El problema no es Netanyahu
Benjamin Netanyahu es una figura central de la política mundial actual. Fue un símbolo temprano de la reemergencia de fuerzas de ultraderecha en el mundo, que hoy se muestran como la comedia del fascismo, pero no por ello menos terrible. Muchos activistas por los derechos de los palestinos se han visto incluso tentados de decir que el problema no es Israel, sino su gobierno, encarnando en la figura de Netanyahu una especie de mala deriva de algo que podría ser diferente. Incluso grupos de sionistas liberales han rechazado ser absorvidos por el factor Netanyahu, porque creen que el sionismo como tal no es el problema, sino sólo la deriva de su ala más derechista y conservadora. Ambas posiciones condenatorias a esta figura política hacen caso omiso a la historia del Estado de Israel y de los palestinos, obviando que Netanyahu es sólo el representante –por cierto en una época de oscuridad mundial- de una fuerza histórica que ha sido responsable de la limpieza étnica de todo un pueblo.
Mucho antes que Netanyahu estuvo Zeev Jabotinsky, fundador del grupo paramilitar Irgun y a quien el propio Mussolini consideraba un fascista. Jabotinsky nutrió ideológicamente al sionismo de derecha desde antes de la creación de Israel en 1948 y que finalmente ganó sus primeras elecciones con Menahem Begin a la cabeza en 1977. Begin, ese mismo al que Gabriel García Marquez llamó “premio Nobel de la muerte” porque no sólo tuvo responsabilidad en atentados terroristas como la voladura del Hotel Cam David en 1946 y la masacre de Deir Yassin, donde sus tropas pasaron a cuchillo a más de cien civiles palestinos, sino también de la matanza de Sabra y Chatila, donde siendo primer ministro entregó su respaldo a Ariel Sharon, quien ordenó iluminar los cielos con bengalas para que las milicias de la Falange Libanesa asesinaran a miles de palestinos refugiados.
Mucho antes que Netanyahu, también, estuvo Yitzhak Shamir, cuyo gobierno fue responsable de la muerte de más de mil palestinos durante la primera Intifada de 1987 y que mostró por primera vez a los medios la vida de aquellos que vivían bajo ocupación enfrentándose con piedras a uno de los ejércitos más poderosos del mundo. El propio Sharon llegó a ser primer ministro de Israel en 2001 encargándose de reprimir la Intifada de Al Aqsa. Durante toda su carrera militar fue uno de los principales diseñadores de la ocupación militar de Cisjordania (incluyendo la construcción del Muro del Apartheid) y Gaza, retirándose de esta última para controlarla completamente desde el mar, el cielo y las fronteras terrestres. Sharon se retiró del partido Likud para formar una nueva coalición llamada Kadima de donde saldría su sucesor, Ehud Olmert, primer ministro responsable de la invasión al Líbano en 2006 y de la operación Plomo Fundido contra la Franja de Gaza. En ambas murieron más de mil trecientas personas, la gran mayoría de ellas civiles.
En este punto, podría seguir alguien insistiendo en que el problema de Israel es la derechización del sionismo. Sin embargo, el sionismo “progresista” ha sido constructor activo de la colonización del territorio. El primer asentamiento ilegal en Cisjordania es el de Kfar Etzion de 1967 cuando gobernaba el laborista Levi Eshkol y la mayoría de los asentamientos que hoy forman una malla fortificada en las colinas de la Palestina Ocupada, fueron creados durante los gobiernos laboristas luego de la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993. En otras palabras, los asentamientos fueron la apuesta deliberada de los gobiernos liberales para impedir que pese a la firma de los acuerdos llegara a existir algún día un Estado palestino. La confluencia de pensamiento entre la derecha y el laborismo queda bien expresada en el nombramiento como ministro de defensa, por parte de Netanyahu, de Ehud Barak, otrora primer ministro laborista que, como tal, estableció coalición con el partido fundamentalista religioso Shas. Este partido fue fundado por el rabino Ovadia Yossef quien declaró en 2010 que “los gentiles nacieron sólo para servirnos. Si no, no tendrían lugar en el mundo, sólo servir al pueblo de Israel”.
Si existe una rabia de los sectores liberales israelíes hacia Netanyahu, ello se debe más al miedo a que tal personaje tire todo el proyecto colonial por la borda, forzando los límites del derecho más allá de lo que puede tolerar una comunidad internacional ya de por sí muy acostumbrada a las violaciones de Israel. En eso, en el resquemor que genera en los liberales y en el populismo absurdo, Netanyahu comparte época con Trump, pero si el estadounidense desenmascara una tendencia histórica dentro de Estados Unidos (la del aislacionismo y la supremacía blanca), Netanyahu saca a la luz, más bien, la verdadera cara del sionismo. Lo que resulta evidente es que independientemente de cuál sea el gobernante de turno en Israel el problema sigue siendo el mismo: el sionismo como ideología sobreviviente no de los campos de concentración nazis, sino de los nacionalismos chovinistas de fines del siglo XIX y comienzo del XX, que más bien son parte de la trama colonial y de la construcción de Estados nacionales racistas. Pensar, entonces, que el problema es Netanyahu por acelerar la construcción de asentamientos, bombardear Gaza o reunirse con Trump en la Casa Blanca es relegar a segundo plano, por medio de la contingencia noticiosa, el problema real de la región: la ocupación de Palestina y la limpieza étnica de su pueblo a manos de un Estado racista que, violentando la propia historia de los judíos, asume en nombre de ellos un proyecto etno-religioso y colonial.
Para derrocar a un gobierno haría falta que los propios israelíes salieran a las calles a defender a sus hermanos palestinos. Pero estamos lejos de eso, pues más bien las manifestaciones importantes en el último tiempo en Israel han sido principalmente para apoyar la ocupación y el genocidio y no para pararlo. Lo que necesitamos no es simplemente que se acabe la era Netanyahu, sino que termine la ocupación y la discriminación hacia los palestinos. La campaña por el Boicot Desinversión y Sanciones (BDS) se ha convertido, en este sentido, en la principal herramienta de lucha contra el racismo sionista. Miles de personas han descubierto que el ser un ciudadano común y corriente puede resultar ser algo muy poderoso, sobre todo cuando se buscan en conjunto los mecanismos de resistencia a las injusticias globales.
A lo que apela el BDS no es a reivindicar la soberanía de los palestinos sobre los israelíes, ni a defender algún tipo de proyecto étnico. Por el contrario, busca romper con toda forma de racismo y discriminación apuntando al caso palestino como un ejemplo paradigmático de la realidad contemporánea mundial. Es una acción concreta cuyas demandas se dirigen a la estructura del Estado de Israel y no a determinado gobernante: fin a la cupación de Palestina, fin al Muro del Apartheid, fin a la discriminación de los palestinos ciudadanos de Israel y cumplimiento del derecho al retorno de los palestinos expulsados de sus hogares en 1948 y 1967. Y es porque es el sionismo como aparato de muerte el que está en cuestión, el boicot puede asumir diferentes formas: comercial, cultural, deportivo, académico o político. Dado que la sociedad israelí está comprometida con la ocupación de Palestina es que el BDS se dirige a ella en su conjunto, la interpela y pacíficamente lucha porque cada día sean más israelíes y judíos del mundo los que sumen a la campaña. Dentro de Israel ya se están escuchando voces disidentes como la de la agrupación Boycott from Within, que se suman a organizaciones de derechos humanos críticas al sionismo como B'Tselem y Breaking the Silence . Todavía, sin embargo, sus esfuerzos son marginales y contestatarios para una sociedad cooptada por la ideología sionista.
Netanyahu puede ser leído en términos individuales, por cierto. Pero sus maniobras políticas sólo adquieren verdadero sentido cuando las situamos en el marco del sionismo como ideología racista y, más aún, dentro de una corriente mundial de xenofobia y gobernanza populista. Y porque es un excelente ejemplo de cómo ha avanzado el fascismo de nuevo cuño, el BDS es también una lucha global, que resiste a todos los dispositivos de control y dominación.