#ObligadasAParir: La columna de expertos en abuso sexual infantil a favor de la ley de aborto en tres causales
Se estima que cada 33 minutos ocurre un abuso sexual infantil en Chile. Según cifras de Fiscalía, el 2016 hubo 15.266 denuncias por delitos sexuales y de ellas más de un 70% corresponde a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Del total de víctimas de violación país, un porcentaje similar (70%) corresponde sólo a niñas y muchachas menores de 16 años. El 12% de partos corresponden a madres adolescentes menores de edad. El año 2014, los partos de niñas entre 10 y 14 años fueron 852 (fuente: Minsal, 2017).
Comenzamos con estas cifras no para demoler, sino para apelar –urgentemente, angustiada, resueltamente también, y con amor, porque no se puede desde el corazón helado- a volver nuestra mirada sobre las niñas.
Las niñas han sido una gran ausencia (excepto en contadas ocasiones donde se las recuerda y menciona, pálidamente) en el diálogo país, en los activismos, e inclusive en el debate parlamentario en torno al proyecto de ley #3causales: despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo por riesgo vital de la madre, inviabilidad fetal y violación. Un nombre largo, pero necesario de recordar porque es eso lo que se decide.
No es nuestra intención aplicar “suavizantes” ni relativizar nada; sólo queremos ser muy precisos y responsables en enfatizar lo que se está resolviendo, y lo que no. Han sido demasiadas las confusiones y estridencias (desde diversos sectores sociales); y demasiadas las omisiones y puntos de fuga donde quienes más atención merecían durante este proceso, y a quienes más necesitamos proteger, terminan siendo casi invisibles. Las niñas.
Para nosotros, y para muchos ciudadanos/as, la causal de violación siempre fue y sigue y seguirá siendo, amarga e indisputablemente, una causal de las niñas, por las niñas, que atraviesa y horada vidas de niñas sobre todo. Porque por horrible y monstruosa que sea una violación y el ser víctima de un embarazo forzoso en la adultez (en cualquier edad de ésta), nunca la indefensión y precariedad serán mayores que durante la niñez.
“A merced de” no alcanza a expresar la magnitud de la dependencia, no-consentimiento, no-decisión, que caracteriza los años de infancia y gran parte de la adolescencia. Pensemos esos mismos años, esas edades y fragilidades, con la cruz de una violación y de un embarazo resultante de ésta, sobre espaldas mínimas que no pueden cargar con ese peso que muchos adultos/as que han defendido en el congreso una u otra posición –a favor y en contra del proyecto de ley-, jamás conocerán. Pero sí pueden ayudar a aliviar; que las leyes sean herramientas de cuidado, no de sometimiento al daño y al tormento.
Forzar el sufrimiento
Sobrevivientes adultas de abuso sexual infantil, incesto, explotación sexual, evocan de sus años de niñas, una voz interna repitiendo “no sería capaz”, “antes muerta” (ver “Carta” enviada al Congreso, 2015). Sin embarazo, la pregunta de todos modos rondaba; su desesperación imposible de mitigar. En el silencio mandatario y violento, ¿cómo preguntarle a nadie, nada?
¿Y si un embarazo del padre, del abuelo, del sacerdote, del hermano, del vecino…? ¿Qué palabras servirían? No podemos pensar en muchas. Sólo una: tormento. Tortura.
No hace falta el aval de definiciones ya establecidas por organismos de derechos humanos o expertos. Es tortura. Violaciones en cuerpos de niñas, y las evocaciones traumáticas de uno o muchos asaltos (y en un número de casos, la herencia muy concreta, además, de lesiones físicas, enfermedades, fisiologías alteradas de por vida) son suficientemente destructivas. Sumemos a eso la sola noticia, y luego la imposición de un proceso de embarazo del violador: si nos ponemos en el lugar de las víctimas la única palabra que queda en el diccionario de nuestros cuerpos, aterida, es “tortura”. Tortura de niñas.
Se ha forzado –y fuerza- en Chile, a niñas de 10, 11 años a continuar embarazos de sus violadores. Todos los días compartimos con niñas de esas edades, en nuestras vidas, en nuestros barrios y plazas, en distintos lugares. ¿Cómo se ven?, ¿a qué juegan?, ¿qué están estudiando en el colegio, qué sueñan, qué canciones cantan, qué las preocupa, qué las hace reír, asombrarse? El universo del desarrollo durante la infancia está concentrado en crecer, lento; en aprender, y en preparar pausadamente el cuerpo-mente para transformaciones que también tienen su pulso y calendario de años (por favor, si tienen 2 minutos, vale la pena ver este video del documental “I’m 11”, acerca de niñas/os del mundo con esa edad).
Tiempo. Derecho al tiempo. Nos cuesta entender o aceptar, el adelanto de la menarquia, niñitas de 8, 9 años teniendo su primera menstruación: un proceso completamente desacompasado del curso evolutivo de los cuerpos y psiquis que lo viven. Cuerpos y psiquis que son suyos, de las niñas para habitar, para desplegar su maravilla, sus talentos, para encariñarse en el autocuidado, las agencias y resiliencias, el conocimiento del mundo y de sí, la vitalidad de cada etapa, las emociones, los vínculos.
Sin embargo, ningún desfase o error debe impedirnos ver que las niñas siguen siendo niñas y tienen derecho a vivir su niñez (tan breve en comparación a las décadas adultas) y a ser cuidadas, a no ser violentadas, y no hablamos de sus violadores solamente, sino de todos nosotros y de nuestras leyes que permiten la privación de derechos y el sometimiento de las más indefensas, cuando más vulnerables y vulneradas han sido.
“Podemos prevenir”, “podemos proteger”, dicen algunos, y sí, podemos, y por favor pongamos el alma y toda energía y recurso en ello, y tomemos como colectivo la decisión de cuidar, cuidarnos, plenamente. Pero con la humildad de reconocer que no somos omnipotentes ni invulnerables y que necesitamos saber que en el peor de los casos, a lo menos podemos contar con un país capaz de contener, de auxiliar, y de evitar a toda costa aquellos actos que avalen y habiliten –deliberadamente- el tormento de sus niñas, sus adolescentes y mujeres.
En medio de todo lo que nos pueda separar, compartimos el que nadie cuerdo querría que las violaciones existieran, y tampoco los abortos, ni la tortura y los tratos inhumanos y degradantes. Pero existen, y nos desbordan, y nos recordamos unos a otros que es tan cierto eso de que existe igual misterio en el amor y en el horror, y que en la infinita complejidad de nuestra condición y experiencia como seres humanos, muchas respuestas definitivas son escasas, y acaso imposibles. Nosotros al menos, estamos muy lejos de tenerlas.
Ser padre y madre, como muchos, o trabajar en el cotidiano con experiencias extremas como el abuso sexual infantil, nos ayuda a poner en perspectiva, constantemente, la extensión de nuestras limitaciones e incertezas; de nuestras respuestas insuficientes. Pero a pesar de todo lo que nos sobrecoge y desafía, encontramos sostén en el cuidado y su brújula. Es posible, y es urgente, tomar la decisión de cuidar y socorrer, inclusivamente (pensamos en países como Alemania), comprendiendo sin anestesia, que no puede continuar la inhumanidad de una democracia que responde con coerción y criminalización al sufrimiento de víctimas de crímenes atroces como el abuso sexual infantil y la violación.
Víctima es una palabra casi inasible de tan tremenda. Junto a “niñas”, no hay cómo describir el sentimiento. Siete de cada diez violaciones: niñas. Más de 800 partos de niñas de entre 10 y 14 años; todas violadas. Necesitamos dar a estos números, a cada uno, un cuerpo. Para que se vuelva imposible, o al menos más difícil separar en nuestra retina a las niñas que no conocemos pero están aquí, y viven en Chile, de las niñas y niños que amamos, que tenemos cerca, y por quienes podríamos dar la vida o arriesgarnos a cualquier peligro o padecimiento.
Setenta por ciento de violaciones a nivel nacional, son violaciones de niñas. Cincuenta niños, niñas y/o adolescentes son abusados sexualmente cada día. ¿Cómo concebirnos como un país civilizado, democrático? Es imposible cuando encima de todo, negamos a las víctimas la mínima decencia humana en el trato que reciben desde nuestra justicia y nuestras leyes. La crueldad vigente no da para sentirnos “superiores”.
A nivel mundial, las realidades de la violencia sexual, en un milenio que ni siquiera cumple dos décadas, han remecido a millones de personas. También a líderes religiosos -de denominaciones diversas: cristiana, judía, y musulmana- quienes hace apenas dos años, pidieron formalmente al gobierno de EEEUU asegurar apoyo a organizaciones humanitarias en la realización de abortos compasivos y seguros para niñas y mujeres que han sido víctimas de violación en otros países (la asignación de recursos para asistir la interrupción de embarazos está garantizada dentro del territorio estadounidense, pero no fuera, excepto en ciertas causales que no se están respetando, ver artículo).
Por cierto, en un país aconfesional como el nuestro, los sistemas de creencias religiosas no deberían determinar en lo absoluto la trayectoria de leyes –ni el ejercicio de profesiones- que necesitan estar al servicio de toda la ciudadanía, sin discriminar. Pero más nos confunde y perturba que dichas creencias, que podrían apelar a la compasión como ha sido en otros países, en el nuestro sirvan para justificar la coerción de las víctimas, y también –de forma expresa o velada- de representantes del Congreso. Sólo recordemos, no hace mucho, las amenazas públicas de excomunión a parlamentarios/as que apoyaran la ley de divorcio en Chile (y solidarizamos con ellos porque concebimos la espiritualidad o la religión desde afinidades y adhesiones libremente ejercidas, sin espacio para acosos ni intimidaciones de un otro que se siente con poder sobre nuestra consciencia. Nada muy distinto de relaciones donde la violencia intrafamiliar o el abuso sexual infantil son posibles).
A pesar de todo, muchos ciudadanos estamos todavía dispuestos a cuidar nuestra democracia (con todo su desencanto y erosión), convencidos de que no es ingenuidad ni optimismo patológico esperar de los tres poderes del Estado el que honren, a lo menos, el imperativo de cuidar a su gente, de evitar daños evitables, y de no infligir tormentos ni abandonar cuando el auxilio es más indispensable. Responsabilidades irrecusables que aún no son ejercidas frente a la magnitud de la violencia sexual en nuestro país.
Violencia sexual y la niñez
La violencia sexual no es algo que acontezca “a la distancia”, desconectada del proceder o de la pasividad y omisiones, inclusive, de un Estado democrático. O de un continente, de un planeta, o de un sistema que mediante siglos ya de desposesiones y separaciones entre seres humanos, no verá mayor problema en dejar flancos expuestos para toda clase de violencias. En este contexto, el cuidado se vuelve una fuente de conexión, de resistencia, y de amparo mutuo. Una decisión, la más importante, como país, y como ciudadanos, es la de cuidar.
El cuidado nos interpela, y pensamos en todas las víctimas de violencia sexual del mundo, pero mucho más cerca, en nuestro territorio, aquí donde podemos hacer mucho más que expresar consternación “global”, nuestras respuestas necesitan expresar una disposición translúcida (no maniquea) para acoger a las niñas. Incondicionalmente. En todas nuestras regiones, en cada ciudad, o barrio, hay que concurrir por ellas. Con mayor razón en sus tránsitos más violentos y desgarrados: la violación, el embarazo por la fuerza, el abandono a su infortunio, a la impunidad en un país donde los plazos de prescripción protegen a abusadores sexuales, en tanto deniegan tiempo, voz y justicia a sus víctimas (este fallo reciente es un ejemplo claro).
Creemos que todavía no se dimensiona en nuestro país la profundidad y gravedad de la violencia sexual, y muy específicamente en lo que concierne a niñas y niños.
Hemos escuchado los argumentos más desquiciantes frente a crímenes de violación: “ya no era tan ‘chica’ la niñita”, o en un nivel más cotidiano –como la elaboración de materiales pensados para educación sexual-, hemos leído como si nada “las niñas de 8 años, a partir de la menarquia, sí pueden embarazarse” sin precisar que en Chile, hasta los 14, si una niña enfrenta un embarazo es porque vivió abuso sexual y violación. Eso ya ha sido consensuado y no está bajo discusión, como tampoco la vulneración de derechos, ni el delito sexual, ni la obligatoriedad de protección que sigue vigente para esa niña o adolescente menor de edad que ha sido violada y enfrenta un embarazo de su violador. La pregunta que nos asuela es ¿cómo pretendemos proteger a una niña desde la imposición de una sola trayectoria, así sea a costa de su propia integridad, o su propia vida?
Es una palabra debilitada, “protección”, y el 2016 nos enmudeció como testigos de todo lo que se ha revelado de Sename. Pero exánime y todo, el imperativo adulto de cuidar no deja de exigirnos pensar y responder a la niñez en su dignidad, en su vulnerabilidad y sus quiebres, de la manera más sensible e íntegra, sin dejar a nadie fuera, y permitiendo que lo más complejo y doloroso encuentre consuelo y cauce, y no muros de piedra y púas.
Imponer derroteros, coaccionar, sojuzgar, criminalizar a las niñas –o mujeres- víctimas de violación/embarazo, es una forma más de trasgresión, de violencia extrema, y de negación flagrante de derechos. Este proceder ha sido motivo de requerimientos formales y casi súplicas, de organismos internacionales y nacionales para que el Estado de Chile humanice su conducta y honre sus compromisos.
Honrar los compromisos no admite omisiones. Viven suficiente violencia los niños y niñas en nuestro país. No contar con todas las respuestas necesarias para acoger la vastedad de daños, consecuencias, que vienen junto a experiencias de abuso sexual, de violación, de embarazos infantiles, es una forma más de desprotección y violencia colectiva. De daño deliberado.
Responder a las víctimas niñas
Para las víctimas, los delitos sexuales son ataques masivos a su humanidad. No es sólo lo sexual: para los niños y niñas el daño es físico, neurobiológico, psicológico, emocional, social. Afecta los espacios de interacción y construcción de la identidad, la intimidad y los vínculos, la confianza en sí misma/o y los demás. La destrucción es a nivel de condiciones ?basales de lo humano y de la integridad total del ser, en presente y futuro, comprometiendo (robando) años y años de vida de las víctimas.
Con las niñas y mujeres, el ensañamiento es mayor: ante el mismo crimen, es imposible que niños u hombres enfrenten la violencia de un embarazo. Ese abismo es sólo femenino, y en ese borde aterrador, habría que acoger, jamás empujar.
Una historia que conocimos fue la de una niña de 13 años con una discapacidad severa. Estaba embarazada y tenía la mentalidad de una pequeña de 4 años. Decía que le “dolía la guatita” porque le “estaba creciendo un gusanito”. ¿Cómo va a estar en condiciones esa niña de ser madre? La agresión sexual devino en el abandono de su familia. Como ella, muchas otras niñas son enviadas o dejadas en centros del Sename; otras niñas son cambiadas de escuela, de ciudad. Sabemos de una niña –hoy adulta- que en su tiempo fue forzada a seguir con el embarazo del padre violador y “delegada” a la misma red que gestionaría la venta y adopción de su hermano-hijo (nacido con trastornos genéticos, rechazado por la pareja extranjera que debía recibirlo, y abandonado después en un centro de “protección”).
Los antecedentes nacionales e internacionales dan cuenta que el embarazo a temprana edad (niñas), junto a la vulneración de derechos, implica niveles significativos de pérdidas de oportunidades. ¿Cómo cuantificamos su impacto en la trayectoria vital de las niñas?
El parto de una niña de 10 años conlleva retraso y/o abandono escolar; impedimentos en el acceso a salud puesto que una mayoría de ellas no son llevadas a consultorio por miedo o vergüenza; dificultades médicas y secuelas traumáticas perdurables; discriminación social a nivel familiar y comunitario, y maltrato psicológico y físico; pérdida de condiciones de habitabilidad (son echadas de sus casas); disminución drástica de interacciones sociales positivas indispensables y propias de su etapa de desarrollo, junto al aumento de conductas de riesgo, adicciones, y otros trastornos. Son sólo algunos ejemplos. Quizás no los necesitamos siquiera. Sabemos que la pérdida de calidad de vida será profunda y extensiva, y afectará a las niñas que la sufren directamente, pero también a toda una generación posterior.
En años de trabajo son muchas las historias que podríamos compartir, y la realidad supera con creces toda ficción. A veces, enmudecer parece preferible a pasar por delirantes si vocalizamos experiencias de niñas que muchos no querrían creer, y no por maldad, sino porque exceden todo límite humanamente asimilable.
Otras personas, y las hay, desconfiarán de las víctimas y cuestionarán su inocencia (en tanto la presunción para los imputados se defiende a brazo partido), mientras nuestro sistema de justicia las somete a interrogatorios y producción de pruebas al límite del desuello psicológico y físico, o las abandona en razón de prescripciones y argumentos legales que parecen pensados para el mundo de las rocas y las pirañas, y no para el mundo de las personas.
La inhumanidad e indolencia que ha caracterizado el trato hacia las niñas víctimas de violencia sexual, de parte de grandes grupos de la sociedad, del Estado, de algunos parlamentarios, e incluso de activistas, profesionales y “expertos” (de todas las posiciones), nos llena de impotencia.
“Te acompaño siempre y cuando…”, “te acompaño de la forma que yo quiera y que yo creo ‘correcta’”, “te acompaño por la fuerza, aunque no quieras mi acompañamiento”, “te acompaño sin que me importe que no puedas decidir nada sobre tu autocuidado”, “te acompaño pero no tengo conflicto en dejar que sufras, que sigan negándote derechos, ni me opongo a que te traten como delincuente o criminal y lleguen a encarcelarte por intentar desesperadamente negarte a un embarazo violento”. Así se escucha, así lo escuchamos, sin ninguna piedad, sin otro legítimo, sin condición humana compartida porque al final es otro ejercicio de supremacía más, de propiedad sobre una “verdad” donde no existe la pregunta acerca de qué cuida más a esa niña, o muchacha, o mujer cuya rotura y catástrofe tenemos al frente.
Tanta, tanta violencia. Tanta horripilante soledad. Tanto asedio a la cordura: ¿cómo pretender que entendamos que “acompañar” el dolor humano puede ser un ejercicio indiferente y negador?, ¿cómo puede el “acompañamiento” entrañar tanto olvido de quien sufre?
Forzar posturas, obligar y dirigir no son, ni serán jamás sinónimos de “acompañar”. La palabra comparte su sentido con la de compañero, (lat. cum panis) esto es, comer del mismo pan, la misma vida. ¿De qué manera el acto fraterno de estar con el otro en las buenas y malas se convierte en una negación brutal de su existencia bajo un subterfugio de “protección”?
Toda la inmisericordia con las víctimas, contrasta con la disposición mayoritaria de la ciudadanía (y también en el Congreso, al menos en lo que han reflejado instancias decisivas pasadas). Es una razón de esperanza y de gratitud también. De esa luz nos afirmamos con uñas y dientes, y todo el ser.
Ética del cuidado colectivo y las leyes
La ciudadanía ha expresado las suficientes veces, y en diversas instancias, su apoyo y solidaridad con quienes, en situaciones extremas, pueden decidir que la única acción de autocuidado para sus vidas es la interrupción de un embarazo inviable, con riesgo vital materno, y/o por violación. Para las niñas, en realidad, si lo pensamos, se trata de una doble causal: por violación, y por el riesgo que impone un embarazo forzoso- desde una mirada integral de su desarrollo evolutivo y su salud- para sus vidas actuales y futuras.
La pregunta planteada por el proyecto de ley actual es si vamos a dejar de criminalizar a niñas y mujeres que interrumpen sus embarazos debido a una o más de tres causales claramente definidas.
La mayoría de la sociedad ha respondido y está dispuesta. Nuestros legisladores/as, entonces, podrían con serenidad y confianza ejercer su responsabilidad de acoger y respetar la voluntad ciudadana, y legislar en conformidad a derechos humanos inalienables, y a una ética de cuidado y auxilio a niñas y mujeres en experiencias límite.
Estamos dando un primer paso, y de seguro habrá muchas otras precisiones que realizar antes de que la ley finalmente entre en vigencia (y el diálogo no se agota). Pero ese primer paso es preciso darlo sin más tiempo que perder. Y sin prolongar argumentaciones que por interesantes o valorables que sean, no son parte de la respuesta urgente que esperamos como país en una materia donde los estándares para concurrir, asistir, procurar acceso a salud, etc., necesitan ser explícitos, inequívocos, y respaldados legalmente para que a ninguno/a nos quede la menor duda sobre cómo debemos responder, especialmente quienes trabajamos en el área de salud.
El respeto a la dignidad de las niñas que han sido víctimas de violación y de embarazo violento, es incondicional, como asimismo debe ser incondicional nuestra respuesta humana frente sus necesidades, decisiones y procesos.
Las apelaciones a fortalecer esfuerzos y acciones de prevención de delitos sexuales, y de asistencia y acompañamiento de las víctimas –esfuerzos en que todos adherimos seguramente- no pueden reemplazar la decisión de garantizar sus derechos hasta ahora vulnerados, y tampoco condicionar la respuesta a la única pregunta sobre la mesa (dejar de criminalizar tres causales, o no). La única.
En lo demás, los empeños no cambian. Necesitamos seguir apostándonos como sociedad a la educación y protección de la infancia, y a la prevención de la violencia sexual (y de toda violencia) contra niños, niñas, jóvenes, mujeres y hombres. Necesitamos, también, converger todos -quienes han estado en favor y en contra del proyecto de ley- y materializar las mejores respuestas y modalidades para cuidar a las víctimas, acogiendo su experiencia en sus términos, y no en función de la coincidencia o disenso con nuestras posiciones o preferencias.
El cuidado no es un trueque, no está sujeto a clausulas, exigencias ni arbitrajes. Es sólo responsable, humano: alguien lo necesita, alguien lo prodiga. ¿Estamos dispuestos a cuidar así cada uno, nuestro Estado, nuestro colectivo? Sea que las niñas y mujeres decidan continuar o interrumpir un embarazo por violación –y es una decisión profunda e inexorablemente personal-, su cuidado necesita ser una realidad accesible y respaldada por todos los recursos humanos y materiales que seamos capaces de poner a disposición como país.
Ojalá, una vez aprobado el proyecto ley y con antelación a la entrada en vigencia de la ley, podamos haber avanzado en estos caminos. Juntos.
Los adultos que somos parte de una sociedad podemos tener diversas creencias, historias de vida, éticas preferidas, y asimismo las tienen niñas y mujeres víctimas de violación quienes necesitarán, es lo más probable, de personas muy diversas acompañando sus trayectorias. Personas hospitalarias, sensibles, respetuosas, con quienes sentirse realmente apoyadas en cualquier evento.
¿Qué querríamos para ellas si esas niñas fueran nuestras hijas? La respuesta a esta pregunta es imprescindible, siempre urgente, y determinante en la legislación que debe ser aprobada. Queremos creer que los parlamentarios que son padres y madres, abuelos, o los más jóvenes que igualmente comparten sus vidas con niños y niñas (aunque no tengan hijos), podrán responder desde el cuidado y aprobar las 3 causales –luego de meses y meses de tiempo invertido, tiempo de todos, revisando argumentos y evidencias de sobra a estas alturas- con la humanidad que se requiere y que añoramos, más que nunca en estos tiempos.
*En 2015, y a fin de contribuir a la conversación pública y como psicólogos, en torno al proyecto de ley por la despenalización del aborto en tres causales, fueron convocados al Colegio de Psicólogos para informar acerca de realidades y secuelas del trauma que viven las niñas y adolescentes víctimas de abusos sexuales y violación. Rodrigo Venegas conocía de cerca el sistema de protección, y trabajó junto a niñas embarazadas en programas de Sename. Vinka Jackson, además de su trabajo con víctimas de violencia sexual, es ella misma una sobreviviente (su escritura, desde ahí, está dedicada a temas de cuidado ético y prevención de abuso infantil).(*) Vinka Jackson y Rodrigo Venegas son psicólogos especialistas en prevención y tratamiento del abuso sexual infantil. Ambos tienen hijos, Vinka, dos hijas de 28 y 8 años, y Rodrigo, un niño de seis. Desde todo frente, la infancia es una energía motriz para estos dos profesionales y académicos a quienes une, además, una entrañable amistad.
Actualmente, ambos colaboran en la causa para lograr que se legisle la imprescriptibilidad de los abusos sexuales contra niñas/os y adolescentes (www.abusosexualimprescriptible.cl).
*Agradecimientos especiales a Oscar Lazo y la maestra Carol Gilligan por sus contribuciones en esta reflexión