La tiranía de Axel Kaiser, un idólatra del mercado
1
La derecha intelectual está obsesionada con una sola cosa: construir un “relato” que permita gobernar el país en el momento post-transicional. Sin embargo, tal tarea no fue fácil. Ante todo, tuvieron que disputar la construcción de dicho “relato” con la izquierda que, a través de los trabajos de Fernando Atria, daba el paso para volver a situar el horizonte socialista. Desde Daniel Mansuy a Hugo Herrera, desde Pablo Ortúzar a Axel Kaiser, todos ven en Atria el enemigo intelectual más decisivo contra el que deben medirse.
Axel Kaiser, un protegido del empresario Nicolás Ibáñez y rostro de la Fundación Progreso, no es la excepción. Tuvo el mérito de ser uno de los primeros en polemizar en orden a buscar el mentado “relato” con la necesaria crítica al propio sector al que acusaba de no haber podido saber defender las ideas de la libertad. Para Kaiser, todo gira en torno a un problema identitario: la derecha ha de defender la libertad y, como tal, debe renunciar a cualquier concepción colectivista porque, ésta posibilidad, tarde o temprano puede cristalizarse en un proyecto totalitario. Los correligionarios de Kaiser hoy ocupan parte del Segundo Piso de La Moneda (con el ex diputado Mauricio Rojas) teniendo, por tanto, un lugar en la toma de decisiones del nuevo gobierno de Piñera.
En continuidad con el otrora planteamiento de Jaime Guzmán acerca de cómo el social-cristianismo enarbolado por la Democracia Cristiana habría conducido a la debacle de 1973, Kaiser afirma que la derecha no ha estado a la altura de la batalla de ideas, asimilando muchas veces ideas ajenas en desmedro de la apuesta “libertaria” (o “neoliberal”) que él cree define identitariamente a su sector. La derecha, por tanto, debiera renunciar al socialcristianismo –y a toda forma de “estatismo”– si no quiere sucumbir en los seductores tentáculos de la izquierda, afirmando los ideales del “libre mercado”.
En el mes de septiembre de 2016, Axel Kaiser debate con Alfredo Joignant en el programa “El informante” de TVN. En él, Joignant, refiriéndose al libro que Kaiser escribió con Gloria Álvarez acerca del libro escrito en conjunto “El engaño del populismo”, termina espetándole a Kaiser: “No resiste un jurado académico de pregrado”. Puede ser cierto. Y lo más probable es que en general, y más allá de sus antecedentes académicos, los textos de Kaiser, en efecto, no resistan jurado académico alguno.
Sin embargo, lo que me interesa es constatar que la izquierda a la que representa Joignant comete un error suponiendo que sólo la crítica “racional” y su eventual descrédito “académico” podrían hacer que el discurso de Kaiser pueda perder eficacia. Antes bien, éste puede ganar mucho más precisamente porque está hecho para eso, para “contraatacar” los embates de la crítica y restituir la identidad libertaria de la derecha. En Kaiser es más decisiva la eficacia de su discurso que los contenidos “académicos” que pudiera defender. Puede ser un personaje de pocos recursos intelectuales, pero de alta eficacia ideológico-performativa. Y es justamente eso lo que me interesará desmontar.
2
Usando una expresión de Mansuy, digamos que el carácter “partisano” de Kaiser no es un misterio. Citando a John Adams, que plantea cómo supuestamente al prescindir de la idea sagrada de la propiedad privada comienza la “anarquía y la tiranías”, Kaiser comenta: “Chile confirmó, bajo la Unidad Popular, los temores de Adams. No olvidemos que la Constitución de 1980 fue elaborada en el contexto de la Guerra Fría y de una creciente amenaza marxista en América Latina que buscaba precisamente, tomando la etiqueta de la democracia y la promesa de la igualdad, terminar con la propiedad privada e instaurar dictaduras comunistas” (p. 33). La cita de Adams es estratégica. Sirve para un doble cometido: por un lado, expresar su temor más inminente, y es que la izquierda gane el poder y que termine destruyendo la sacralidad de la propiedad privada; por otro, le permite para afirmar el vínculo que su planteamiento tendría con los “Padres fundadores” de Estados Unidos. Kaiser no está solo. Pretende expresar una tradición, pretende traer consigo una herencia que habla a través de él, hoy, cuando se desata la batalla ideológica. Como contrapartida, Kaiser construye a una izquierda violenta, estatista, populista, si se quiere, un “otro” capaz de arrebatarnos el derecho sagrado a la propiedad privada y violar así el orden de las cosas. El “otro” amenazante, se cristaliza en la izquierda estatista de Atria y Joignant que Kaiser critica, así como también, en la tendencia social-cristiana que seduce a parte de la derecha haciéndola olvidar, cual Ulises con las sirenas, su identidad “libertaria” (y, por tanto, su compromiso en la defensa de la propiedad).
La tesis que Kaiser defiende en su libro se reduce a esto: la desigualdad del mercado es buena o, si se quiere, la competencia es buena. Y todo su libro no es más que un intento por “ilustrar” a todo aquél que aún no ha sido capaz de ver la “evidencia”. En ese sentido, el libro persigue un fin retórico antes que explicativo, ideológico antes que científico. Y para eso, una cita de Niall Ferguson –según Kaiser: “una de las personas más influyentes del mundo por la revista Time el año 2004”- abre las puertas a la historia que se va a contar: “Chile está comenzando a ejercer su derecho a ser estúpido”. Vía Ferguson, Kaiser instala la trinchera desde un clivaje que estructura todo el argumento de su libro: o aceptamos el neoliberalismo o somos “estúpidos”. ¿Cómo podríamos negarnos a ver lo que es “evidente”?
En el universo de Kaiser hay buenos capaces de ver lo “evidente” (los “libertarios”) y los malos que se obstinan, aferrándose a la “idolatría” estatista (los socialistas). No podemos sacrificar la competencia a la igualdad. Hacerlo significaría destruir el progreso económico, despotenciar la “creación de riqueza” y abrirle la puerta a la mayor tiranía de todas: la igualdad. Pero ¿quién pronuncia esas palabras? Ni más ni menos que Niall Ferguson que, según dice Kaiser, resultaría ser una de “las personas más influyentes” según la revista Time del 2004.
¿El hombre “más influyente del mundo”? ¿El más poderoso? ¿Superman mismo? Kaiser toma la palabra de Ferguson y, al igual que a la palabra de Adams citada anteriormente, le otorga un estatuto sagrado: todo su libro no es más que el desciframiento del signo revelado por Ferguson y que, en una cadena implícita, parece brotar desde la cita de Adams, que Kaiser toma como palabra revelada. La operación aquí en juego es sin duda de talante teológico: las palabras del hombre “más influyente del mundo” aparecen en Kaiser como signos sagrados que será necesario descifrar: ¿por qué este singular profeta nos diría a nosotros, los chilenos, que estamos comenzando a ejercer nuestro derecho a “ser estúpidos”? Según el mismo lo plantea en la Introducción, esa es la angustiosa interrogante en la que Kaiser encuentra inspiración y que su libro intentará responder.
Los teólogos traen malas pasiones. Como dijimos, la de Kaiser es la del terror al otro que está fuera del mercado, es decir, aquél que pudiera no respetar su racionalidad y que, como la izquierda estatista que definen Atria y sus amigos, pudiera recurrir a la violencia última para apropiarse de la propiedad privada que con esfuerzo cada ser humano aparentemente se ha ganado: “Kaiser entiende que la intervención estatal –afirma Hugo Herrera– a favor de la redistribución o la justicia social, importa necesariamente “coerción”, es decir, “violencia”” (pp. 144-145). La afirmación de Herrera es clave: para Kaiser toda intervención estatal es, de suyo, violencia que, agregaríamos, atenta necesariamente contra la sacralidad de la economía libre. Y la clave es el término “necesariamente” que usa Herrera comentando a Kaiser: no hay otra forma de Estado que no aloje en su seno a la violencia. El Estado será por definición un lugar de violencia, de coacción y, en algunos momentos para las izquierdas, un ídolo. Cual becerro de oro, el Estado se proyecta en Kaiser como un dios falso. Un arconte si se quiere, al que el gnóstico denuncia para liberar el alma de los hombres. Pero si esto es así, a modo de contrapartida, el mercado aparece como ley divina, como la verdadera revelación que salva a los hombres de la opresión experimentada por el ídolo estatal.
El teólogo aparece una y otra vez: en particular, en la reacción a un “otro” que no trabaja, que no respeta la economía libre, que celebra, pero que derrocha enteramente los recursos que, como se nos ha insistido, “son escasos”: “El socialista está de acuerdo en que se gaste todo en fiestas, pero no en educación para sus hijos.” (p. 59). Vaya afirmación: la crítica a la fiesta es la contrapartida de la defensa del trabajo así como la figura del socialista lo es del “libertario”. El socialista –según Kaiser– niega la economía libre favoreciendo, por medio de la intervención estatal, la igualdad. En ese sentido, es capaz de “gastar todo en fiestas”, derrochar todo lo que puede, pero no “en educación para sus hijos” puesto que considera que ha de ser el Estado quien le provea y obligue a ella. En esta afirmación se condensa todo el talante teológico de Kaiser. Una teología que se presenta como economía política, pero que no dice más que un solo mensaje: “emprendan”. Si se quiere en un léxico menos managerial y más oligárquico: “trabajen”. O, más patronal: “obedezcan”.
Es el delicado dictum del patrón frente al esclavo, el mandato del “kaiser” (rey, emperador) frente a cuerpo de todo súbdito; incluso cuando en el discurso neoliberal, el amo y el esclavo se introyectan en una misma unidad personal, en la propia voluntad. El intelectual, que dice escribir este libro como “contraataque” haciéndose cargo de los presupuestos “filosóficos” –y, por tanto articulando a la “filosofía como arma para la revolución”– en realidad estructura una verdadera teología –una doctrina de lo sagrado– eficaz para la guerra: en Kaiser habrán buenos y malos, habrá democracia y tiranía o, si se quiere, habrá mercado y Estado, como términos correlativos al bien y al mal. Los buenos para las fiestas, los derrochadores, los socialistas conducen a la anarquía y la tiranía, porque constituyen una secta idolátrica que sacrifica la libertad a favor de la temible igualdad.
3
Es clave prestar atención a lo siguiente: la competencia es buena porque algunos “crean riqueza” para que otros se beneficien de ella. Fundamental aquí es la referencia no citada al pensamiento de Hayek (Los fundamentos de la libertad), según el cual los emprendedores (aquellos que “crean riqueza”) se proyectan como la vanguardia de la sociedad y la conducen hacia la experimentación de nuevos estilos de vida. Cito a Hayek: “La afirmación de que en cualquier fase del progreso los ricos, mediante la experimentación de nuevos estilos de vida todavía inaccesibles a los pobres realizan un servicio necesario sin el cual el progreso de estos últimos sería mucho más lento (…)” (p. 73). Los “ricos” aparecen como motor del progreso. En una inversión de profundas consecuencias para la tradición marxista, según la cual, el motor yacía en el proletariado, Hayek sitúa en ello a los “ricos” que, como tales, han terminado siendo la nueva vanguardia de la historia. Dado que los recursos son siempre escasos, la competencia es buena y lo es porque permite que hayan “ricos” que, en virtud de su emprendimiento, han hecho un “servicio” insoslayable que va de la mano con la creación de riqueza: nutrir de los bienes a los pobres.
En otros términos, es la desigualdad y no la igualdad la que produce bien y es precisamente lo que, según Kaiser, la izquierda no quiere entender, lo cual, la hace “estúpida”: Dado que la riqueza no se extrae sino que se crea –escribe Kaiser en la línea de Hayek– mientras mas rica sea una persona bajo las reglas del libre mercado más enriquecerá a sus conciudadanos.” (p. 73). Así, la competencia es buena, porque los que han ganado esa carrera alimentan a los demás que les siguen el paso. Kaiser es perfectamente conciente de que el mecanismo neoliberal dice funciona desde un punto de vista positivo y no negativo: a diferencia del marxismo que insistía en la “extracción”, los “ricos” ejercen la capacidad de “creación”. El impulso neoliberal es aquí promotor, creador de riqueza, gracias a los cual, nos dice Kaiser, parece terminar siempre favoreciendo a los “conciudadanos”.
Así, en contra de la crítica de izquierda (Atria y compañía) que supuestamente aseguran que el mercado es un ámbito exento de toda moral, Kaiser se preocupa de reafirmar el carácter moral del mercado, incluso bajo el presupuesto de la competencia: esta última no es el mal como pretende afirmar la “izquierda”, sino el motor del bien. La competencia es buena porque no sólo hay creación de riqueza sino que además, tales bienes podrán “enriquecer” (no ayudar) a los “conciudadanos”. La operación ideológica funciona a la perfección: al frío mandato de “trabajen” se agrega el bien al prójimo que se derrama cuasi gratuitamente gracias a la vanguardia de los emprendedores. El sistema de “libre empresa” genera progreso precisamente porque es bueno y, digamos: es bueno porque genera progreso. Es la circularidad ideológica en la que redunda todo el argumento de Kaiser que se desarrolla en los diferentes pasajes de su libro. Así, lejos del “egoísmo” del que la izquierda acusa a los neoliberales contra toda “evidencia”, tal sistema sería, en realidad, constitutivamente bueno en la medida que se hace cargo de “enriquecer” a los “conciudadanos”.
4
La cuestión es la siguiente: el “aristocratismo económico” presente desde Hayek a Kaiser –es decir, la concepción según la cual, la sociedad debe ser conducida por los “mejores” (que se identifican plenamente a los ricos), muestra que la tiranía de la igualdad denunciada por Kaiser es el reverso especular de otro tipo de tiranía mucho más sutil que el discurso neoliberal denomina “competencia”. A diferencia del liberalismo clásico que hacía de la sociedad civil un espacio de intercambio natural, el neoliberalismo hace de él un espacio de competencia que es siempre técnicamente producida. A diferencia del liberalismo clásico que resguardaba dicho espacio de la interdicción estatal (monárquica), el neoliberalismo se apropia del Estado y hace de éste un regulador de normas precisas que aceitan la competencia. Para Kaiser liberalismo clásico y neoliberalismo son lo mismo. Y, en realidad, si bien pertenecen a una deriva común son el reverso el uno respecto del otro. Y Kaiser activa esa dimensión “tiránica” del neoliberalismo justificándola, al igual que Hayek, con el elemento “moral”.
Ahora bien, supongamos que la “izquierda” efectivamente ha sido estadocéntrica y, en ese sentido, idolátrica, ¿acaso no es también una idolatría adorar y defender a brazo partido al mercado bajo el fundamento de la desigualdad? ¿Acaso Kaiser no está diciendo que en el mercado Sí existen las jerarquías y que eso es bueno? Y si esto es así: ¿no replica Kaiser lo mismo que critica a la izquierda? Es claro, a Kaiser no se lo podría criticar de idolatría estatista, pero ¿por qué no de idolatría mercantil? Digámoslo de una vez: ¿no es Kaiser un idólatra del mercado y, en este sentido, nada más que el reverso especular de la supuesta “izquierda” que él mismo inventa y critica? La pregunta es ¿por qué podría Kaiser sostener que su posición no es una idolatría al mercado?
La respuesta a esa pregunta no pasa por un argumento, sino por una decisión tomada desde la cita “teológica” de Ferguson con la que se abre su libro: Kaiser como intérprete de la palabra sagrada parece saber juzgar correctamente qué sería lo bueno y lo malo, quienes serían inteligentes y quienes estúpidos, quienes fomentarían el progreso y quienes llevan al país a su destrucción. Como se ve, nada nuevo bajo el sol: Kaiser da voz al clásico discurso oligárquico de Chile, con sus temores más atávicos y su ideología más desenfrenada. A esta luz, Kaiser explicita todo lo que esa oligarquía piensa, todo lo que ésta considera “evidente”.
Porque la verdad de La Tiranía de la Igualdad es la Tiranía de Axel Kaiser que expresa la única y verdadera tiranía de la oligarquía chilena y su discurso patronal. Kaiser se erige como “líder supremo” de lo que hay que pensar, articulando un discurso eficaz que, con una hábil metonimia, hace pasar lo discutible como si fuera indiscutible y las opiniones como si fueran dogmas, planteando un clivaje que intenta capturar al lector en una dicotomía que puede resumirse así: o soy neoliberal y voy a trabajar, o soy estúpido y me gasto todo en fiestas.