Los ojos de Nabila
Chile se mira en los ojos de Nabila Rifo. Por sus ojos arrancados de las cuencas y por el resto de vida que quedó en ella, el agresor zafó de la acusación de femicidio frustrado. Los jueces han hecho ver que solo la muerte de Nabila habría despejado la duda respecto de la intención homicida. Es porque el asesino volvió sobre el cuerpo para sacarle los ojos que se reveló su falta de dolo homicida. Lo que dice la corte es que si el agresor no le saca los ojos podría habérsele aplicado la condena por femicidio. De modo que el hombre se salvó de una pena mayor gracias a lo que la Corte considera un arranque misericordioso.
Es verdad que el daño gravísimo tiene una pena de cárcel importante pero eso no exime el perdón de la calificación y de la suma de la pena correspondiente al femicidio. Cuando los jueces fallan, siempre legislan para el caso particular, para el caso similar y para la opinión política del país.
Que la Corte Suprema tenga o no la intensión de confundir la mutilación con la piedad no es un asunto de lectura del pensamiento de los jueces ni del fallo. Es lo que se desprende de sus actos. La Corte merece ser juzgada con los mismos criterios de verificación de intenciones con que ella juzga el caso. La conclusión es que, según la Corte, Nabila debió haber muerto para que ellos pudieran hacer justicia. Si ella no les dio en el gusto es porque su muerte habría extinguido el hilo de voz que todavía es capaz de acusar a su asesino y de levantarse para proteger a las mujeres que la Corte Suprema deja condenadas a la indefensión.
Dice la Corte que el ‘daño grave, gravísimo’ está establecido pero la intención de matar no está probada. La Corte no pretende leer la mente del condenado. Ella interpreta la conciencia por sus efectos y sus defectos. Ella juzga por las huellas en el cuerpo y por la secuencia de encadenamiento de los hechos. Lo concreto es que la dejó viva pudiendo haber terminado con su vida. No es que esto produzca un premio –que le reste ocho años de condena- sino que evita ese agregado al castigo. Se juzgan las intenciones por el resultado en primer lugar y por los accidentes en segundo lugar.
La ley tal como la interpreta la Corte supone una psiquiatría racionalista muy anterior al siglo XX. La psicología legal de la Corte supone el cálculo legal de un energúmeno al que hay que concederle que solo se detuvo cuando estuvo saciada su sed de dañar. El cuerpo que quedó, muerto o mutilado, ya no era un problema del agresor sino de la justicia. El agresor y la justicia no piensan igual. El torturador de Nabila no calculó los años de condena aunque, tal vez, si estimó sus posibilidades de escape gracias a las exigencias probatorias de la ley. Ojos que no ven no testifican con la misma certeza.
Uno se pregunta si la extracción de un solo ojo representa también un ‘daño grave, gravísimo’ o si solo es grave. En el primer caso, se podrían sumar los valores de cada ojo y compensar lo que queda de una vida en la ceguera para Nabila Rifo, con lo que queda de vida en el encierro para su agresor.
El agresor y la justicia coinciden en un punto. El momento en que se detiene la agresión define también el momento en que se detiene el juicio. La ley supone medidos los actos que llevaron a ese punto de cierre y las consecuencias que se derivan para siempre de ese acto.
La frialdad de las equivalencias provoca un temblor, una risa histérica que tiende a abundar en el ridículo trágico de la justicia. Queda la impresión de que la falta de convicción de los jueces tiene que ver con ese resto de machismo que desconfía del testimonio de una mujer.
La justicia es un arte de las equivalencias y de la fe. Lo primero es entender el conflicto, reconstruir una historia que permita creer que las cosas sucedieron de una cierta manera justiciable. La convicción y el argumento se construyen juntos. En cuanto a la equivalencia, dos ojos equivalen a doce años. Una vida es igual a tantos meses de pago. En la antigua justicia islandesa, la corte operaba en buena medida como mediadora. Por un brazo cortado, ofrecía una cierta cantidad de tierras. Por una vida, las compensaciones eran mayores y además del pago podían incluir el exilio. Las resoluciones de la Corte no incluían el pago de una vida con otra. Sucedía que el ofendido podía declarar que no aceptaba el fallo y quedaba entonces libre de perseguir su propia venganza. Un mal fallo expone a la justicia a retirarse ante la demanda de compensación y de castigo. El fallo de la Corte Suprema tiene la gracia de recordarnos nuestro lugar y de reiterar la necesidad de una rebeldía que no debe jamás ceder su lugar a las instituciones.