga franja de tierra debiésemos tener asegurados en un mínimo modelo de Estado de Bienestar, además de amparar y esconder un sinnúmero de abusos por parte de la curia con nuestra propia infancia, con nuestros propios niños, sicarios de la moral.

Entonces, ¿deben los ciudadanos ateos, agnósticos, laicos y católicos de nuestro país seguir tolerando faltas tan graves y constantes a la esencia mínima de la cristiandad, que es precisamente ser cristianos, con todo lo que eso implica? La respuesta es evidente. No necesita mayor análisis. Ni mis amistades más ateas o agnósticas tendrían la falta de respeto y criterio de comparar a una persona con un animal, muchísimo menos a un niño o a una niña, en la constatación de que cualquier padre o madre de un hijo o hija que se encuentre en proceso de cambio de identidad de género, podría apelar a la ley antidiscriminación para llevar a Ezzati ante un tribunal de justicia a sentarse en el banquillo. Eso, siempre y cuando, la justicia chilena estuviese en facultad de juzgarles, cosa que en la actualidad tampoco sucede.

Ricardo Ezzati Andrello, arzobispo metropolitano de Santiago, tiene la obligación de ofrecer disculpas públicas no solo a nuestros niños y niñas transgénero, sino a todos los ciudadanos chilenos y chilenas y el resto de habitantes de nuestro país. Y si llegase a negarse, debemos esperar ese mínimo gesto de parte de la Iglesia Chilena, y no deben entenderlo como una recomendación, sino todo lo contrario. Deben aprender y entender, les guste o no, que los ciudadanos de este país no son ni perros ni gatos, sino todo lo contrario. Somos personas, hombres y mujeres con capacidad de discernimiento, con todo el derecho del mundo de ser quienes queramos ser, y en ese sentido, la cámara de representantes, de igual forma, deberá hacérselos saber en ambas cámaras con su voto a favor de la Ley de Identidad de Género, niños incluidos. Será un acto muy noble de demostrar nuestra propia civilidad como país, de la cual debemos sentirnos muy orgullosos, porque Alberto Hurtado Cruchaga, santo y jesuita, sin duda alguna lo estaría de todos nosotros: Ser verdaderos cristianos, seamos ateos, agnósticos o católicos. Ni perros, ni gatos.