¿Pagará Piñera la deuda del Estado Chileno con la infancia vulnerada?

¿Pagará Piñera la deuda del Estado Chileno con la infancia vulnerada?

Por: Juan Eduardo Parry Mobarec | 13.03.2018
Sin un debate político sobre los derechos de la infancia no será posible cambiarle el rostro a la actual política pública de infancia, arriesgando a que los cambios que introduzca la administración entrante, sean meramente burocráticos, o sea, otra institucionalidad para administrar una asistencialidad históricamente precaria.

Como primera actividad, el presidente Piñera inicia su mandato firmando un proyecto de ley que se encuentra en trámite legislativo. La ceremonia realizada en un centro de atención privado con financiamiento del Sename, rodeado de sus ministros de Justicia y Desarrollo Social, no hace más que evocar un deja vu de lo que ha sido la acción gubernamental en el último decenio: declaraciones, promesas y anuncios. Nada sustancial y realmente transformador.

Infancia y Adolescencia o Vulneración e Infracción

La distinción entre infancia y adolescencia marca desde el año 2005 una toma de posición del Estado chileno, en torno a diferenciar la preocupación por la vulneración de derechos y el control penal del delito. Esto permitió generar la nada sutil diferencia entre niños buenos (Infancia) y niños malos (Adolescencia), en una discusión abstracta donde tampoco se ha tomado en cuenta la clase social de la gran mayoría de los niños institucionalizados y criminalizados.

Ambas categorías, Infancia y Adolescencia, reflejan paradigmáticamente el modo dicotómico de operar de la institucionalidad estatal con respecto a los menores de 18 años de edad (niños, en el concepto de la Convención Internacional de los Derechos del Niño). Hoy se refleja más nítidamente en el propósito de los dos gobiernos pasados y el que se inicia, de avanzar en la disolución y separación ministerial de las funciones del actual Servicio Nacional de Menores, trasladando por una parte, su ámbito de competencias en la infracción penal del adolescente al Ministerio de Justicia y por otra, radicando el ámbito de la infancia vulnerada en sus derechos, en el Ministerio de Desarrollo Social.

Estos procesos ya latentes en las lecturas estrechas de la Convención Internacional sobre Derechos del Niño (CDN), auspiciados en los '90 por Unicef (organismo presidido desde sus inicios por Estados Unidos, único país con Estado que no ha firmado la CDN) y refrendados por varias organizaciones colaboradoras del Sename, dieron inicialmente un fundamento a la promulgación de la Ley 20.084, de Responsabilidad Penal Adolescente.

Esta lectura estrecha o incluso meramente nominal de la CDN cubrió de un manto ‘garantista’ el tratamiento penal de los adolescentes, dejando sin urgencia la promulgación de un estatuto jurídico proteccional, optándose por subsumir la protección genérica de la niñez, o sea, los menores de 14 años, en la justicia de familia, manteniendo buena parte de la antigua ley de menores como su complemento.

La Convención es explícita al señalar que son niños -salvo lo que las legislaciones nacionales puedan restringir- todos los seres humanos menores de 18 años de edad. Es decir la minoría de edad, considerada desde la CDN, se traduce en una red jurídica muy amplia de garantías y derechos que resguardan simultáneamente el tratamiento del niño que infringe la ley penal y al niño en situación de desprotección social. No los considera sujetos distintos.

Los principios consagrados en la Convención, como “el interés superior del niño” y la participación en las decisiones que los afectan, han quedado reducidos a meros mecanismos burocráticos e incluso a la farsa, como es el caso  del sistema penal adolescente, que declara apoyar la autonomía de los niños por el hecho de responsabilizarlos de sus crímenes. Esto resulta absolutamente contradictorio, pues el derecho penal es justamente la instancia de mayor represión del Estado y donde menos posibilidades de participación positiva tiene un sujeto (menos un niño), en comparación a otras áreas como educación, salud, sexualidad, etc. De esta forma, reduccionismo penal hoy existente amenaza el desarrollo y vulnera derechos de miles de niños en nuestro país.

En este sentido, la propia separación interna del Sename, acaecida en los últimos años, ha sido una señal del consenso en la dirigencia política en torno a considerar a los infractores penales fuera de la vulneración de derechos, pasando a atribuir la causa del delito al hecho de encontrarse con un abuso de drogas o excluidos de ciertos recursos sociales, entendidos como beneficios estatales.

Una política pública precaria y subcontratada

Hoy en Chile, a la carencia de un estatuto jurídico integral de derechos de la infancia y la adolescencia, que recoja sin distinción, la protección integral desde el nacimiento a la mayoría de edad, se agrega a la carencia de políticas sociales en tal sentido, pero también una ausencia de soporte institucional, al delegar el Estado la ejecución de sus políticas infanto-juveniles en una red de organizaciones no gubernamentales, fundaciones y corporaciones, que operan como subcontratistas a tiempo limitado de los escasos recursos dirigidos a la ejecución de proyectos.

La precariedad institucional es fiel reflejo de un Estado cuya acción en este ámbito no pretende ser más que un paliativo subsidiario que sólo apunta a mantener el status quo. Un Estado que se compromete generacionalmente con sus niños no puede mantener semejante soporte de ejecución. Para qué decir sobre el recurso humano que labora en ellos, cuyas condiciones de inestabilidad laboral impactan profundamente en las posibilidades de contar con un trabajo de calidad.

Quizás es hora de sacar al pizarrón a las nuevas autoridades sobre cómo crear una política pública en favor de aquellos que trilladamente se dice, constituyen el futuro de Chile o deben ser los primeros en las prioridades de la agenda gubernamental, pero que en realidad son sujetos que viven hoy y que requieren ser reconocidos -en el tiempo presente- en su dignidad y derechos, en forma amplia e incluyente.

Finalmente, sin un debate político sobre los derechos de la infancia no será posible cambiarle el rostro a la actual política pública de infancia, arriesgando a que los cambios que introduzca la administración entrante, sean meramente burocráticos, o sea, otra institucionalidad para administrar una asistencialidad históricamente precaria.