La fractura de las certezas (relato del terremoto en México)
El escenario consiste en que 32 años exactos después del terremoto más devastador de la historia registrada en México se repite la calamidad. Es un guión pésimo, poco verosímil, y me es inevitable no pensarlo mientras comienza a remecerse el edificio en el que vivo y en mi mente detonan las conexiones que pretenden darle sentido a la realidad. Ningún mexicano te permite olvidar cómo en el 85 se cayó todo, ningún chileno que haya vivido su contraparte andina te lo permite tampoco. Nos une el cuerpo forzado a acostumbrarse a que la tierra de vez en cuando se mueve: desestimamos el hecho, cargamos nuestros terremotos como medallas. Nadie olvida dónde estuvo o dónde estuvieron sus padres, o dónde no pudo estar. Los terremotos son parte de la memoria colectiva de nuestros países, resistirlos y entenderlos una especie de superpoder. No tengo recuerdos de una época no acompañada del temblor ocasional, o del temor al temblor ocasional, o del temor al espacio de tiempo que se alarga entre un temblor y otro, que siempre presagiaba algo más grande, algo más potente y más mortal, y nos acostumbramos a ese uso esotérico de los conceptos porque hay que tener alguna certeza para no volverse loco en un país que puede perfectarme autodestruirse de un momento a otro, sin aviso alguno. Si creyera en las correspondencias cósmicas, en el destino o en los castigos del cielo tendría que atribuirle a una de esas fuentes la situación presente. No podría ser de otra forma. Quizás sería también más fácil, pero nunca es fácil.
A las 11 de la mañana del 19–9–2017 comenzaron a sonar las alertas de sismo por toda la extensión de Ciudad de México. La gente bajó ordenada a sus lugares designados, hizo chistes, compartió memes en sus redes sociales: era sólo un fragmento de rutina más, un simulacro que servía a la vez de refuerzo a la memoria, era apenas una conmemoración del cataclismo del 85. Yo ni siquiera me inmuté. Escuché desde mi departamento las apocalípticas bocinas desde lejos, estaba ocupado en algún libro o en algún videojuego. No había razón para moverme. Menos yo, que además viví el terremoto del 2010 en Santiago y que sostenía también esa noción esotérica de que a nadie le tocan dos tan seguidos en su vida, que a lo más debes vivirlos con una gran distancia temporal. Como si la realidad tuviera algún tipo de respeto por las certezas que uno se arma desde el más profundo abismo del sentido.
Pienso (como un imbécil) en la incompetencia de ese giro de la narrativa de la ciudad mientras escucho a los perros sumarse a un clamor gutural que va escalando y que me desestabiliza. Pienso en los gatos, pienso en si tengo tiempo de guardar a los gatos en sus cajas mientras voy subiendo la escalera hasta el segundo piso donde está mi departamento. Abandono la idea cuando de golpe la tierra se mueve más y grita más profundamente, y veo las paredes volverse oblicuas, las líneas tan confiables desdibujarse y desencajarse y desencajarme, y los vecinos comenzar a bajar con una velocidad que me parece sobrenatural, desesperados y sin entender pero entendiendo y me sumo a esa ola que va bajando y adquiero esa velocidad terminal y me detengo en detalles absurdos como el sonido que hacen mis chanclas en el piso, en que la alarma no sonó ahora que tenía que sonar (que acabó su sentido y su certeza en un simulacro), en que todos los rostros que veo en esos momentos parecen ir mirando a otro lugar más adelante en el tiempo, a un futuro en el que ya nada se está moviendo y en cómo les gustaría habitar esa realidad ahora mismo y ¿cuánto falta? ¿cuándo se va a detener? ¿cuánto habrá que levantar después?
La luz se va al instante. Intento enviar un mensaje de alerta en mis redes sociales pero es inutil. El movimiento de las placas continúa y veo moverse los postes de luz con sus cables colgando y pienso en todas las cosas que podrían matarme ahora, en todas las cosas que podrían matar a mi novia, que se encuentra tan lejos en esta inmensidad de ciudad que perfectamente podría estar en medio de un temporal en lugar de un terremoto. Hay ahí de nuevo una serie de confianzas, una serie de certezas que son apenas un bote salvavidas surgido del absurdo, de la desesperación del absurdo y de la debilidad terrible que es saber que carecemos de los métodos para prever estas fuerzas inexpugnables, menos para controlarlas: si tu edificio sobrevivió al terremoto del 85 ya no tienes por qué preocuparte, se repite uno mentalmente como un mantra desde siempre, no importa si estás en Santiago o en Ciudad de México, los edificios de antes son los bien construidos. Todo tiempo pasado fue inevitablemente mejor.
Los perros escapan de la seguridad que sus amos les prometen. Los cobardes dueños abandonamos a su suerte a nuestros gatos. Los adolescentes salen de la preparatoria de enfrente y no pierden su templanza de generación Z. Señoras llorando y gritando ingresan al edificio que habito para rescatar a sus hijos o a sus cosas. Todo parece paralizado pero frenético. No importa cuánto dure el terremoto, siempre es un segundo interminable.
Mi mente no puede alejarse de los temores probables. Uno conoce la geología de la ciudad. No la conoce realmente pero intuye que una metrópolis levantada sobre muchos lagos y cursos de agua no puede ser estable. Los mexicanos te lo dicen, te lo han dicho: aquí se siente distinto, es como si todo flotara, como si los 20 millones de personas se equilibraran sobre un trozo de tierra y un par de piedras y todo tuviera las ganas de hundirse en cualquier momento. Pienso que a alguien tiene que tocarle alguna vez ver el suelo abrirse bajo sus pies y caer; que tragarse a toda mi cuadra, a toda mi colonia, no debe ser una tarea muy trabajosa para el planeta, que quizás incluso hay alguna esperanza allá abajo, en esos ríos subterráneos. Pero en ese instante el movimiento se termina de verdad, el segundo termina por desgarrarse y el silencio adquiere una agudeza casi tutelar, mandatoria: todo de aquí en adelante es una respuesta sin una pregunta clara.
En el 2010, en Santiago, las preguntas y las respuestas tardaron. La comunicación se volvió imposible, nadie entendía nada y no había cómo obligarse a entender. No había forma de sondear la profundidad de la derrota, pero la magnitud indescriptible del acto hacía imaginarse una pérdida sin par. No se podía sobrevivir a algo así. El potencial del espanto sólo podía producir náuseas, y luego desconcierto cuando finalmente se supo los pocos daños resultantes. Aquí en México no hubo posibilidad de distanciarse de la realidad, en unos pocos minutos se reactivaron las redes de datos celulares y esos edificios viejos que servían de pilares a nuestras certezas comenzaron a verse en el suelo en forma de fotografías, videos, descripciones, relatos. Comenzó a traducirse el horror a cifras cada vez más crecientes: 7.1 richter, 12 kilómetros al sur, 4 muertos confirmados, luego 5, 6, después los de Puebla, Morelos, Oaxaca, los edificios caídos, los que seguían cayéndose, los que tendrían que caer porque ya no había arreglo, los atrapados entre los escombros, los perdidos, y desde ahí ya no se puede respirar sin sentir respeto, ni dolor, ni ansias de abandonar todas las certezas porque la reflexión no es más que un lastre para la acción. Las catástrofes borran el ego más rápido que nada. Uno se vuelve una pieza dispuesta a cualquier movimiento que se requiera. Yo pensé un segundo más en el sonido que producirían 20 millones de piezas moviéndose al unísono, y luego me lancé a las calles.
“Silencio, agua, médico” es lo que más se escucha. El cuarto piso del Colegio Rébsamen, en la colonia Coapa de la Ciudad de México, ocupa ahora el lugar de la planta baja. Varias decenas de personas aguzan los oídos, intentan no estorbar, ser una ayuda, de la forma que sea: remover escombros, cargarlos, mirar y escuchar con detenimiento, para ver si por suerte, si se puede notar algo que antes alguien no notó. Son niños los que están bajo los escombros. Varios lograron salir antes que todo comenzará a caerse, se ha rescatado a sesenta ya, veintidós yacen en una improvisada morgue que sirve también de enfermería. Casi desafía a la lógica que a uno pueda caérsele un edificio encima y salir después caminando, medio desorientado, empolvado. ¿Qué se hace después? Pero no hay forma de enfrentar esas muertes sino con una rabia desplazada hacia el futuro. ¿Hay responsables de esto o fue inevitable? Un terremoto es una radiografía de la honestidad arquitectónica, dijo Juan Villoro cuando le tocó padecer el 27F, ¿qué tipo de verdad narra la honestidad de esta ciudad?, ¿qué tipo de mentira?
Por ahora las certezas son transitorias, operativas. Los juicios procederán en una realidad futura. Ahora la urgencia nace de sacar a la gente atrapada. Muchos logran hacerse escuchar debajo de toda la tierra, la piedra y los cables, otros incluso han comunicado desde sus teléfonos dónde se encuentran. Del otro lado, cuadrillas innumerables e incansables se suceden cualquier tarea necesaria. Las imágenes de la televisión alternan entre destrucción y una colaboración sorprendentemente rápida y efectiva entre las personas. Las redes sociales son usadas con ingenio y dominio. Un mapa actualizado en tiempo real reúne peticiones de ayuda: necesitamos un paramédico, necesitamos agua, necesitamos alguien que tenga una grúa, necesitamos muchas manos, compañía, coordinación, presencia. Cualquiera que tenga una casa, una cama, un poco de electricidad disponible lo ofrece en internet a quien quiera, y de una forma tan natural y organizada que parece costumbre. El nivel de ayuda que se ve desplegado es tan grande que hasta da la impresión de que las cosas sobran, que hay brazos y manos haciendo fila, esperando que un burócrata pronuncie el número que marca el papel para posibilitar el turno. Un grupo de personas mueve un auto varios metros sólo a pulso, a los pies del derrumbe de una fábrica de textiles que se cayó con sus trabajadores dentro. Aplauden cada vez que algo se logra, por pequeño que sea el triunfo, pero rápidamente vuelven al trabajo. Una cosa que siempre he odiado de la Ciudad de México es que no se puede hacer nada sin formarse en una fila, no importa la actividad ni su tamaño, siempre habrá público antes que tú, y es muy posible que ni siquiera logres ingresar a la actividad. Aquí veo por primera vez la molestia trocada en esperanza: otra certeza que se traga la tierra.
El camino va a ser largo. Las cifras van a crecer. Son las 1:01 de la mañana del 20–09–2017. Menos de 12 horas desde que se desestabilizó todo en la ciudad. 226 víctimas se cuentan hasta ahora. 117 en Ciudad de México, 55 en Morelos, 39 en Puebla, 12 en el Estado de México y tres más en Guerrero. Las cifras de 1985 nunca se transformaron en certeza, sólo en una forma de lucha por generar un modelo de certezas proyectables. Más de tres mil muertos fue la cifra oficial, pero algunas fuentes hablan de 20.000. Casi un millón de personas tuvieron que abandonar sus hogares, y los trabajos de rescate se extendieron hasta octubre. Pero también el terremoto de entonces le mostró a la gente que podía organizarse más y mejor que el Gobierno, que el diálogo era una forma de resistencia y que el poder de la acción directa algo más que un panfleto. Las consecuencias políticas del terremoto de 1985 son difíciles de sondear pero pocos se atreverían a decir que fueron negativas (exceptuando, por supuesto, a quienes verían reducido luego su poder). Si hay que armarse de una certeza entre todos estos derrumbes filosóficos y materiales, si hay alguna forma de evitar la pesadilla del sentido desprovisto de sus pilares esotéricos, elijo esta, por más supersticiosa que suene: es la gente la que se levantará a sí misma, y en ese acto está el nuevo pilar fundamental de la ciudad.