Chile y sus fronteras invisibles
Los Estados miran a sus fronteras de igual manera que miran a sus sociedades. El Estado chileno lo hace desde arriba, desconociéndolas, considerándoles albures sacrificables en un juego geopolítico que solo se maneja desde las cúspides. Y por eso, para el Estado Chileno, las fronteras son simplemente límites disciplinantes del otro.
Chile es un país largo y con fronteras extensas. Probablemente no hay en América Latina otra nación que posea una relación tan estrecha entre su kilometraje de frontera y su área. Tiene casi ocho mil kilómetros de límites terrestres contra algo más de 756 mil kilómetros cuadrados de extensión.
Tiene conflictos -pendientes o efectivos- con todos sus vecinos, y así ha sido desde el siglo XIX. Luego, hay regiones que solo pueden explicarse desde la condición fronteriza, en particular en el siempre inquieto Norte Grande.
Los países latinoamericanos avanzan en conseguir miradas positivas hacia sus fronteras. Han colocado a un lado más discreto las perspectivas geopolíticas tradicionales y han ganado una percepción de las fronteras como regiones distintivas basadas en la interacción con los otros. Y han trazado políticas para incrementar las sinergias en estas relaciones.
Los países de la comunidad andina lo hacen por años, y aunque sus retóricas son más optimistas que las realidades conseguidas, han logrado éxitos del que nosotros estamos aún muy lejos. Al menos, digamos, han conseguido colocar el tema en el escenario público.
La constitución chilena, omite absolutamente el tema de las fronteras, no existiendo una ley específica para desarrollarlas. No hay instituciones a cargo, excepto un departamento de la Cancillería con funciones limitadas.
Nada diferencia -normativa e institucionalmente- la gestión de una comuna fronteriza de la que se ejecuta en una de la Región Metropolitana. Y eso sí, hay proyectos de seguridad o de financiamiento que tratan a las zonas fronterizas como fronteras, pero como “fronteras internas”, zonas alejadas del núcleo vital de la nación que hay que preservar al mejor estilo ratzeliano.
El resultado de esto es que las zonas fronterizas, allí donde las comunidades son numerosas desarrollan acciones de intercambios, regularmente en condiciones de opacidad e ilegalidad. No porque los intercambios sean malos, sino porque las leyes son anticuadas y disfuncionales. Es el caso, para citar el ejemplo más manifiesto, de Arica/Parinacota. Huela anotar lo que esto significa en términos fiscales, éticos y políticos.
Esta forma de mirar a la frontera como límite geopolítico. Y desconocer sus intensos intercambios, sus ricas hibridaciones culturales (no hablo simplemente de folclor) y sus contactos paradiplomáticos, no ha sido simplemente una actitud de izquierdas o de derechas. Lo ha sido de todo el espectro político, porque desconocer las fronteras ha sido una política de Estado. Y al desconocerlas, el Estado chileno se ha encerrado en políticas rígidas, terriblemente westfalianas, inoperantes en los nuevos contextos globales.
Es posible imaginar que en un contexto electoral como el que vive la sociedad chilena, existan mayores oportunidades para sacar a las fronteras de la invisibilidad política, de la inopia institucional y de una dinámica en que la propia vida de la gente choca con frecuencia con las leyes inoperantes. Un reto para quienes sean capaces de pensar, como dice un conocido lema, que Chile no es solamente Santiago.