El Partido Socialista chileno: los brokers de la tra(ns)ición a la democracia

El Partido Socialista chileno: los brokers de la tra(ns)ición a la democracia

Por: Cherie Zalaquett Aquea | 09.06.2017
¿En que estaba Isabel Allende Bussi, la hija del presidente mártir del socialismo, cuando su partido operaba como mesa de dinero y fondo de inversión? ¿Dónde estaba el joven Ricardo Lagos que escribió su tesis sobre la concentración de la riqueza en Chile, cuando su gobierno favorecía a la banca y a la empresa privada en desmedro de los intereses de la gente, del ciudadano de a pie que votó por él, pensando que lo hacía por un socialista?

Para comprender la transformación del socialismo chileno en un grupo económico, poseedor de un portafolio de inversiones vinculado al capitalismo financiero transnacional, y asociado en los negocios con el yerno de Pinochet,  -es decir, con los asesinos de sus propios mártires- es preciso revisar la historia de la transición (o traición) a la democracia.

Este periodo histórico, que fue una construcción intelectual que nunca pudo superar la fase de postdictadura, es al mismo tiempo la historia del tránsito de los militantes del socialismo renovado desde la promoción del poder popular a la promoción del colonialismo capitalista neoliberal, constituyéndose a sí mismos en la clase privilegiada que no solo renegó de su ideal revolucionario, sino que al mismo tiempo excluyó al sujeto popular del espacio público y de la esfera política, criminalizando su accionar toda vez que tendiese a disputar la hegemonía de la representación, monopolizada por la casta de la Renovación Socialista.

La historia comienza en septiembre de 1983, cuando los partidos chilenos de base ideológica socialista se hallaban todavía conmocionados por la catástrofe sufrida con el golpe militar y su reflexión autocrítica se orientaba a indagar en las causas y errores que les permitieran explicar la fulminante derrota política y el fin abrupto de la Unidad Popular.

En ese marco, organizaron en la localidad francesa de Chantilly, un importante coloquio titulado “Los desafíos de la democratización”, al que asistieron más de cien participantes entre militantes exiliados, investigadores y otros teóricos de la elite intelectual de izquierda que vivían en Chile como Tomás Moulián y Eugenio Tironi. Debatieron sobre teoría marxista, sobre las relaciones entre socialismo y democracia y revisaron el rol de un partido revolucionario en el contexto político internacional de la época.

En las actas finales del encuentro quedó consignado el triunfo de una corriente interna que había ido ganando fuerza tanto entre los exiliados como en el interior del Chile dictatorial, y que proponía la necesidad de “renovación” del socialismo criollo. Era evidente que, transcurrida una década de la dictadura, se requería pensar en una modernización del Partido Socialista que le permitiese constituirse en una alternativa al régimen militar. Sin embargo, la tendencia “renovada” concentró la autocrítica del fracaso y la pérdida del poder en el carácter “revolucionario” del partido. Es decir, precisamente en lo que había convertido al gobierno de Salvador Allende en un referente sin precursores de la izquierda mundial y en Chile, en la culminación de más de 80 años de luchas sociales por ganar derechos básicos en una sociedad democrática basada en principios de justicia y equidad.

La arrogancia intelectual y un gélido pragmatismo predominaron en las conclusiones de Chantilly que argumentaban que, no obstante: “El socialismo es revolucionario en América Latina e implica ruptura (…) hay que tener conciencia de las dificultades que aparecen en la prosecución de este objetivo (…) tanto las prácticas impuestas por la dictadura como la presencia de los EE.UU., plantean serios obstáculos para establecer una relación armónica entre socialismo y democratización (…) sin fuerza social y política no hay proyecto socialista, es decir, que plantear la opción socialista en Chile, significa plantear el tema del poder. Objetivo que requiere la creación de consensos, la conformación de mayorías para llevarlo a cabo”.

De esta manera, en el controvertido seminario, se acordó abandonar y superar el esquema marxista leninista, tanto como lectura de la realidad como en la práctica de ella (Arrate & Rojas, 2003) y reivindicar un marxismo “no ortodoxo, sin complejos y renovado" (Santoni, 2013) que despojara al partido de cualquier viso de radicalidad en la transformación social.

A partir de ese momento, la corriente “renovada”, -que ya tenía en el exilio sus órganos de difusión, como las revistas Chile América, que se publicaba en Roma, y Convergencia Socialista, editada en México-, fue hegemonizando en la izquierda socialista su estrategia de poder. El objetivo era por una parte, convertir al PS en una fuerza mayoritaria -basada en la unificación de todas las tendencias políticas del socialismo-, y, por otra,  en un partido desideologizado capaz de aliarse con sectores moderados y de centro como la DC,  lo que implicaba tácitamente a mediano plazo enfatizar la funcionalidad del socialismo a los intereses económicos de las burguesías latinoamericanas y a la vez obtener las confianzas de los capitales transnacionales.

En Chile, tal estrategia de poder ya había sido desplegada y tenía expresiones concretas en la formación del Bloque Socialista, integrado por el sector renovado del PS, unido al MAPU y a la IC. Así como también mediante la incorporación del Bloque al movimiento Alianza Democrática, con la DC y el PR, que buscaba en esa época crear consenso para un Acuerdo Nacional que pusiera fin a la dictadura.

En su afanosa búsqueda de una nueva identidad e imagen apropiada a su vocación de poder, el PS se distanció del Partido Comunista, su antiguo aliado en la Unidad Popular, el cual se encontraba en esos años implementando la política de rebelión popular, que reivindicaba la validez de todas las formas de lucha, incluida la vía armada, para combatir a la dictadura. También contribuyó al aislamiento del MIR que, pese a estar sometido al exterminio de sus militantes a través del terrorismo de Estado, y a la evidente disparidad de fuerzas, había intentado iniciar ese mismo año, 1983, un foco de guerrilla rural en Neltume para enfrentar militarmente a la dictadura.

Por ello, al término del polémico seminario de Chantilly, desde diversos sectores emergieron duras críticas a la Renovación Socialista. Desde luego, el comunista Jorge Insunza fue uno de los primeros en cuestionar las conclusiones del encuentro, mediante un sólido ensayo teórico titulado “Renovar y no renegar”. Para Insunza, una renovación era “insoslayable”, pero el debate de fondo no se daba entre supuestos o reales renovadores por una parte y supuestos o reales dogmáticos anquilosados por otra, sino de cara a la fundamental pregunta ética y congruente con la dignidad y los principios del socialismo acerca de “¿qué renovación permite avanzar y nos acerca a la revolución?” (Arrate & Rojas, 2003).

Otra vertiente de críticas señalaba que la Renovación Socialista era producto de la influencia foránea del exilio “dorado” que vivían muchos dirigentes de la izquierda chilena. Aquellos socialistas que tuvieron un exilio privilegiado en países europeos socialdemócratas habían sido permeados por el contexto internacional de cuestionamientos a los socialismos reales, así como por el proceso de renovación de la izquierda europea que se produjo a la luz de la crisis del modelo soviético y del fracaso de la vía chilena al socialismo.

La historiadora Cristina Moyano (2011), subraya que para los analistas que sostenían esta tesis de la importación ideológica, “la Renovación sería más un abandono identitario de la matriz de la izquierda socialista clásica nacional, que un repensar profundo de los errores que posibilitaron el golpe de Estado (…) más una discusión teórica que se enmarca mejor en Europa que en Chile y (…) respondería más a una presión cultural del exilio y del financiamiento de las colectividades políticas de oposición, que a una real renovación del pensamiento socialista”.

En cambio para Moyano (2006) no se trató de un proceso impuesto por el exilio europeo, sino que en realidad el impulso inicial brotó tempranamente, hacia fines de los años 70, en  las reflexiones del MAPU, cuando sus intelectuales concluyeron que la izquierda y su proyecto político habían fracasado y que era necesario renovar desde el bagaje teórico conceptual hasta la práctica política, para así ser un nuevo referente alternativo a la dictadura. Al mismo tiempo, esta generación mapucista fue la que precozmente diagnosticó que la única salida política a la dictadura era la vía pactada.

La historiadora remarca que esa primera autocrítica se propagó en diferentes ambientes políticos y en las múltiples colectividades de la izquierda socialista, constituyendo la dimensión de un campo de experiencia que era, a la vez, un espacio de flujo dialógico y dinámico entre el exilio y el interior; entre universos discursivos distintos y hasta contrapuestos, en cuya diversidad “es posible intentar comprender por qué la Transición chilena fue pactada, pensada, traicionada y limitada” (Moyano, 2006).

A juicio de Moyano, la Renovación Socialista debe ser revisada desde la perspectiva del cambio cultural que permitió, entre otras cosas, la configuración particular de una especial elite política transicional, cuyo paradigma fue la cultura política de los antiguos militantes del  MAPU. Este conglomerado había nacido a fines de los 60 con el objetivo de ser un puente social y político entre el mundo cristiano progresista y la izquierda laica. Una bisagra entre el mundo popular y los sectores medios, y una fuente de unificación extrapartidaria para condensar en una propuesta técnica un proyecto de transformación social.

Aunque la existencia material del MAPU se extinguió en 1989, con la suma de todos esos elementos se produjo la constitución histórica de la Concertación de Partidos por la Democracia, caracterizada por un reforzamiento identitario de la cultura política del desaparecido MAPU y al mismo tiempo como la concreción de su proyecto hegemónico absorbido por el Partido Socialista y el PPD.

De ahí, que según Moyano (2006), las críticas más radicales de sociólogos e historiadores al socialismo renovado han argumentado que éste no consistió solo en una transformación de las prácticas y de las ideologías referentes de la izquierda, sino en una mutación completa que terminó por constituir una nueva izquierda, definida por el abandono de todos los rasgos identitarios propios de la izquierda de los años 60 y 70 del siglo XX. Y que, al carecer de una propuesta económica que acompañara al aggiornamiento político-ideológico, terminó por abrazar el neoliberalismo. Por lo tanto, sería una izquierda que abjurando de sus principales elementos de identidad histórica, pretendía ser reconocida como “fuerza progresista”, pese a haber desertado de la clásica dicotomía política que separaba izquierda y derecha desde la Revolución Francesa hasta nuestros días.

Siguiendo a Moyano, (2006, 2009, 2009a, 2010, 2011) es posible inferir que la operación intelectual del socialismo renovado que diseñó la transición chilena tuvo dos pilares cruciales. Por un lado, el vaciamiento del concepto de democracia de sus contenidos políticos e ideológicos y, por otro lado, el aislamiento y la criminalización del sujeto popular, que había sido el sujeto revolucionario por excelencia para la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70 y el protagonista y principal beneficiario de las transformaciones sociales iniciadas por el gobierno de Allende.

Respecto de la noción de democracia, es preciso recordar, que en esa época la red semántica identitaria de la izquierda giraba en torno a los conceptos de  revolución, reforma, socialismo, lucha armada y transformación radical de la sociedad. En ese escenario, la democracia representativa liberal –calificada de burguesa- se entendía, como señala Moyano (2010), más como un lastre que como un espacio de oportunidades. Por lo mismo, los grupos más radicales como el MIR y el MAPU, negaban la condición revolucionaria al gobierno de la Unidad Popular, calificándolo de meramente reformista. Hoy, el tiempo y la distancia han demostrado que no ha habido en la historia de Chile un gobierno democrático más revolucionario que los mil días de Allende.

En el discurso de la izquierda renovada de comienzos de los 80, Moyano (2011) distingue dos elementos clave: revalorizar la democracia asociándola a la libertad como principio básico para la convivencia social y tratar de construir una vinculación teórica, práctica y simbólica entre democracia y socialismo.

El propósito era tornar al concepto de democracia en un significante vacío, entendido, semánticamente como “espacio de representación” de sujetos (Moyano, 2011). Desde la perspectiva más radical, José Joaquín Brunner, (1981) planteaba que la democracia puede ser entendida como “empresa política, con su propia máquina de funcionarios (…) como una técnica para seleccionar entre empresas políticas alternativas, aquella que pueda producir un gobierno".

En esa misma línea Eugenio Tironi (1980) sostenía que era necesario aceptar “la existencia de ‘posicionalidades populares’ y ‘posicionalidades’ democráticas” no siempre congruentes y la política como “práctica” articulatoria en cada momento histórico, de ambas posicionalidades”. Este último planteamiento desempeñaba varias funciones: vincular democracia y socialismo a través del concepto de “democratización” para distanciar lo político de lo social; disciplinar la emergencia del sujeto popular en el espacio público y en la esfera de la política; y al mismo tiempo, dotar a la elite transicional del monopolio exclusivo de la representación de la soberanía popular para mantener al país dentro de los marcos del  proyecto de sociedad y modelo de desarrollo capitalista neoliberal diseñado por la dictadura.

Toda esta narratología teórica comenzó a edificarse a consecuencia del inesperado fenómeno de  las protestas sociales de comienzos de los 80 que surgieron como respuesta al hambre, a la carestía y a la cesantía, derivadas de  la crisis de la implementación del modelo neoliberal. La intelectualidad socialista renovada semantizó  estas manifestaciones  como “anómicas, violentas y disruptivas”, (Moyano, 2009). Es decir, como una amenaza  a la ruta hacia el poder que ellos estaban trazando. Por lo mismo, se autodefinieron como un “público sofisticado” (Parsons) o como una “elite política” que constituía el único actor social capaz de lograr un acuerdo normativo, básico para posibilitar un proceso de transición a la democracia.

Los sectores no “sofisticados”, es decir, el sujeto popular, y la ciudadanía soberana no estaban en condiciones de conducir esta transición, reservada al protagonismo de una elite ilustrada capaz de asumir los desafíos de la modernidad y del libre mercado. De ahí que para contener un desborde, desde los 90, se implementaron políticas de criminalización del accionar de los sujetos populares en el espacio público,   toda vez que tendiesen a la formación de algún tipo de movimiento social  que pudiera disputar la representación hegemónica de la soberanía popular secuestrada por estos poderes fácticos.

En ese escenario, se desdibujó la delgada línea que separa la ética de la política y la democracia liberal representativa o "democracia burguesa", se identificó con la "libertad", en tanto concepto funcional a los negocios, al lucro y al capital. Así apareados con la "libertad para hacer negocios", los Tironi, los Correa, los Brunner, los Lagos, los Garretón, los Escalona, los Ominami y los Enríquez-Ominami, entre tantos otros nombres de la ignominia socialista renovada, se convirtieron en los grandes artífices del nexo corrupto entre el dinero y la política al interior de la izquierda chilena. En esa turbia relación hubo espacio incluso para lucrar sin escrúpulos sobre la sangre de las víctimas del terrorismo de Estado.

¿En que estaba Isabel Allende Bussi, la hija del presidente mártir del socialismo, cuando su partido operaba como mesa de dinero y fondo de inversión?

¿Dónde estaba el joven Ricardo Lagos que escribió su tesis sobre la concentración de la riqueza en Chile, cuando su gobierno favorecía a la banca y a la empresa privada en desmedro de los intereses de la gente, del ciudadano de a pie que votó por él, pensando que lo hacía por un socialista?

En este triste escenario, es imposible no contrastar la experiencia vivida en el mismo periodo histórico por tantos jóvenes miristas, menores de 30 años, que entregaban la vida por sus ideales revolucionarios y su fe en la utopía socialista. Mientras ellos morían con honor, otros, ya ancianos dirigentes políticos, sobrevivieron hasta hoy como renegados en su propia decadencia.