Las complicidades secretas de Juan Pablo II y Pinochet
La visita del papa Juan Pablo II a Chile hace treinta años fue el derrotero de una serie de complicidades entre El Vaticano y la dictadura del general Augusto Pinochet, las que coincidieron en la persecución a sacerdotes progresistas y el despliegue de políticas públicas conservadores que perduraron por años en la sociedad chilena, según muestras oficios secretos del régimen en poder de El Desconcierto.
“La Santa Sede ha centrado su esfuerzo en la reorientación de las comunidades eclesiales de base y en la redefinición del papel de la Conferencia Episcopal hacia un rol evangélico”, resumió hacia fines del régimen un informe secreto de la Armada remitido hacia la Junta Militar.
El documento, elaborado por la Oficina de Estudios Sociológicos de la Armada, era parte de una serie de análisis mensuales sobre el «activismo religioso» confeccionados desde 1982, año en que estallaron las «marchas del hambre», las primeras protestas masivas contra el régmen.
«Predicadores peligrosos»
En medio del ascenso de una curia conservadora en El Vaticano, junto a la llegada de Juan Pablo II al papado, comenzaron a llegar a las más altas autoridades de la dictadura informes de reuniones parroquiales en Ancud, la Basílica de Lourdes, Pudahuel o La Granja.
Los sacerdotes y monjas católicos opositores al régimen irrumpieron abiertamente en los listados oficiales de “enemigos”, ya fuera que estos hablaran en la catedral de Santiago o en un pueblo de la isla de Chiloé, a más de 1.200 kilómetros de la capital.
“Cabe hacer presente que el religioso Olivier D’ Argouges se encuentra altamente comprometido con el sector izquierdizante de la Iglesia”, redactó por ejemplo el 28 de julio de 1983 el entonces subdirector de la CNI, coronel Mario Orrego.
También asomaron entre los “predicadores peligrosos”, entre otros, el sacerdote peruano David Farrel de la parroquia San Roque, el chileno-estadounidense Gerardo Whelan Dunn, el religioso Roberto Bolton García, el cura español Augusto Sancho Rodríguez, el italiano Paolo Toffoletti Paolini y el holandés Wil Matti, cuestionado por criticar la dictadura desde su país.
Adiós al cardenal
La relación con la Iglesia católica y en especial con el cardenal Raúl Silva Henríquez, estaba fracturada desde el mismo día del golpe por el tema de los derechos humanos y ello impulsó las conversaciones entre el régimen y el Vaticano, en orden a imponer una línea conservadora en el clero y las Comunidades Eclesiales de Base.
El primer paso, tras el ascenso de Juan Pablo II, fue justamente la salida del cardenal de la Arquidiócesis de Santiago, puesto que asumiría el 6 de mayo de 1982 monseñor Juan Francisco Fresno, de postura conservadora.
El gobierno de Pinochet leyó con rapidez el nuevo escenario e inició una persistente campaña de expulsión de religiosos considerados contrarios a la acción de las autoridades.
La monja irlandesa Brigid Walshe, el sacerdote inglés David Murphy, el religioso belga Joseph Comblin, el cura estadounidense Lawrence Eiting, el teólogo David Brady, el reverendo francés André Mutlet, el padre australiano Roderick Mc Ginley y el cura español José Manuel Camarero fueron algunos de los miembros de la Iglesia afectados por seguimientos o expulsiones de Chile en esos meses.
Cardemil, el hombre de las fichas
En medio de esa batalla, en 1984, el subsecretario del Interior, Alberto Cardemil, entregó a Cancillería la ficha con antecedentes humanos, religiosos y políticos del sacerdote Rafael Maroto, relegado ese año a Tongoy por sus actividades contrarias al régimen.
El memorando del jefe parlamentario de Renovación Nacional para 2012, quedó membreteado como reservado en el Oficio Nº 5262, del 10 de agosto de 1984.
Por cierto, la actuación de Cardemil no fue casual.
Un año después, tras un nuevo almuerzo con las autoridades de Cancillería, Cardemil envió a esa repartición las fichas con “antecedentes completos” de todos los funcionarios de la Vicaria de la Solidaridad, para poner en marcha una amplia acción de desprestigio de esa entidad defensora de los derechos humanos, liderada por los sectores progresistas de la Iglesia católica.
La acción de Cardemil ocurrió apenas cuatro semanas después de que fuera asesinado el sociólogo de la Vicaria de la Solidaridad José Manuel Parada, degollado junto a Manuel Guerrero y Santiago Nattino por la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (Dicomcar).
¿Quién entregó esas fichas a Cardemil? ¿Las conservó? ¿Jamás pensó en lo que eso implicaba a un mes del crimen de Parada?
Lo cierto es que que dos años después del crimen, la información solicitada a Cardemil fue usada para justificar internacionalmente la expulsión de los religiosos, acto fustigado por la Iglesia católica chilena.
“(Rechazamos) la sanción aplicada a sacerdotes que han colaborado durante varios años en forma abnegada en la evangelización y atención pastoral de grandes sectores de nuestro pueblo. Esta medida, tomada en el contexto del atentado reciente contra el Presidente de la República, resulta, no sólo dolorosa, sino hasta ofensiva”, declaró la Conferencia Episcopal el 11 de septiembre de 1986. El Vaticano calló.
El papel de Cancillería
En ese marco, el servicio exterior chileno jugó un papel destacado no sólo en la construcción de lazos con la Nunciatura y la Santa sede, sino también en el seguimiento del «activismo religioso».
A través de aerogramas secretos, las embajadas informaron metódicamente los movimientos de los exiliados y comités de solidaridad, como quedó registrado en mensajes de las legaciones diplomáticas de Austria, Yugoslavia, Sudáfrica o Bélgica, entre muchas otras.
Los textos fueron firmados por diplomáticos como Horacio Wood, Ramón Valdés, Mario Barros van Büren y Jaime Coutts, entre otros. Varios de ellos permanecieron en el servicio exterior en democracia.
“Fuentes de confianza de esta misión, infiltradas en el movimiento antichileno, nos aseguran que el obispo (Tomás) González, en claro idioma español, se refirió por más de 40 minutos a la situación social inquietante en Chile, al hambre que existe en sus estratos más modestos y a la preocupación de la Iglesia por la situación de las libertades individuales y los derechos humanos en nuestro país”, reportó por ejemplo el embajador en Viena, Ramón Valdés.
El diplomático, molesto porque el religioso no le brindó una visita de cortesía, añadió que la actuación del obispo González mostraba su cercanía con los movimientos contrarios al régimen.
Nada de esto detuvo la visita de Juan Pablo II a Chile, por cierto.
Los acuerdos del día después
Luego de la la visita del papa Juan Pablo II, el régimen creó una comisión especial, liderada por el el exsenador UDI Beltrán Urenda, la que tuvo por misión adecuar las políticas públicas y decisiones futuras del régimen a los mensajes religiosos de Juan Pablo II.
La separación entre Estado e Iglesia tambaleó. "La creación del mundo es un trabajo de Dios", partió admitiendo el documento.
Las discusiones y acuerdos, contenidos en un texto de veinte páginas, abarcaron recomendaciones para las políticas educacional, social y laboral, entre otras.
Y algunas de las conclusiones valoraron sobre todo el apoyo del papa al modelo de desarrollo. El documento subrayó de hecho la necesidad de "desarrollar un sistema de capital de riesgo" y facilitar la promoción de la iniciativa privada en general.
Luego, vendría el acuerdo para prohibir el aborto, cuando el régimen se despedía. La voz del papa se hacía ley.