La historia detrás de la conservadora Declaración de Principios que rige a la UC
En recientes controversias públicas, el Rector de la Universidad Católica ha ejercido el rol de representación de la comunidad universitaria que le asigna la normativa interna de nuestra casa de estudios. En sus intervenciones ha fundamentado la toma de postura frente a ciertos temas apoyándose en el ideario de nuestra institución, un ideario que, como es obvio, de forma parcial e imperfecta puede verse reflejado en un texto escrito. Ha dicho, así, que «los profesores que trabajan en nuestra universidad adhieren de manera libre e informada a la Declaración de Principios» (La Tercera, febrero 1 de 2015). Esta declaración de principios afirma que la Universidad «profesa [...] una fidelidad activa y diligente al magisterio de los Pastores de la Iglesia» (Declaración de Principios, I.1.), por lo que sus miembros deben ser «coherentes con el Magisterio eclesiástico» (Idem, I.2) y «quien combatiere esos principios no puede formar parte de esta Universidad» (Idem, I.3).
En virtud de estos enunciados es que se ha expresado una posición institucional en el actual proceso legislativo sobre las universidades chilenas y en otros debates de nacional envergadura como el caso de la despenalización del aborto. Es esperable que en otros debates similares la universidad por medio de su representante legal tome posturas similares con argumentos del mismo orden.
No obstante lo anterior, la Declaración de Principios que sirve de base para este comportamiento no ha sido la que ha guiado a la universidad desde sus inicios. Redactada en 1977 bajo la guía del rector delegado de la Junta Militar, refleja la postura política y teológica de quienes se impusieron en el país y en la universidad por la fuerza y el exterminio.
El rector delegado, Jorge Swett, marino retirado, ejerce como rector con los poderes que el Decreto Ley 112 del 14 de noviembre de 1973 le otorga. Esos poderes son, en dichos del Gran Canciller de la época, el Cardenal Raúl Silva Henríquez, ejercidos de manera de «poner fin a los últimos rastros de la reforma, reorientar a la universidad según los nuevos postulados del régimen militar, e imponer, en todos los niveles, la conducción de un sector ideológico que veía ahora la posibilidad de ejercer el mando sin limitaciones» (Silva-Cavallo 1991, 40). Por otra parte, la Conferencia Episcopal estaba ya al tanto de la política de exterminio llevada a cabo por la dictadura de civiles y militares, pues fue lo que motivó a la creación del Comité Pro Paz a tres semanas del Golpe de Estado. Al año siguiente del Golpe ya se materializaba en nuestra universidad la política de exterminio denunciada por la Conferencia Episcopal Chilena con la colaboración del rector Swett (Una luz sobre la sombra. Detenidos desaparecidos y asesinados de la Pontificia Universidad Católica de Chile), 66).
La Declaración de Principios fue una de varias acciones de Rectoría destinadas a revertir el proceso de Reforma Universitaria liderado entre otros por el rector Fernando Castillo Velazco años antes. Swett reestructuró el Consejo Superior sin dejar huella de su carácter multiestamental. No obstante, mantuvo al profesor Jaime Guzmán como miembro de continuidad entre el antiguo y nuevo consejo. El rector creó también un Consejo Asesor y un Comité Directivo, espacios donde a juicio del Cardenal Silva el rector incorporó sin contrapeso a miembros del movimiento gremialista (Silva-Cavallo 1991, 41).
Swett cerró, luego, la revista Debate Universitario, órgano de discusión pluralista y en diciembre de 1974 creó la Dirección de Personal de la Universidad, pese a la oposición explícita del Gran Canciller. Esta entidad paso a controlar la contratación y despido de académicos y funcionarios. Eran los primeros pasos para exonerar, a comienzos de 1975, a más de 150 académicos y reducir al mínimo la jornada de otro número similar. Silva Henríquez, Gran Canciller de la época se veía totalmente impotente frente a una «ola de exoneraciones [...] con un sesgo político ya del todo indisimulable: se trataba, como diría una autoridad de aquellos días, de una “limpieza” a fondo» (Idem, 47). Según Ricardo Krebs, en 1976, se exonera a otros 120 académicos con el fin de «extirpar lo que quedaba de marxismo en la universidad» (Krebs 1993, 761). De estos académicos, un grupo de 78 fueron reincorporados 40 años después a la Universidad en una acción calificada por el Rector Ignacio Sánchez, autor de la justa iniciativa, como «tardía» (Discurso con motivo de la reincorporación de académicos exonerados, 23 de noviembre de 2015).
La creación de la Dirección de Personal fue motivo de un fuerte conflicto entre el rector delegado y el Gran Canciller. Silva Henríquez recuerda amargamente un encuentro con el rector que ocurrió el 22 de octubre de 1974:
La conversación -recuerda el cardenal en sus memorias- me reveló que no había en las autoridades de la UC ninguna voluntad de arreglar los problemas, sino una decisión ya tomada de llevar adelante un proyecto propio, excluyente, funcional al gobierno militar y, en definitiva, adverso a lo que la Iglesia había hecho en la Universidad. El rector y sus acompañantes en los cargos superiores estaban empeñados en revertir la reforma universitaria; eran los ejecutores de una vasta «contrarreforma», que se originaba en los mismos que se habían opuesto a los cambios en 1967, pero que no habían podido constituir mayoría para evitarlos en la década anterior (Silva-Cavallo, 44).
Esa misma noche, el Cardenal reunció a su cargo de Gran Canciller porque el rector Jorge Swett impedía su accionar dentro de la universidad. En este punto el testimonio del Obispo Auxiliar de Santiago y ex profesor de la Universidad es ilustrativo del ambiente del momento: «el cardenal veía muy claramente que se estaba construyendo la Universidad solo con gente adicta al gobierno militar, con una mentalidad de ultraderecha y, con pretexto de déficit presupuestario, se estaba despidiendo a muchísimos docentes del ala contraria» (Hourton 2009, 216).
El Cardenal, afirma, deseaba la devolución de la Universidad a la Iglesia (Cavallo-Silva, 43), pero eso no ocurriría sino hasta que no se redujera la pluralidad eclesial al interior de la casa de estudios. En efecto, en 1975 un informe entregado a los obispos chilenos en la asamblea plenaria denunciaba que el gobierno de la Universidad imponía una «clara dirección ideológica nacionalista e intolerante» (Hourton 2009, 216). Más aún, Hourton señala la paradoja en la cual se encuentra el rector de la dictadura, pues «el almirante sostiene que quiere defender la catolicidad de la Universidad Católica, contra el parecer de los obispos católicos» (Hourton 2009, 286). Este juicio es compartido por el Cardenal Silva quien en una homilía pronunciada en la Facultad de Teología el 9 de junio de 1977 (durante el proceso de redacción de la Declaración de Principios) defendió los principios que animaban el claustro universitario de 1971, a saber, autonomía y libertad y declaró que ahora «nos sentimos violentados por una fuerza que no es la del Espíritu de Cristo». Un año más tarde, Hourton afirmará que la autonomía de las universidades católicas había sido carcomida por la doctrina de la seguridad nacional y la despolitización (Hourton 1978, 9).
Luego de la renuncia a ejercer el cargo de Gran Canciller por parte de Silva Henríquez, con la aprobación de la Conferencia Episcopal y El Vaticano, será Jorge Medina quien asumirá como pro Gran Canciller. Esto porque «Don Raúl pensaba que, dado el carácter tieso de Medina, enfrentaría mejor los desmanes de los vencedores». Silva confiaba en que Medina podría defender a la universidad de las manos de la dictadura, pero -continua diciendo Mons. Hourton- «en eso se equivocó, porque no contó con la que se hizo cada vez más evidente simpatía de Medina por Pinochet y su gobierno fuerte» (Hourton, 217).
La llegada de Medina no detuvo la ola de exoneraciones. Jorge Hourton le escribió al recién estrenado Pro Gran Canciller una larga carta donde el obispo expresa sus sospechas sobre los criterios de reestructuración universitaria puesto que no se ven «instancias de diálogo y de participación» y que la actividad académica se desenvuelve en un clima de «inseguridad, desconfianza, suspicacia y líneas políticas larvadas». Además, señala la preocupación por la expulsión de profesores contrarios a la dictadura tanto del Instituto de Filosofía como de la Facultad de Teología. Todo esto tendría como efecto el «aislamiento de la UC respecto de la Iglesia local», la exclusión de la universidad del pensamiento social de las «instancias más "aggiornadas" del catolicismo chileno» que se planteaba críticamente al «modelo econónimico de corte liberal competitivo» y la «disuación de corrientes de opinión contrarias a la ofical» (Hourton 1978, 8).
En suma, el espíritu intelectual que se vive en la UC en 1977 es de desconfianza, miedo y ausencia de libertad académica. Se vive una verdadera marcha atrás en las reformas a las universidades. Así lo afirma sin pudor Ricardo Krebs, pues juzga que el proyecto iniciado con la Reforma «había cuestionado elementos esenciales de la tradición universitaria y había rechazado el carácter jerárquico, clerical y confesional de la Universidad Católica», por lo que era necesario enfrentar el «peligro de que la universidad perdiese el elemento constitutivo de su identidad» (1993, 771). Pero esto no es cierto. La reforma no era un proceso contrario a la identidad católica, sino que estaba animado por ella.
En efecto, la Iglesia Católica venía viviendo un proceso de intensa reforma. El Concilio Vaticano II había puesto las bases para una nueva relación entre el Magisterio y las ciencias. Se hablaba de una colaboración mutua donde el Magisterio no tenía todas las respuestas suscitadas por el mundo actual (Vaticano II, Constitución Dogmática Gaudium et Spes, especialmente). En América Latina, el CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) había llevado las reformas eclesiales a la cuestión universitaria. Así, en 1970, propone sus lineamientos en el «Documento de Buga», en el cual reflexiona sobre «La misión de la Universidd en América Latina». En él se insta a las universidades católicas a constituirse como «diálogos institucionalizados» entre las religiones, las ciencias y las humanidades. Para ello, es necesario una actitud de confianza, libertad, amor a la verdad y respeto por la persona humana, afirman los pastores. El documento propone que desde la catolicidad se puede hablar más bien de universidad cristiana «que integre en su seno las diversas interpretaciones teológicas del mundo y del hombre» (Celam 1970, 21). Para ello, será necesario, se afirma, que haya una actitud de revisión y reforma permanente de sus estructuras (Idem, 22). Proporciona incluso algunas indicaciones prácticas como revisar las estructuras de poder a fin de «dar participación en el gobierno a profesores y estudiantes» (Idem, 27) y defender la autonomía de las universidades de «presiones» estatales, de grupos políticos, de empresas, de fundaciones e incluso de la misma jerarquía católica y otros superiores religiosos (idem, 27).
Lo que había comenzado a hacer la UC en su propia Reforma en 1967 se convertía en una directriz regional, siguiendo los pasos del proceso de reforma eclesial impulsado por el Concilio Vaticano II. El proceso de «contrarreforma» iniciada en la UC por la dictadura no es sino un proceso contrario al querer de los obispos de la región. Por ello que las acciones de Swett pueden calificarse de falazmente católicas, pues en el fondo se trataba de maniobras contra una concreción histórica de la fe católica totalmente legítima y valiosa, pero que era contraria a los objetivos políticos y económicos de la dictadura de civiles y militares.
Situada en este contexto, la Declaración de Principios, en tanto que una acción más de la estrategia contrarreformista, combate ella misma parte de los principios que dice defender. El documento es el producto de una comisión de no más de 10 profesores: el Rector, el Pro Gran Canciller, el Secretario General, tres decanos (teología, educación y derecho) y tres profesores escogidos entre los dos primeros.
Es más, el decreto de Rectoría que creó la comisión (DR 125/77) no le encomienda la tarea de redactar una declaración princpios. Por el contrario, las funciones específicas de la comisión son las de «estudiar e informar» acerca de los diferentes proyectos de fines y objetivos que hay vigentes en la Universidad. El decreto habla específicametne de poner atención de forma permanente a los aspectos doctrinales de estos principios. Pareciera que, dado el contexto ya descrito y el tenor del decreto, el sentido de la comisión es el de establecer una vigilancia doctrinal en la Universidad. Por lo mismo, no deja de llamar la atención que sea esta misma comisión, yendo más allá de sus funciones, la que proponga un proyecto de Declaración de Principios. Llama aún más la atención que el Decreto de Rectoría que oficializa estos principios ahora vigentes (Decreto Rectoría 171/79) afirme que la comisión fue «creada al efecto según Decreto de Rectoría N°125/77», como si ese hubiera sido desde el inicio el objetivo de la vigilancia, a saber, someter a la Universidad a unos principios de un catolicismo gremialista contrario al propio espíritu de reforma del Concilio Vaticano II y de los obispos de la región latinoamericana.
En suma, dado todo lo anterior, resulta incompatible valorar la reforma del '67 en la universidad y al mismo tiempo enarbolar una defensa institucional basada en principios que representan el proyecto de la dictadura y no el proyecto que la Iglesia quería instaurar para la región y para Chile.
Referencias
Cavallo, A. Y Silva Henríquez, R. Memorias. Cardenal Raúl Silva Henríquez (tomo 2). Santiago de Chile: Copigraph. 1991.
CELAM. Misión de la Universidad Católica en América Latina. Documento final del seminario de expertos sobre la misión de la Universidad, Buga (Colombia), 1967.
Hourton, J. Memorias de un obispo sobreviviente. Espiscopado y dictadura. Santiago de Chile: Lom. 2009.
Hourton, J. «Universidades ¿Católicas?», en Revista Análisis, N° 9, Noviembre-Diciembre 1978, págs. 8-9.
Krebs, Ricardo. Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago de Chile: Ediciones UC. 1993.
Vásquez-Guzman. Una luz sobre la sombra. Detenidos desaparecidos y asesinados de la Pontificia